Iñaki Egaña
Historiador

Herencia emocional

La muerte de Antonia Manotas nos ha encogido el corazón. Fue, tanto como su hijo Txiki, un icono de nuestra generación. Algún día tendría que llegar y ese día nos atrapó, como sucede siempre, en medio de la sorpresa. En su novela "La madre", Gorki cierra el relato sin destripar el final de Pelagia, la madre del militante Pavel. Me gustaría que en todas las ocasiones sucediera lo mismo. Pero tenemos un recorrido biológico con punto final y estamos abocados a rescatar, en ese spoiler, recuerdos y memorias, semblantes y recorridos, sonrisas y lágrimas. Nos queda la herencia, la herencia emocional.

Y en esa ristra infinita me alcanzan las sombras alargadas de aquellas madres que nos acompañaron para identificar nuestra comunidad. Madres de hierro a las que dio cuerpo Svetlana Aleksiévich en sus notas. Otras, leves, sin la robustez del metal, con la versatilidad de la vida. Como Amor, nombre de la madre de Elena Poniatowska, a la que dedicó una bella carta cuando la escritora mexicana ya era nonagenaria. Madres como las que cantaban Miren Amuriza y Maddalen Arzallus, «maite zaitut, ama». Como aquella de Etxahun-Iruri, nuestra Euskal Herria. Existimos en un bucle que nos transporta a un único universo, renovado cada primavera.

Cirila Escudero ya fue detenida en la huelga de 1917. Mataron los halcones a su pareja en 1936 y quedó al cargo de sus ocho hijos. Sacó adelante a su familia y coordinó durante la pandemia franquista, cuyos rescoldos aún humean, a cientos de viudas que, en Nafarroa y como ella, lloraban la ausencia de sus maridos y de sus hijos. Las «Piltra» fueron una de las sagas de mujeres que nos precedieron, que guardaron la llama de la decendencia, con tanta modestia que su eco no cotiza en las universidades. A su biznieta Angelines la embistieron sionistas, apenas hace unos días, porque en su negocio donostiarra mostraba una bandera palestina. Juana Mendieta, como la madre de Txiki, sufrió la muerte de su hijo Julián Zugazagoitia, detenido por la Gestapo y fusilado en Madrid. Antonia desde Zarautz, Juana desde la lejanía del exilio, en Poitiers. Hace tres meses, murió en Girona Núria Casamajó, madre de Carles Puigdemont, el perseguido president de la Generalitat. «De alguna manera, yo también estaba presente», apuntó. Tal y como Bernardina Lekube, la madre del lehendakari José Antonio Agirre, fallecida en Donibane Lohizune en 1950, en el destierro impuesto por los mismos halcones que mataron al marido de Cirila.

Madres que se esfumaron en las lejanías de las tinieblas de Hiroshima, convertidas en crepúsculos en Palestina como Rania, que asistió a la muerte de sus gemelos, como Sabreen al-Sakani, que fue rescatada del vientre de su madre muerta tras un bombardeo, recibió su nombre y falleció a los cinco días. Como aquel bombardeo de Mungia que mató a Josefa Muruaga y a sus cuatro hijos: Juana, Matilde, Felisa y Bernardino. Como aquellos carniceros de azul que en Orereta lapidaron a María Oiarzabal, que pretendía evitar la detención de sus hijos Domingo, Enrique y Sebastián, finalmente asesinados. Historias espeluznantes, la de Mertxe Colás, de Lodosa, a quien fusilaron a su padre. Fue perseguida y un día decidió marchar al exilio cruzando el océano. Cincuenta años después, sería una de las madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires. Su hija Alicia había desaparecido en la dictadura argentina.

No tengo que bucear en el pasado ya brumoso para que la memoria me alcance. Madres de desaparecidos, como Marta (secuestrada también en la comisaría de Irun), Maddi y Celes, que recorrieron recodos de laberintos buscando a sus hijos, Eduardo, Popo, Joxe Miguel, que aún hoy siguen sepultados bajo los escombros de la Ley de Secretos Oficiales. Jesusa Arostegi, que buscaba a su hermano desaparecido casi medio siglo antes en aquella guerra infame de la derecha hispana cuando una llamada le informó que su hijo Joxean Lasa había sido secuestrado en Baiona. Diez años más tarde, Jesusa seguía buscando a su hermano, mientras su hijo asomaba, con su compañero Joxi Zabala, bajo la cal de una fosa en Busot. Garbiñe Garate, madre apesadumbrada, también buscaba a su hijo Mikel, cuya detención le llevó al cuartel de Intxaurrondo. Y al inquirir por su paradero: «Vaya a preguntar en objetos perdidos». Y hace no tanto, apenas ocho años, recuperamos en Legarrea los restos de Josefa Sagardia, madre de Asunción, José María, Martina, Pedro Julián, Antonio y Joaquín. Habían arrojado a los siete a la sima, algunos vivos, otros tras un tiro. El bucle.

Madres de torturados, como Mari, Elena, Carmen... Marisa Urbieta, apaleada cuando despedía a su hijo Mikel, muerto en un control. Sara, que en la prisión supo del acuchillamiento de su hija. Madres del exilio. Jone Forcada, al mando de sus cuatro hijos en cerca de 30 viviendas de media Europa. De solidarias. Matilde Arribillaga, atropellada cuando esperaba el autobús de Senideak. De detenidos, Marisabel Gaztañaga, pareja e hijo en prisión. De militantes. Joxepa Arregi, que recorrió miles de kilómetros denunciando la dispersión de su hijo Garratz, alejado hasta prisiones africanas. Begoña, madre de Jon Ugutz y Mikel Goikoetxea, ambos asesinados por la Guardia Civil y/o los GAL, arrestada. Maritxu Pagola, madre de Inaxio Asteasuinzarra, víctima de los GAL en la taberna del hostal Monbar de Baiona, fuerza, decisión y denuncia. Blanca Antepara, de Urbina, madre de Iñaki Ormaetxea, que en 2009 concurrió con Norma Morroni, madre de Fernando, que la policía uruguaya mató en un acto de solidaridad con los detenidos vascos: «Hay que mirar siempre de frente, sin bajar la vista. Y mantener siempre la dignidad, porque es el arma más fuerte que tenemos».

Una lista interminable, la página también tiene sus límites. Déjame que te revele Antonia para concluir, lo mismo que me acoge al recordaros a todas vosotras con una frase que escribió Marcel Proust a su madre y que hago también mía: «Jamás podré explicarte hasta qué punto me haces falta aquí».

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