La jerarquía de la ley
«¿Pero qué quieren los catalanes?». Dudé. ¿Pero tan difícil es tener un poco de talento para responder a eso? ¿Es necesaria tanta cárcel, tanta policía, tantas leyes para estimular la respuesta?
Pasé un par de horas –el vino en el mostrador y el caballo en la montaña– con los ojos fijos en la retransmisión de la Diada catalana. Me entristeció el lenguaje empleado por mis compañeros de Madrid. Entre lo que yo veía y lo que ellos relataban mediaba un cepo intencional revestido de finas lonchas de queso prefabricado. Miserable artilugio para una caza simple de pequeños roedores acostumbrados a textos viejos. Una corresponsal madrileña inició su desangelado relato del paisaje humano con una cifra que ni siquiera destilaba patriotismo español. Frente al mar de unas «estaladas» vivas y locuaces la periodista buscó un hueco en las ondas para decir que este año había diez mil asistentes menos a la cálida asamblea urbana. Proyectó la cifra cuando aún faltaba media hora para iniciar la manifestación. Media hora después la manifestación era superior a la del pasado año. Pero esa compañera me ahorró un segundo dato: que en Catalunya, tan rica en su demografía interior y tan viva intelectual y socialmente empezaban a funcionar veinticuatro actos más con el mismo «caire» que el de Barcelona. ¿Sumamos? Pues sumamos. ¿Hablamos del ambiente? Pues hablemos.
Cerré los ojos y empecé a pensar, porque en España hay que cerrar los ojos para pensar. Y mis ojos cansados por los años se llenaron de gorriones gironinos, de perrillos jaraneros, de rosas de Sant Jordi, de «castells» rodeados de silencio y saludos susurrados para «los de casa», que están en Palafrugell, en Manresa, en Vich, en Reus, en Vilafranca, en Girona…¡Ah, la Catalunya profunda, con tan larga y rica historia! ¡Esa Catalunya herida ahora en las viejas prisiones españolas, texto único para leer la libertad «made in Madrid»!
Como me preguntó con destemplanza un vecino jarifo de bodega, que se restauraba junto a mí y me adivino ofendido: «¿Pero qué quieren los catalanes?». Dudé. ¿Pero tan difícil es tener un poco de talento para responder a eso? ¿Es necesaria tanta cárcel, tanta policía, tantas leyes para estimular la respuesta? Miré al jarifo. La ley terca y ácida no conduce al futuro; lo evita. Lo fija a un suelo inerte. Lo viste de toga, sayal negro dormido junto a la letra que amenaza quieta. Sí; el hombre es peligroso por su capacidad de crear leyes, de producir espacios inertes. Dios lo supo desde el principio. Por eso se limitó a dejarnos una ley con sólo diez artículos. Una ley de piedra. Ni siquiera la acompañó con una red procesal para mentir añadidos.
¿Qué quieren los catalanes? Quieren ser. Quieren decidir. Quieren que sus vecinos sean sus vecinos. Quieren hablar para fabricar espacio en que quepa su lengua hecha de paisaje y de historia; de otra historia. Quieren su «todo». Me susurré: «Hegel decía que la verdad es el todo». Pero un todo ventilado por aire fresco en un paisaje distinto. Y me dijo el jarifo que soplaba a mi lado y había cazado mis palabras apretadas «¿Oigausté: ¿y quién era ese Hegel?».
¿Es tan difícil cambiar súbditos agraviados por ciudadanos vecinos? Hubo españoles a quienes dolía España no por haber perdido la armadura que tanto relucía sino por haberse quedado sin árboles para hacer naves invencibles que maldijo la tormenta. Y la ardilla que saltaba leguas interminables por aquellos bosques castellanos nos la cambió la mala fortuna por reyes ajenos que imaginaban glorias saltando por la geografía de Flandes, por las riberas de los ríos del Sacro Romano Imperio.
Pedí otro vino al tabernero y susurré apenas «¡Oh, Castilla; mi Castilla,/ mi dulce sueño español;/ siempre sentada en su silla./ Dormida de sol a sol;/ contemplando caballeros/ y señoras con rosario/ que rezan por herederos/ que ya están en el osario».
–Oigausté –me dijo el jarifo–, y eso que pega tan bien, ¿lo ha escrito usté?
–No, ni mucho menos. Lo escribió otro español que también se llamaba Antonio y al que también le dolía España por los ya desnudos suelos de Castilla. Porque Castilla no nació así. Ahí le dolió la memoria al poeta: «Hay un milagro en tu tierra./ Naciste sin horizonte./ No hay mar después de tu sierra/ ni árbol antes del monte». Esa era antes la Castilla del marqués de Santillana, pero la envenenó un imperio que cargaron sobre sus espaldas. Y la volvieron imposible para la convivencia.
–Sabe usté mucho de mi tierra –me dijo el jarifo–. Usté parece de aquí.
–Nací aquí y decidí ser catalán y allí quedó mi descendencia, junto a la mar que Catalunya ayudó a crear desde su costa a Estambul, como cantó mi entrañable Serrat. Pero eso se lo va a decir el otro Antonio, con el que voy a reunirme pronto: «Caballero de mi sino/ hago mi camino incierto/ a la espera de un vecino/ que me diga si estoy muerto».
El jarifo me miró despacio, cejeó en la duda casi metafísica, se rascó un poco el cráneo, se ajustó de un tirón la boina y sentenció de bien: «Pues mire usté; le invito al vino».
Es tan fácil ser vecino, si bien se mira. Pero como Madrid no mira...