José Ignacio Camiruaga Mieza

Ignorancia. Una historia global

El mencionado libro de Peter Burke que es el título de esta reflexión es un libro hilarante y trágico. La lista de las diversas ignorancias que siempre han plagado el camino de la humanidad provoca risas, de esas que estallan irresistiblemente cuando vemos a alguien −preferiblemente rico, poderoso y arrogante− deslizarse sobre la clásica cáscara de plátano. Sin embargo, estas páginas también muestran que las consecuencias de la ignorancia son a menudo catastróficas y revelan toda la fragilidad del ser humano.

La idea es a la vez banal y brillante. Ya se han publicado varios libros sobre la ignorancia y desde hace treinta años los estudios sobre la ignorancia han alcanzado hasta dignidad académica y cátedras. Sin embargo, a nadie se le había ocurrido explorar sistemáticamente este océano en toda su inmensidad y en todos sus aspectos. Hay algo para todos en el libro del gran historiador cultural británico. No solo la gente corriente es ignorante, al contrario. La ingenuidad, la ceguera y la presunción de líderes militares, empresarios y directivos de empresas, soberanos y políticos, científicos, historiadores, burócratas... tienen un impacto mucho mayor.

El hilarante catálogo final, que encadena decenas y decenas de variantes y subvariantes de la ignorancia, dibuja un carrusel irresistible.

Para saborear las sutilezas del tema, ilumina la distinción −un virtuoso juego de palabras− entre lo conocido, o lo que sabemos que sabemos, lo desconocido, o lo que sabemos que no sabemos (la filosofía nació con Sócrates precisamente de esta conciencia), y las incógnitas desconocidas, o lo que no sabemos que no sabemos, la categoría más insidiosa e irremediable de la ignorancia. Pero también hay incógnitas conocidas, es decir, lo que no sabemos, lo sabemos a partir de conocimientos implícitos: por ejemplo, la conciencia del contexto, el sentido común que tenemos los humanos y que, sin embargo, sigue siendo esquivo para las inteligencias artificiales. Pero entre las incógnitas conocidas también está la reprimida, la que nutre nuestro inconsciente, como nos mostró Sigmund Freud.

Hemos crecido en la ingenua creencia progresista de que el conocimiento de la humanidad continúa creciendo y desarrollándose, inexorablemente, gracias a descubrimientos siempre nuevos, a progresos científicos imparables, a herramientas conceptuales cada vez más refinadas, en definitiva, gracias al crecimiento de la conciencia y de la autoconciencia del «espíritu del mundo» (es decir, de la civilización occidental hegeliana). La humanidad andaba a tientas en la superstición. La Ilustración nos prometió, literalmente, iluminar la noche de la ignorancia con la luz de la razón, ahuyentando la oscuridad. La metáfora optimista está condenada al fracaso al menos por dos razones.

El historiador Peter Burke sabe que la luz del conocimiento acompaña el camino de cada cultura, empezando por la nuestra. A medida que avanzamos, hacemos innumerables descubrimientos sobre nosotros mismos y el mundo, pero en el curso del «progreso» de cada civilización se olvidan muchas, muchas cosas. Dada la brevedad de la vida humana, la necesidad de dormir y la competencia por la atención entre nuevas formas de arte o deporte, debería ser bastante obvio que es poco probable que cada generación de cada cultura sepa más que aquellas a las que «precedieron».

Nuestros bisabuelos sabían todo, por ejemplo, sobre los caballos y el forraje. Nosotros sabemos todo sobre los coches que utilizan combustibles fósiles. Nuestros nietos tendrán (quizás) una gran experiencia en la carga de baterías de litio. Muchas de las 7.000 lenguas que hoy se hablan en la Tierra están destinadas a desaparecer, y con cada una de ellas desaparece un mundo entero, y con ese mundo desaparecen sus conocimientos y sabiduría.

Por otro lado, es innegable que el conocimiento de la humanidad se ha ampliado increíblemente a lo largo de los siglos. Si imaginamos que el conjunto de cosas que conocemos es una esfera, podemos ver que –descubrimiento tras descubrimiento, Premio Nobel tras Premio Nobel– la burbuja de nuestro conocimiento crece. Pero también es evidente que, a medida que la esfera del conocimiento se expande, su superficie, o la frontera que separa lo que sabemos de lo que no sabemos, el límite entre la luz y la oscuridad, se hace cada vez más grande. La burbuja se expande, la frontera con lo desconocido sigue creciendo cada vez más rápido. Ni siquiera los big data son suficientes para gobernar el conocimiento cada vez más compulsivo: la rápida expansión de la información, especialmente en las últimas décadas, no coincide con la expansión del conocimiento, es decir, de los datos que han sido analizados, clasificados, digeridos... En cualquier caso, las organizaciones, particularmente los gobiernos y las grandes corporaciones, ocultan una cantidad cada vez mayor de la información que recopilan.

Desde una perspectiva individual, a medida que se amplía la esfera del conocimiento, la cantidad de datos e información que cada uno de nosotros es capaz de dominar se vuelve, en proporción, cada vez más pequeña, en el mejor de los casos insignificante: con el paso del tiempo, cuanto menor es el intercambio de todo ese conocimiento que cada mente puede absorber. Las habilidades de los especialistas están creciendo y profundizándose, pero la ignorancia generalista está aumentando, incluso por parte de los especialistas, que son cada vez menos capaces de conocer y evaluar el impacto de sus acciones sobre la complejidad de la realidad.

Peter Burke subraya en varias ocasiones el estrecho vínculo entre ignorancia y estupidez. Carlo Maria Cipolla, en su brillante “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, había descubierto que cualquier grupo de personas −incluida una asamblea de premios Nobel− acoge invariablemente a un cierto porcentaje de personas estúpidas. Peter Burke es aún más pesimista: todos somos inevitablemente víctimas de diferentes formas, variedades y subvariedades de ignorancia y, por lo tanto, ya no somos capaces de comprender y gestionar la complejidad del mundo en el que vivimos.

No se trata ahora de investigar la historia social del conocimiento, por ejemplo, de Gutenberg a Wikipedia para contemplar el espejo oscuro del conocimiento. Hay razones de gran actualidad para hacerse preguntas como, por ejemplo: ¿cómo es posible que hoy la humanidad haya decidido dejarse guiar por líderes como Donald Trump y Jair Bolsonaro, que no solamente son «ejemplos increíbles de ignorancia» sino que afirman con orgullo su desprecio por la ciencia? Mientras tanto, en la red del conocimiento libre y siempre accesible a todos, se difunden teorías de conspiración y noticias falsas. La burbuja del conocimiento está envenenada por la ignorancia, que es ante todo un problema político.

No es casualidad que Peter Burke insista, en los capítulos más actuales, en la «producción de ignorancia» (especialmente por parte de diversas agencias gubernamentales, fuerzas políticas, lobbies...)., y en la «ignorancia asimétrica», que se produce cuando un grupo sabe más que otro: basta pensar en lo que los señores de las redes sociales saben de nosotros, después de haberse apoderado de nuestra privacidad.

En este erudito viaje por las tierras de los ignorantes se topan también diversos problemas filosóficos: basta mencionar el camino negativo hacia el conocimiento de Dios, que parte de lo que Dios no es, siguiendo la estela de “De Docta Ignorantia” (de Nicolás de Cusa). Por cierto, entre las formas de conocimiento hoy prácticamente inaccesibles y olvidadas se encuentra precisamente la teología, con sus sublimes sutilezas dialécticas.

Sin embargo, es curioso que Peter Burke −que sigue siendo optimista en el fondo− no cuestione los límites del conocimiento, que están en el centro de dos de los descubrimientos intelectuales más extraordinarios del siglo XX (y no diga nada sobre el análisis de los límites) del pensamiento racional occidental analizado por Max Horkheimer y Theodor W. Adorno en “Dialéctica de la Ilustración”).

El principio de incertidumbre, enunciado por el físico Werner Heisenberg en 1927, sostiene que nunca podremos conocer la posición y el momento de una partícula suficientemente pequeña al mismo tiempo. Si un observador intenta determinar una de las dos cantidades, provoca el colapso del sistema, como ilustra el atroz experimento mental del gato de Erwin Schrödinger. En el mundo de la física cuántica, la lógica aristotélica ya no se aplica. A nivel microscópico, solo se aplican las probabilidades. Asimismo, a nivel macroscópico nos resulta imposible reconstruir lo que ocurrió antes del Big Bang o comprender qué acabó dentro de un agujero negro, porque su enorme fuerza gravitacional imposibilita que escape cualquier información.

Un segundo golpe fatal al optimismo racionalista provino de los teoremas de incompletitud demostrados en 1930 por Kurt Gödel. En resumen, dado un sistema formal suficientemente complejo, dentro de él existen enunciados cuya verdad o falsedad no puede demostrarse. Ignorancia.

Por tanto, el siglo XX nos ha demostrado que el conocimiento humano tiene límites intrínsecos. Hay cosas que no podemos ni podremos saber: zonas de desconocimiento, de incertidumbre.

La conciencia de los límites de nuestro conocimiento beneficia a los ignorantes, como nos han demostrado los experimentos de los dos investigadores estadounidenses David Dunning y Justin Kruger.

Las personas ignorantes, es decir, personas inexpertas e incompetentes, no son conscientes de sus propios conocimientos y capacidades y, por tanto, sobreestiman su propia preparación, considerándola erróneamente superior a la media. Las personas competentes, por el contrario, tienen una mayor conciencia de los límites de sus conocimientos y, por tanto, cultivan un espíritu crítico (y tal vez incluso conozcan el principio de incertidumbre y los teoremas de incompletitud). Por lo tanto, tienden a dudar de sus propios conocimientos y, en consecuencia, tienden más fácilmente a confiar en las opiniones de los demás. La certeza tiene más fuerza que la duda. Gracias al «efecto Dunning-Kruger», los ignorantes resultan más convincentes que los expertos.

Como señala con nostalgia Peter Burke, hasta sería reconfortante, aunque demasiado optimista, suponer que el creciente interés por la ignorancia ofrece evidencia del crecimiento de la humildad colectiva. Ojalá, y más a menudo, nos diéramos un baño salvador de humildad.

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