Sales Santos Vera
Coautor de “Comunidades sin Estado en la Montaña Vasca”

Frente a la barbarie, la comunidad

Las ideologías «políticas», esas estructuras de poder que manipulan la acción humana, interviniendo y dirigiendo los actos personales o colectivos de los grupos o clases sociales a cuyos intereses sirve. El «imaginario social», para Cornelius Castoriadis, es, entre otras cosas, las tradiciones y costumbres de una sociedad. Según el federalista quebequés Charles Taylor, son: «las formas en que somos capaces de pesar o imaginar la sociedad en su conjunto». Yo añadiría que es ese entendimiento común que hace posible las prácticas comunes y un sentido de legitimidad ampliamente compartido. Es por lo que en artículos anteriores apelábamos a la recuperación de la memoria histórica, para reconstruir un pasado común como garante de un porvenir en comunidad. Lo basábamos preferentemente en estudios antropológicos y creencias preteóricas. Ya que no nos fiamos ni del capitalismo, ni de las ideologías a izquierda y derecha de este, como tampoco concedemos a la ciencia moderna el monopolio de la distinción universal entre lo verdadero y lo falso, basándose exclusivamente en la falsa dicotomía entre formas de verdad científica y otras de diversa procedencia.

Fiel a ese espíritu cientifista, el Gobierno, en el 2022, suprimió la enseñanza de la filosofía de la formación básica, dejándola como asignatura optativa, priorizando conocimientos como la Formación y Orientación Personal y Profesional o la Economía y el Emprendimiento.

La digitalización, esa «maravilla de la ciencia», aísla cada vez más a las personas y las separa del mundo real, el de las sensaciones y las emociones, habiendo tenido un gran apoyo por parte de izquierdistas de todo pelaje. Nos alarmamos con lo que se conoce como «desarraigo psicológico», es decir, la pérdida de las raíces sociales y culturales. Algo que genera depresiones, un sentimiento de desorientación, de extrañamiento y de pérdida de sentido vital, lo que convierte a los individuos en mucho más vulnerables. La filósofa Hanna Arendt decía al respecto que para que triunfe la ideología totalitaria es imprescindible cortar el vínculo entre cabeza y estómago. Pues en eso está la clase política como podemos ver.

Cuando nos referimos a «mitos», «ritos» y «símbolos» nuestros, también nos estamos refiriendo a esos mismos que lógicamente con otras denominaciones tienen su análogo en todos los continentes. Pues a fin de cuentas, valores como la amistad, la solidaridad, la igualdad, la empatía, etc., son universales.

Paradójicamente, mientras se nos trata de irracionales, ellos siguen con los suyos como el mito del progreso. Mientras avivan otros, el fin del mundo, vendiendo la ilusión de que gracias a la tecnología actual o futura. Se habrá de acabar para siempre con el problema. Por otro están los negacionistas, la otra cara de la misma moneda, para poder dar continuidad este sistema tecno-industrial sin importarles la destrucción en marcha del planeta.

En la sociedad del espectáculo, denunciada en su día por Guy Debord, los «símbolos» son pieza fundamental. Vivimos en el paraíso del «merchandise». Vemos como estos designan tanto al objeto como las reacciones del sujeto hacia ese objetivo, porque la función del símbolo no es solo la de diferenciar, sino también la de introducir valores y de modelar conductas individuales y colectivas. Las formas simbólicas que van desde lo religioso a lo mágico, desde lo económico a lo político, etcétera, forman un campo en donde se articulan las imágenes, las ideas y las acciones. Los ricos se simbolizarán en sus ropas, casas, coches, joyas... que publicitan hasta la náusea consiguiendo sus objetivos. Por un lado, seguir sacando dinero a todo, pero sobre todo, blanquear su obscena opulencia. Blanqueamiento al que contribuye esa gente de todas las clases sociales al tratar de emularles, con el triste deseo de que los consideren como uno de ellos.

Esos símbolos, en concreto, reafirman tres elementos básicos de la sociedad capitalista: propiedad, beneficio y competencia. Si tuviésemos que elegir a la santísima trinidad de los principales elementos que representa la creación de valores sociales a las que nos estamos refiriendo, el mito, el símbolo junto con el rito, sin duda nos decantaríamos por el «deporte rey», el fútbol. Mitos como Messi o Cristiano Ronaldo, (Ronaldo es la primera persona en llegar a los mil millones de seguidores en redes sociales).

Lo símbolos que esponsorizan generan ingentes beneficios para sus dueños. Da igual que sea la representación más fiel del patriarcado, aunque paradójicamente, se esté dando cada vez más una mayor participación femenina de su mundo. No importa que sus máximos representantes sean especuladores, derechistas o mercaderes de la muerte como el presidente de un club vasco. Da igual a quién blanqueen, sus seguidores, sean estos demócratas o nazis, españolistas o abertzales, fascistas o socialistas, creyentes o ateos, ricos o pobres, todos en comunión, religiosamente pasando por taquilla, todo se les perdona, todo sea por sus símbolos, en este caso visibilizado en los colores. Pero también son un gran activo del capitalismo en otro apartado, en el lenguaje de empresa. Como «competitividad» «rentabilidad», «el afán de superación», «eficacia»... que nos llevan a la «lucha de todos contra todos» y de «cada uno para sí mismo», el ganar a toda costa. La guerra del fútbol es como la «guerra económica», no solo ha hecho volar en pedazos la empatía o la solidaridad por el otro, hay que pasar por encima de aquel sí es necesario para ser el único. No hay lugar para los valores comunitarios.

Somos firmes defensores de nuestra idiosincrasia, nos duele la pérdida irreversible de componentes de esta en muchos territorios. Debemos de entablar un diálogo con esas gentes venidas de otras latitudes que también tienen experiencias o conocimientos de formas de autoorganización, solidaridad y apoyo mutuo como las que se daban en la práctica del auzolan, el batzarre... para parar esta irremediable pérdida. El aillu de los quechuas y aimaras, la minga con sus diferentes variaciones lingüísticas en el archipiélago del Chiloé, Perú, Ecuador y, sobre todo, en el Wallmapu, la tierra de los Mapuches.

Queremos finalizar con un par de reflexiones pensando en euskara. El de la mapuche Elisa Loncon, lingüista y activista de los derechos indígenas, que nos dice que el carácter simbólico del mito y su fuerte componente identitario-imaginario podrían relacionarse con las vinculaciones que se dan entre las nociones de tiempo, pensamiento filosófico y la propia lengua mapuche. Y la del periodista especializado en estudios culturales, José Díaz: «El mapuche de hoy, desde diversos puntos de vista, está reelaborando y reestructurando su lucha, su resistencia. El pensamiento mítico está lejos de ser una forma primitiva de razonar, sino al contrario, en su carácter holístico, se revela tan capaz como el pensamiento histórico para ayudar a un pueblo a reencontrar su camino».

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