Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La destrucción del derecho

Es la hora retro de los Macron, de las Merkel o de la exageración norteamericana representada por el presidente Trump, pero el caso español resulta particularmente atractivo por vivir en un salto inacabable en el tiempo y siempre hacia atrás.

El gobierno de Madrid ha encallado en el artículo 155 de la Constitución. Se trata de un artículo nacido de la excepcionalidad política que rodeó todo el proceso constitucional entre los años 1976-1978, en que hubo de inventarse una «democracia» urgente aunque fuera al margen de toda autenticidad democrática, situación que trató de enmascararse merced a un referéndum con una sola y contaminada oferta puesto que la proclamación del régimen monárquico había sido hecha de antemano por el propio Genocida. Esta dinámica de «normalización» democrática se justificó con una multiplicación legislativa «aperturista», aunque las nuevas leyes facilitaran actuaciones y represiones impregnadas de un franquismo perdurable que fagocitó a los socialistas –en ese punto siguen–, a los comunistas chalaneados por Santiago Carrillo, a unos nacionalistas tornasolados y a una derecha pseudo liberal que ciertamente deseaba prolongar el mandato de a «sangre y fuego» con que habían dinamitado la República del 31. Con este telón de fondo nacieron monstruosidades supuestamente democráticas como el famoso 155, texto carente de la profundidad moral que debe cimentar, como ya hemos dicho, toda disposición legislativa con valores primigenios como la libertad de pensamiento y la soberanía popular –principios superiores y anteriores a toda norma ejecutiva– para poder convertir en realidad válida cualquier disposición que se pretendiera democrática. El 155 –radical vacuna contra un posible y poderoso brote de libertad crítica– pasó inadvertido para un conjunto de pueblos que se introdujeron como neófitos en un delirio normativo que, tras cuarenta años de férrea dictadura, no tuvo en cuenta que el exceso legislativo coactivo fomenta siempre la corrupción en todas sus manifestaciones, incluida la política, al excluir la esencia del derecho, que persigue fines existenciales del hombre encaminados a lograr la corrección moral de nuestros comportamientos. Esta verbena normativa supuso, por tanto, en la tradicional y «patriótica España» una desorientación democrática dirigida por el nuevo poder retroautoritario a la restricción de libertades y garantías ideológicas o procesales que a la parte más avanzada de Europa le costó siglos inciertos y ríos de sangre su instalación con una relativa consistencia. Conozco bastante la historia española para sostener que esta falsificación democrática en la cumbre tuvo también el apoyo de la España profunda de los caciques de toda laya, de los obispos bendecidores y de los gobernadores civiles con un teléfono que iniciaba su funcionamiento con un «a sus órdenes, señor ministro». Hay que tener este dato en cuenta porque ahora proliferan los escribidores que afirman con infinito cinismo que España nunca fue de derechas, lo que le garantiza una constitucionalidad avanzada. Ahora bien ¿qué entienden tales escribidores por derecha o por izquierda? La historia de España, carente del proceso de la Ilustración, como ya he indicado otras veces, ha destilado siempre un reaccionarismo de carácter ultraconservador dirigido por caudillos carentes de una mínima inteligencia para liderar con cierto rango tan simples barbaridades.

Hagamos seguidamente una reflexión imaginativa sobre lo que acabo de escribir a fin de dar con sobresalientes modelos puramente legalistas que aclaren por contraste la diferencia entre ley y derecho, ahora tan confundidos de nuevo en esta España de las constantes regresiones sociales y políticas. Hasta el nacimiento de la República romana, abastecida por la inteligencia filosófica griega, las leyes eran puras disposiciones numerativas de comportamientos concretos, sin base moral alguna.Se pone habitualmente como muestra relevante de este tipo de legislación el Código de Hammurabi, grabado en piedra diorita en el año 1750 antes de Cristo. Me pregunto si el gobierno del señor Rajoy habrá tenido en cuenta esta imagen para avanzar sus leyes sin el alma moral del derecho hasta la frontera de la ley sumeria del Talión. Podríamos hablar efectivamente del 155 como sugerido por esa ley babilónica que ordenaba las cosas sin pensar en la trascendencia social de las mismas, sino en el beneficio y tranquilidad de los egregios. El tiempo transcurrido parece convertir esta observación analítica en pura fantasía, pero no olvidemos que Marco Tulio Cicerón nos dejó una frase muy sugestiva: «La historia es maestra de la vida y memoria del mundo».

Por su parte el ministro de Justicia, señor Catalá, tampoco se ha parado en barras al convertir la figura moral del odio en delito ante el que pueden operar jurisdiccionalmente los tribunales, sugeridos por el Gobierno. Puestos a recordar rememoremos el Santo Tribunal de la Inquisición, que tras dictar sus gravísimas sentencias por atentados contra la fe delegaba la ejecución de las mismas en el brazo secular, «representado» en la España actual por el juez Llarena, que evita que los «prelados» de la Moncloa ensucien sus guantes de terciopelo.Evidentemente España sufre de anacronismo congénito.

A estas alturas de la teoría política parece exigible meditar acerca de la diferencia entre moral jurídica, materia básica del Derecho, y ley a secas. Ya sé que es la hora retro de los Macron, de las Merkel o de la exageración norteamericana representada por el presidente Trump, pero el caso español resulta particularmente atractivo por vivir en un salto inacabable en el tiempo y siempre hacia atrás. Cuando la teoría política y jurídica da por sentado, al menos doctrinalmente, que la ley ha de justificarse por su finura moral, a fin de huir de la estricta y peligrosa contingencia de los hechos, España luce con una nueva intensidad que la ley es fundamentalmente una herramienta circunstancial para despejar el camino a pretensiones e intereses esquineros. Es a esto a lo que llama política de la realidad el señor Rajoy; política que con absoluta desenvoltura fascista practica en puro asalto el presidente de Ciudadanos, señor Rivera, en compañía de la vestal consagrada a mantener el fuego divino en el capitolio catalán.

Los principios morales del derecho, es decir los que debieran dar sentido al equilibrio de la ley y altura a su aplicación, han sido obviados hasta tal punto en España que los tribunales se han convertido en brazo armado del poder político gobernante y constituyen la cámara más potente del mismo. Un poder político que obedece a la pobre razón de la realidad, según predican desde los «populares» o «los ciudadanos» hasta la mayoría de los gobiernos autónomos, simples máquinas de esquilmación desde la España incapaz de ponerse en marcha.

Sobre esta doctrina de la realidad como única política posible –¡que orfandad ideológica!– escribe ya en 1912 el tratadista político alemán Roberto Euken: «Se trata de someter la naturaleza a los fines humanos (de los poderosos), librar a la sociedad de sus defectos y lograr la felicidad de sus miembros. El realismo cautiva a sus contemporáneos porque usa la expresión científica. Pero el realismo choca no sólo con las tradiciones sino con necesidades internas de la vida. Niega la independencia de una vida interior... El realismo sólo puede cautivar mientras atrae al pensamiento concreto, pero cuando plantea el problema de la vida en general aparece insostenible. Si su teoría fuera la última conclusión no quedaría más que la resignación o la desesperanza. Es curioso que los corifeos del realismo no pudieron sustraerse a la duda hacia al final de su vida. La realidad que quería acabar con las oscuridades se convierte en el reino de las tinieblas».

Un día tras otro aparece el señor. Rajoy ante la opinión pública para afirmar ese acabamiento del derecho y el rotundo triunfo de la ley pura y dura con una frase que aún no sé si significa «esto es lo que hay» o «van a saber ustedes lo que vale un peine». En cualquier caso, puro realismo.

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