Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

La guerra invisible

La historia nos ha enseñado que la guerra es mano de santo para curar cualquier crisis de reputación. Margaret Thatcher lo probó en las Malvinas. George W. Bush en Afganistán.

Hace ocho años, después de la asonada del Euromaidán, agarré mi mochila y mi cámara fotográfica, crucé Polonia y me planté en la frontera de Ucrania, que por entonces acababa de abrir una guerra inesperada en las óblast del este. Algunos compañeros de prensa habían cubierto las protestas de Kiev en medio de un invierno helador. Otros, los más intrépidos, los más temerarios, habían llegado a la cuenca del río Donets porque era allí donde había estallado con toda su saña el encontronazo bélico. Mis pretensiones, sin embargo, eran mucho más modestas y despreocupadas. Me interesaba conocer el ambiente de la retaguardia, respirar por unos días la vida en la guerra lejos de la guerra.

En febrero de 2014, el presidente Víktor Yanukóvich había salido pitando de Kiev en medio de un agitado debate público sobre la asociación de Ucrania con la Unión Europea. El país era entonces una extraña tierra de nadie entre Rusia y la zona OTAN. Una mínima intuición geopolítica permitía deducir que ambos bloques se disputaban los favores de las autoridades ucranianas, más aún después de las convulsiones de la revolución naranja y de un episodio tan tenebroso como el envenenamiento del candidato derechista Víktor Yúshchenko.

Sea como sea, algunas regiones del este de Ucrania se negaron a reconocer a las autoridades surgidas del Euromaidán y se adueñaron de los edificios institucionales. El Ejército ucraniano entró a machete en Sláviansk. Rusia tomó partido por los sublevados y firmó la adhesión de Crimea. El fotógrafo Manu Brabo, que ha cubierto el conflicto desde ambos lados, se ha sorprendido por el reciente enfoque mediático. Si la guerra acaba de empezar esta semana, ¿qué demonios ha estado fotografiando él durante los últimos ocho años de su vida?

Llegué a Ucrania en autobús y los militares del puesto fronterizo tuvieron la suspicacia de preguntar qué pintaba yo en aquel país en medio de aquel barullo. Desde luego, la Galitzia ucraniana no constaba entre los destinos turísticos más concurridos de Europa. Pronto me di cuenta de que mis compañeros de viaje eran todos o casi todos ucranianos. Ni siquiera a sus vecinos polacos se les había perdido nada en aquellas tierras. Si a alguien le hubiera dado, por ejemplo, por reservar un fin de semana para conocer la bella Ternópil y navegar las aguas del Seret, las televisiones no habrían tardado en disuadirlo con sus titulares alarmistas.

Al llegar a Lviv, lo primero que me impactó fueron algunos aspectos decorativos. Al margen del trasiego militar y de los partes de guerra en los servicios informativos, llamaba la atención la proliferación de banderas europeas, tan presentes como las banderas ucranianas y desde luego más presentes que en cualquier país de Europa. Pero había otro elemento estridente: las pintadas fascistas de Pravy Sektor. Un buen amigo que había cubierto las algaradas de Kiev me decía, con razón, que la extrema derecha había obtenido un resultado electoral insignificante en los comicios de mayo. El problema, sin embargo, es que el papel de los nazis ha ido más allá de una simple cita electoral. Es difícil olvidar el protagonismo de los ultras de Svoboda como fuerza de choque en el Euromaidán y en el gobierno de transición, la matanza en la Casa de los Sindicatos de Odesa o las andanzas macabras del Batallón Azov.

La guerra y las sanciones contra Rusia pueden tomar dimensiones desconocidas pero no representan una novedad. En 2014, EEUU y la UE resolvieron castigar a Moscú con restricciones económicas a la banca y a las grandes empresas. Pero las sanciones, como el retroceso de un arma, siempre se vuelven en contra. Aquel verano, Polonia sufrió en sus propias carnes los efectos de la bravuconada. Resulta que la ciudad de Grójec y sus alrededores presumen de ser la primera potencia productora de manzanas de Europa. Todo iba bien hasta que Rusia respondió al boicot internacional vetando la compra de fruta y verdura. Polonia se vio de pronto con 677.000 toneladas de manzanas sin comprador. Una campaña patriótica animaba a «comer manzanas contra Putin» con fotografías grotescas en las redes sociales.

El pasado lunes, el presidente ruso anunció el reconocimiento de las repúblicas de Lugansk y Donetsk en un discurso donde culpaba a los bolcheviques de haber creado un Estado artificial en Ucrania. Los alardes nacionalistas de Putin llegaban unos meses después de que las encuestas electorales lo dieran por agotado y de que el Partido Comunista se consolidara como segunda fuerza del país durante los comicios legislativos. Curiosamente, los índices de aprobación de Biden se encuentran en números rojos. La historia nos ha enseñado que la guerra es mano de santo para curar cualquier crisis de reputación. Margaret Thatcher lo probó en las Malvinas. George W. Bush en Afganistán.

En el verano del 2014 salí de Ucrania igual que había entrado: en un autobús y atravesando la frontera polaca. He dicho que los militares ucranianos se entretuvieron un rato conmigo durante el viaje de ida. Una minucia en comparación con el paso fronterizo de regreso. Los agentes polacos evacuaron a los pasajeros y se pasaron una hora registrando todos los recovecos del autobús e incluso desmontaron algunas piezas para asegurarse de que ningún emigrante sin papeles cometiera el sacrilegio de penetrar en la tierra prometida de la Unión Europea. Es más fácil entrar en una guerra que salir de ella.

Ahora veo a los refugiados ucranianos que se agolpan en la frontera polaca y se parecen mucho al millón y medio de desplazados que ha provocado hasta ahora la guerra del Dombás. Porque eso es una guerra. Basta un segundo, un disparo equivocado o certero para que toda tu vida se vaya a la mismísima mierda. Así al menos ha ocurrido durante todos estos años de sangre invisible en el este de Ucrania, en un rincón del mundo cercano y lejano al mismo tiempo, lleno de gente que tiene los mismos miedos y las mismas esperanzas que nosotros y cuyo destino no ha parecido importarle a nadie.

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