La gente que estaba muerta
Nuestro entrañable colaborador Antonio Alvarez-Solís murió al principio del confinamiento. Le dio tiempo a conocer algunos de los horrores que se vivieron aquellos días en las residencias de ancianos. En este, su artículo póstumo y en el que trabajó hasta el día de su muerte, reflexiona sobre esos acontecimientos en los que ve la quiebra moral de la civilización milenaria a la que pertenecemos.
No creo que la pandemia que se extiende por todo el mundo constituya una expresión circunstancial, aunque muy grave, dentro de nuestra sociedad presente. El desorden moral en que acaece, la falta de referencias para orientarnos, la quiebra de todos los protocolos hablan con claridad de la muerte de la milenaria civilización a la que hemos pertenecido. En términos míticos podríamos referirnos a un surgimiento del gran Leviatán, que es acompañado por una nueva y radical pretensión de vida tanto en lo material como, y esto es lo más grave, en lo moral. El hombre actual funciona ya sin moral alguna y su navegación carece de destino.
Persona que me acompaña en esta creencia finisecular me explicaba el horror que sintió cuando el otro día le relataron el momento en el que los servicios sanitarios que tratan de reducir la pandemia actual penetraron en varias residencias de la tercera edad y solamente encontraron cuerpos muertos y abandonados a su último esfuerzo de sobrevivencia. Escena dantesca. La gente encargada del control de estos centros había huido. Lo que sigue es abracadabrante. Esos cuerpos –¡cómo debió ser su final!– fueron recogidos y conducidos en Madrid al llamado palacio de invierno para ser congelados a la espera de ser aniquilados. No se rezó una oración por ellos, no se les rodeó de la más simple presencia familiar, ningún organismo público produjo la más sumaria nota informativa. Eran, simplemente, ciudadanos que pasaron por la vida como detritus sociales. La civilización cristiana a la que habían pertenecido se limitó a hablar de su número. Realmente cuando finalizó su existencia material hacía años que estaban muertos.
Insisto en mi tesis: la civilización milenaria a la que pertenecemos ya no es capaz de alojarnos con dignidad. El capitalismo de última generación ha hecho funcionar la cadena del valor –se recuenta como una producción más– y un funcionario digital va sellando los seres que transcurren ante el frío ojo encargado de decir fríamente «este vale, este no vale». Mientras todo esto funciona cabezas distinguidas, alojadas en organismos rutilantes, acrecientan su oferta de derechos humanos, de empleos encargados de dirigir la muerte. Un joven muy próximo a mí me decía con soberbia irónica adquirida en la Bolsa, «vendo humo, pero eso constituye mi ‘metier’, cada cual ha de responsabilizarse de la libre compra del mismo». La moral es un recuerdo.
El paisaje humano es fundamentalmente carroñero. La gran industria farmacéutica guarda silencio a la espera de las poderosas minorías supervivientes; en las neblinosas alturas de la política los dirigentes han enfundado sus armas y el horno institucional apenas conserva unas brasas y nadie dedica un minuto para relacionar la supuesta ideología con el lujo de unas hospitalizaciones de alto rango. En una de las clínicas de mayor rango de Madrid una dirigente socialista disfruta de su dorado refugio a poca distancia de sus electores que esperan su destino descansando sobre el colchón de unas mantas extendidas en el suelo.
¿Escándalo? Ese concepto no existe ya entre las masas en huida hacia ningún sitio.
Pero hoy quería hablar, sencillamente, de algo que nos perseguirá cuando el Leviatán haya finalizado su festín siniestro: ¿cómo será el futuro de la nueva humanidad? Una nueva civilización constituye siempre una esperanza de resurrección, pero habrá que asear el camino, juzgar el pasado, elegir finalidades, definir la vida. La empresa va a ser ardua. Sobre los cascotes de la vertical torre venida al suelo ha de realizarse la nueva horizontalidad de la sociedad que espera. Sobre la roca del poder deshecho se deberá asentar la libertad; la libertad, la igualdad, la fraternidad. El nuevo Moisés mostrará las tablas a los que pretendan mantener la bacanal del becerro de oro. Entonces cada cual conocerá a los suyos.
Por grande que sea el empeño de explicarnos el inmenso desbarajuste en el que vivimos como una etapa de correcciones es inocultable que lo ha constituido el llamado poder occidental, una cultura que ha dado sentido al mundo, hoy es ya un harapo moral.