La competitividad
En su artículo, Alvarez-Solís se refiere a los balances triunfalistas del Gobierno español por un aumento de la competitividad que se basa fundamentalmente en una dinámica de externalización de la actividad empresarial a países empobrecidos. Basarse en los balances globales de esas empresas, dice el veterano periodista, «no solo constituye un engaño vil», sino que además «entraña un rápido deterioro del empleo y de los salarios domésticos» en las empresas que continúan con su actividad en el Estado español.
El actual Gobierno español suele parapetarse ante la ruina económica nacional con la repetida oferta de algunas supuestas mejoras que auguran, según sus expertos, un futuro más habitable. Por ejemplo, insisten mucho el Sr. Rajoy y sus ministros en el alza de la competitividad o, mejor, de la competencia, a fin de levantar el país. Realmente, cuando se habla de competitividad se pone el acento en los progresos comerciales exteriores o comercio internacional. En ese sector España ha logrado algún progreso desde que comenzó la crisis, si hemos de entender por progreso una mayor venta de mercancías y servicios obtenidas con salarios de miseria y reducción suicida de otros costes de producción, como sucede con el turismo y la hostelería de más rango, en que los recortes de personal y de sueldos han sido drásticos. Respecto al turismo suele airearse con entusiasmo lo que aporta a la economía nacional, sin mencionar nunca que una parte sustancial de estas ganancias suele quedar en manos de las empresas extranjeras que manipulan desde sus lugares de origen este tipo de actividad. España vive de restos.
Ante esta primera clarificación del contenido y funcionamiento de la competitividad, ¿es razonable hablar realmente de crecimiento económico o debería hablarse, más adecuadamente, de empeoramiento social por sobreexplotación? ¿Puede hablarse de crecimiento económico cuando ese progreso en el resultado comercial no repercute ni en la mejora del trabajador ni en el proceso de ampliación del capital fijo de la mayoría de las empresas domésticas? España está autoconsumiéndose con un ritmo acelerado. Y si es así, tal como lo veo, ¿cuánto puede durar este proceso de autoconsunción? Es la historia del gitano al que se le murió el asno de hambre cuando ya lo había acostumbrado a no comer. Resulta deslumbrante descubrir que los mayores inversores en muchas empresas españolas son sus empobrecidos trabajadores mediante el recorte del salario y la ampliación furtiva de horarios. Y también resulta pasmoso que la imposición fiscal castigue más a estos inversores forzados.
Lo más doloroso de esta situación es que algunas empresas han logrado con su externalización a terceros países socialmente deprimidos multiplicar unos ingresos que, además, no regresan a España. Basarnos en los balances globales de esas empresas para asegurar que existe la mencionada mejoría de la competitividad española no solo constituye un engaño vil al pueblo que posibilitó esas empresas, sino que entraña, además, un rápido deterioro del empleo y de los salarios domésticos en la parte empresarial que pueda conservarse en el Estado español. Ante la realidad del paro activo y del paro potencial, los trabajadores nacionales ven degradados sus ingresos por la competencia con el trabajador externo de su empresa, con lo que entran en un tercermundismo que, además, no es verdadero en cuanto se refiere al abaratamiento de bienes de consumo y, en general, al coste de la vida y a la carga fiscal que soportan.
Todo este desconcierto no encaja socialmente en la cacareada mejora competitiva de la economía española. Hay en el marco de la gran ofensa moral que se hace a la población laboral con esta explotación sangrienta, una añadida y evidente injuria al suponer, por el Gobierno y sus acunados agentes empresariales, que tales datos sobre el «progreso económico» no van a ser detectados como falsos, dada la «escasa» información del trabajador español, cornudo y apaleado por un Gobierno que le menosprecia en todos los sentidos. Suele estimarse que el trabajador nacional, empobrecido de modo tan bárbaro, no dará en sus cavilaciones con la realidad de que la riqueza con que juega en otros meridianos su desleal empresario ha sido gestada, mediante trabajo y consumo, por generaciones de ciudadanos nacionales, ahora cornudos, apaleados y además entontecidos.
Vamos a añadir a estas sucintas reflexiones alguna otra sobre la calidad de esta actuación empresarial en relación a la normativa que establece el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio y el Tratado de Roma sobre el dumping, que no es otra cosa «que vender un producto por debajo de su precio normal o, incluso, por debajo de su precio de producción en el mercado interior y con mayor frecuencia para la exportación» (Ramón Tamames, “Diccionario de Economía”).
Si aceptamos esta definición de dumping –de no aceptarla reclamen ustedes al Sr. Tamames–, no es difícil apreciar, al menos por analogía, que podíamos recurrir a la figura del dumping para encausar a todos estos empresarios que manipulan con la externalización de sus empresas unos mercados ya enfermos. Evidentemente, un empresario español que produce, por ejemplo, textiles en el deprimido mercado laboral de Marruecos o en Bangla Desh o la India (Inditex, Corte Inglés, Zara, etc.) sigue siendo un empresario español que, además, vende esos productos degradados de precio en el mercado español. Esos productos son generados a un coste inferior al que normalmente son elaborados en el mercado interior español y obviamente en otros mercados que, por ejemplo, pertenecen a Europa Unida. Decir que esas mercancías llevan una nema de «Producido en Marruecos» o Made in Bangla Desh no ampara moralmente y, por tanto, no son vendidas a precio justo o normal en un país como España por la empresa que realiza el negocio, lo que suscita un efecto desestabilizador muy parecido al que produce el dumping. Ergo, estamos ante una práctica que está básicamente prohibida por los acuerdos citados y otras normas dedicadas a la competencia ilícita si se hace una correcta interpretación del Derecho –recordemos: las leyes son justas si sus consecuencias son benéficas. Si, además, añadimos que esos beneficios tan injustamente captados ni siquiera acaban en su mayor parte en la nación que abandera al empresario, nos encontramos con un atentado a toda suerte de economía no solo racional, sino mínimamente decente, lo que quizá sea más grave.
Cabe también subrayar que a pesar de la proclamada libertad de comercio, las grandes potencias siguen aplicando barreras protectoras ante productos que pueden perjudicar a los suyos. Estas barreras no suelen revestir la forma rígida de unos aranceles –aunque a Estados Unidos no le sonroja recurrir a ellos en casos muy concretos– sino que se manejan torcidamente normativas sobre calidad sanitaria, evitación del fraude y otras especificaciones que blindan los más poderosos mercados. Incluso se añade a todo lo anterior la política de patentes, que genera niveles incorrectos de precios. Ahí están los transgénicos en agricultura.
Pero hablamos de España y de su falsa mejora de la competitividad. El recurso a esta falsificación conceptual debería producir un levantamiento general de los trabajadores frente a un Gobierno que además de haber obviado todas sus promesas electorales usa el lenguaje con un insultante desahogo. Hay que decirle muy enérgicamente a ese Gobierno que vender barato a base de empobrecer normativamente los salarios constituye una figura delictiva de dumping pasivo, tan dañino como el dumping activo. Los salarios de un país que pertenece a una unión monetaria han de ajustarse a unos niveles de equivalencia si se quiere que los precios de venta resulten apropiados. No proceder así conlleva que el Gobierno que no acepte esta nivelación trabaja con una única moneda que tiene efectos diferentes en cada país. En un marco igual, la divisa ha de soportar las mismas consecuencias.