Aster Navas

Huir hacia delante

Al parecer no es verdad. Lo de los barcos; lo de que Hernán Cortés quemara sus barcos, quiero decir. Los hundió. Eso sí. Lo hizo para obligar a sus hombres a avanzar. Días antes había tenido que sofocar un motín y el de Medellín decidió huir hacia delante. La idea original, sin embargo, no fue suya: Alejandro Magno, en el siglo III antes de Cristo, al llegar a la costa fenicia, se percató de que el enemigo lo triplicaba en número, y decidió el camino «heroico». Quemó −esta vez National Geographic cree que sí− las naves y peleó «hasta la victoria o la muerte». Lo curioso, según los historiadores, es que Cortés conocía la maniobra del rey de Macedonia. No sé, no lo veo...

Eso sí, tanto uno como otro sabían que no hay soldado más despiadado que el que no tiene posibilidad de retirada, que el que tiene que ganar terreno a la desesperada porque no le queda otra alternativa. De eso también debía de estar al tanto Yevgueni Prigozhin, el fundador del grupo de mercenarios Wagner: para sus miembros rendirse no era una alternativa; recular, desertar suponía una muerte aún más atroz que la que encontraban en combate; ahorrémonos los detalles.

Se me viene todo esto a la cabeza tras el triunfo de Trump. Comprendo que al Agente Naranja no le quedaba otra que ganar. Perder no era una opción porque acabaría posiblemente en la cárcel. El republicano no tenía naves a las que volver, por lo que desplegó un arsenal dialéctico brutal, lanzó bulos de largo alcance, insultó, despreció, agredió y mintió. Le iba la vida en ello.

En una situación parecida se encuentra Netanyahu. Acosado, ya antes de la guerra de Gaza, por numerosos procesos de corrupción y con unos compañeros de viaje en el gobierno que habían quemado hace décadas cualquier principio ético, ya no tiene a donde regresar. Regresar, de hecho, no es en este momento una opción. Las consecuencias, como criminal de guerra responsable de un genocidio, no le permitirán recular y seguirá avanzando a la desesperada bajo el paraguas de EEUU.

Algo muy similar le está ocurriendo a Putin. Recordemos, sin ir más lejos, el final de algunos líderes del Este como Ceaucescu o de otros de países árabes, como Muamar el Gadafi o, hace apenas unos días, Bashar al-Ásad. No, Vladímir no se puede permitir dar la más mínima prueba de debilidad; debe de ser implacable, hermético, frío. No tiene donde refugiarse.

Posiblemente cualquiera de ellos dejaría de hacer lo que está haciendo si se le garantizara una nueva identidad, una casa en un barrio en las afueras, un trabajo de ocho a cinco, un Seat Ibiza, unos vaqueros y varios pares de camisetas. Impunidad.

Tampoco hace falta ir tan lejos porque algo parecido le está ocurriendo a Víctor Aldama: le han quemado, cerrado la cárcel y no le queda otra que morir matando. Tampoco a Ábalos, un personaje que parece escapado de alguna novela de Galdós, como “Fortunata y Jacinta”: alguien que en pleno siglo XXI te puede poner un piso en la Gran Vía. Ni a Motos, que tiene que seguir jurando y perjurando que su programa es el más visto en su franja horaria. Pase lo que pase. Ni a la derecha, que ha reducido a cenizas cualquier referente de ética política y no le queda otra que montar charlotadas en el Congreso y en el Senado.

Quizá en mayor o menor medida −esta vez en el buen sentido− todos vivamos, especialmente en estas fechas, huyendo hacia delante. No, no nos queda otra que afrontar como podamos la Navidad, que adentrarnos en el 2025 con ganas de darlo todo, porque habremos quemado muchas de las naves del 2024; no nos queda otra que pasar página, que sacudirnos el barro, los cascotes; que comprar el mismo número de lotería; que persistir tercamente en el error con la esperanza de acertar de vez en cuando. Eso, en el fondo, es la vida.

En fin.

Bilatu