Inmigración en Euskal Herria
«Batek gose diraueno ez gara gu asetuko, bat inon loturik deino ez gara libre izango».
Hace ya algunas décadas, “Martxa baten lehen notak”, de Mikel Laboa, nos recordaba que mientras exista hambre en alguna parte no podremos darnos por satisfechos. De esa forma, unió la necesidad de combatir el hambre, la más injusta de todas las injusticias, y la ambición de construir un pueblo que no deje a nadie atrás.
No en vano, en esa misma época, en nuestro pueblo se estaba extendiendo el sueño de construir una Euskal Herria libre formada por ciudadanas y ciudadanos con los mismos derechos y obligaciones. Aquel sueño tuvo por base, entre otras cosas, un claro principio político ligado al reto de la inclusión de una inmigración que en aquella época arribó a nuestro pueblo en número muy significativo (600.000 personas en 20-30 años a un país de, por aquel entonces, apenas 1.500.000 de habitantes): toda persona que vive y trabaja en Euskal Herria es ciudadano o ciudadana vasca. De ese modo se fijó una concepción democrática de ciudadanía vasca basada en la mera voluntad, amén de realizar una definición ciertamente revolucionaria del sujeto transformador: el pueblo trabajador vasco. En definitiva, convirtió a todo ciudadano y ciudadana vasca en sujeto histórico de la construcción de una Euskal Herria libre y justa, y sentó las bases de un modelo abierto de gestión de la inmigración que, pese a las carencias, ofreció a este pueblo un horizonte transformador.
Varias décadas después, la nueva inmigración nos vuelve a colocar ante el mismo espejo. Y es que, aunque tenga otras características, el reto sigue siendo el mismo: garantizar la inclusión de todas esas personas e incorporarlas al proyecto de construcción de una República Vasca de libres e iguales.
Para ello, el primer quehacer es derribar el marco discursivo que la extrema derecha está imponiendo en todo el mundo, también en Euskal Herria. Hacer frente a las visiones reaccionarias que se están extendiendo tanto en la derecha como en la izquierda y luchar en todos los ámbitos para que esas ideas no avancen ni un solo milímetro.
Aunque algunas voces intentan convencernos de lo contrario, la gran mayoría de las personas inmigrantes nunca ha cometido, ni va a cometer, ningún delito, y la pequeña minoría que sí lo ha hecho no lo ha hecho por ser inmigrante, sino por otros motivos. Porque lo que genera delincuencia es la pobreza, no la inmigración. Y la pobreza la genera el sistema capitalista, las políticas neoliberales y las políticas de la derecha. Por eso, no podemos dar por bueno el discurso que vincula delincuencia e inmigración y estigmatiza a todo un colectivo bajo el pretexto de la seguridad. Desgraciadamente, de eso sabemos algo en este pueblo. Quienes durante décadas han presentado a las y los vascos como violentos son quienes ahora tildan a las personas inmigrantes de delincuentes. Y, evidentemente, así como las y los vascos no somos violentos per se, tampoco las personas inmigrantes son delincuentes por definición.
Teniendo claro ese punto de partida, qué duda cabe, las instituciones tienen que hacer frente a los problemas de seguridad; combatir las actitudes antisociales y garantizarla. Sabiendo que garantizar la seguridad de forma plena y estructural exige garantizar la dignidad de la vida de forma igualmente plena y estructural. Porque no hay seguridad sin justicia social, y no hay justicia social sin igualdad.
El segundo quehacer es abordar el reto de la inmigración mediante la construcción de un modelo propio. En nuestro caso −nación sin Estado, negada y dividida− se trata de un reto colosal que pasa necesariamente por la consecución de mayor soberanía. Necesitamos soberanía, en primer lugar, para, sobre la base del derecho de cualquier persona a migrar (que hoy día es también y antes que nada una necesidad impuesta por el capitalismo), poder hacernos cargo plenamente de su acogida. En segundo lugar, para garantizar su inclusión socioeconómica y erradicar la pobreza, a fin de que, efectivamente, toda la ciudadanía vasca tenga los mismos derechos, obligaciones y oportunidades. Y, en tercer lugar, para desarrollar un modelo propio, democrático, progresista e integral de gestión de los flujos migratorios y de la diversidad de orígenes y culturas, basado en la realidad de nuestro pueblo (lengua y cultura minorizadas, tejido económico específico...) y en una perspectiva antirracista, en claro contraste con las racistas políticas migratorias de los Estados español y francés.
Pongamos las cosas en su sitio: la inmigración no es un problema per se. La inmigración no desequilibra a la sociedad por definición. Es la respuesta de nuestra sociedad a esta realidad lo que, en su caso, puede generar desequilibrios y problemas; o lo que, al contrario, puede reforzar la cohesión social, siempre que se gestione de forma adecuada. La inmigración es un reto. Pero también puede ser una oportunidad. Si activamos todas nuestras energías públicas y comunitarias, podemos dar pasos cualitativos tanto en el proceso de liberación nacional como en ámbitos clave para la construcción de nuestro pueblo, como son la euskaldunización y la educación. Y eso hay que hacerlo desde ya; no podemos esperar a la consecución de mayor poder político. Sabemos hacerlo; ya lo hemos hecho, y en condiciones bastante peores además.
Un pueblo no es solo lo que es en un momento dado. Es sobre todo aquello que ambiciona ser y el camino que recorre para serlo. Nuestro sueño es una Euskal Herria libre que no deje a nadie atrás; que no se dará por satisfecha mientras alguien en alguna parte siga teniendo hambre.
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