Antonio Alvarez-Solis
Periodista

La lengua disipada

El lenguaje con el que se transmiten las posturas políticas españolas –a las que no denominaremos tesis dada su vaciedad– debiera ser sometido a una reparación urgente para usarlo en cuestiones tan delicadas como las ideológicas o en situaciones cargadas de significación social

Un periodista muy diserto ha dicho frente al micrófono del que disfruta lujuriosa-mente, y a propósito del paro, que por la intervención sindical en los convenios «no hay libertad para trabajar». Es decir, que si los trabajadores no contaran con la protección sindical –por otra parte tan débil en España– los empresarios podrían despedir y contratar con absoluta libertad y sin mayor preocupación contable, con lo que esta lumbrera del periodismo llega a concluir que liberado el salario de ataduras y convenios el empresariado multiplicaría sus plantillas, pues lo que antes gastaba en un empleado daba con libertad contractual para catorce. Vista la cosa con la simplicidad con que lo hace el mencionado compañero de lengua disipada es posible que la industria y el comercio aumentaran sus plantillas, que es lo que hacen ya esos empresarios cuando se deslocalizan a Marruecos o la India. En conclu- sión, que la libertad para trabajar consiste, hechos los oportunos análisis, en comer lo estrictamente necesario por parte de los trabaja-dores para llegar con vida a la comida siguiente.

Uno de los extremos más sorprendentes de la actual situación consiste en que se proponga para remediarla que resucitemos el proletariado que caracterizó los primeros tiempos de la revolución industrial, con su depauperación, sus miserias sociales e incluso con la tuberculosis correspondiente, que me han dicho que rebrota. Conozco al periodista que reclama esa «libertad para trabajar». Y no me sorprende nada lo que ha dicho. Es de los que creen en el productivo egoísmo humanitario de los empresarios y en la poquedad mental de los trabajadores. La sociedad presente está muy penetrada de estos simples radicales provenientes de una izquierda que en otro tiempo presumía de maoísta y que ahora han transitado hacia el radicalismo conservador del Tea Party, que está convirtiendo la sociedad en un gigantesco campo de trabajo forzoso en que la dignidad del trabajador, ganada con sangre, sudor y lágrimas, se está hundiendo día a día en un lodazal de leyes, ecuaciones económicas y policías. Hay que decir, para aclarar estos pujos ideológicos de los radicales giróvagos, que se trata de un radicalismo de oscuro origen patológico, que no responde, pues, a una elaboración intelectual, aunque sea perversa, sino a una pulsión tan simple como profunda. Está repleta tal postura de un rencor hacia el propio e irrelevante pasado al mismo tiempo que de un afán atosigante por instalarse en la llamada «zona noble» del edificio social. Y para ello han de hacer gala esos ciudadanos de cualquier extremismo que subraye esa instrumental servidumbre a los poderosos. De estos sujetos se sirven con innegable eficacia los que han decidido inyectar en el dinero una dinámica asoladora.

Aclarado este perfil del radicalismo, que sirve lo mismo para auparse en la izquierda que para bucear en la derecha, ha de añadirse que mientras el citado y obstinado locutor apelaba a una «libertad laboral» que sólo sirve a los explotadores, los periódicos publicaban la noticia de que el coste por hora de trabajo en España bajó un 3,1 por ciento en el cuarto trimestre de 2012, porcentaje que puede descomponerse en los números siguientes del gasto público: 15,4% de recorte salarial en la administración pública, 9,9% en las actividades sanitarias y servicios sociales y un 5,3% en educación y otras ramas también muy afectadas. Los alemanes de la derecha radical –es decir, los que predican los mini-jobs y otras formas de trabajo a tiempo parcial y salario irrelevante presionan a su gobierno democristiano y liberal para que refuerce esta presión a la baja entre sus aliados a fin de construir un futuro brillante que, en el caso de España, llegaría dentro de veinte años, año más, año menos. La Gran Alemania ha tenido siempre una admirable habilidad para que se hable de la poderosa y brillante cubierta y no de la extenuante sala de máquinas de su nave. Cuando la presión interna de la sociedad alemana llega al punto crítico basta con organizar una guerra que comprometa al pueblo alemán en un nuevo milenarismo. Supongo que el periodista de quien empecé hablando en esta página aspira a una germanidad radical, pero a la española; esto es, recomendando la resurrección del espíritu de la ruralidad mesetaria española, es decir, señores de deuda pública y trabajadores de tractor amarillo. Como siempre, desde que la Corona española fue extranjera, se trata de postular una economía convoyada por la Santa Hermandad.

Todo este tinglado se mantiene mediante lenguas ayunas, es decir, por gente zafiamente adiestrada en el uso de frases rotundas que no conducen a ningún lugar aceptable, pero que están concebidas para ser pegadas en los autobuses electorales. Por ejemplo, cuando más negro se presenta el futuro da la impresión de que el Sr. Rajoy encarga que le redacten tres o cuatro frases del estilo mencionado y las proyecta desde cualquier lugar y hora. Veamos su último hallazgo retórico. En el Forum Europa, reunido para recordar el atentado del 11-M, el presidente del Gobierno de Madrid hizo dos cosas que juntó en una melánge sorprendente. Ante todo abrazó a la Sra. Cospedal al presentarla en el desayuno informativo del evento, diciendo de ella que es una señora estupenda y a continuación dirigió su índice a los supuestos terroristas para advertirles que «la vida y la libertad tienen enemigos feroces, pero deben saber que nunca podrán vencernos». Yo no sé si el Sr. Rajoy fue el autor material de la locución o si se la prepararon y él no midió bien el riesgo interpretativo que comportaba, pero la frase queda ahí, sin que ahora pueda evitar el presidente del Gobierno que la gente con un poco de sentido aplique dichas palabras a lo que hace su gobierno, porque también es verdad que la vida y la libertad españolas tienen enemigos feroces en la Moncloa. Bueno, no sé si feroces, pero tremendos, sí. Incluso cabe que los perjudicados por esa política piensen que tampoco podrán vencerles. Lo único que queda en el alero es el momento exacto de ese «nunca» rajoniano. En lo que afecta a la ciudadanía espero que no llegue su victoria al límite de los veinte años de que hablan los alemanes. Me inclina al optimismo el hecho de que cuando los españoles hablamos de «nunca» nos referimos al jueves de la semana en curso.

El lenguaje con que se transmiten las posturas políticas españolas –a las que no denominaremos tesis dada su vaciedad– debiera ser sometido a una reparación urgente para usarlo en cuestiones tan delicadas como las ideológicas o en situaciones cargadas de significación social. Esta restauración del lenguaje habría de acentuarse no solamente en la esfera política sino en ámbitos como el que ocupan los medios de comunicación. Muchas veces me duelo de que un idioma tan hermoso como el español sea usado con tanta zafiedad como pobreza. El español, o mejor, el castellano es empleado con un número irrisorio de palabras, muchas de ellas mal pronunciadas, además. No creo que en un periódico o emisora de radio o televisión, incluyendo a los columnistas encargados del manejo literario, se usen más allá de mil doscientos términos, cuando un castellano bien hablado debiera emplear en la comunicación cerca de seis mil. Esto lo atribuyo al hecho de que es muy difícil hablar correctamente si no se poseen con profundidad las ideas o conceptos que se deben transmitir. La carencia de ideas, sobre todo en la actualidad, hace que la oratoria política española sea de una elementalidad pavorosa pese a que los oradores usan lamentablemente de la lectura de papeles cuando ocupan la tribuna. Hablar bien es sencillo, basta con leer en la mente lo que se quiere decir. Pero ocurre que en la mente de esa gente no hay nada noble que decir.

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