La libertad autoritaria
Empecemos por la conclusión desnuda y honrada, que es lo que parece obligado en el fraudulento tiempo que vivimos para no dilatar lo que parece de suyo evidente en el estercolero ideológico en que nos movemos; o sea, seamos claros y urgentes: la libertad como sustancia ingénita del ser humano ha sido convertida en una artificiosa y envenenada concesión del poder.
Y esta constatación hace que la humanidad se revuelva profundamente herida, ya que la libertad pertenece a la esencia del propio ser. Ser es ser libre. No se trata del resultado de un debate teórico sino de un principio que aparece con la vida. Ahora la libertad constituye una herramienta de uso variable y ha dejado de tener una dimensión ontológica; un carácter trascendente. La libertad, tal como ahora la presentan, es un cepo. Las víctimas de esta catástrofe son innumerables, desde la razón, que se vuelve adventicia, a la producción de vida real merced a la potestad igualitaria con que llegamos desde el enigma. Ser libre, y uno nace para serlo absolutamente, es ahora tenido, con las sediciosas leyes del Sistema en la mano, por intento criminal de eliminar la torre de babel con que pretenden llegar a su orden prefijado y excluyente quienes viven de una antropofagia social insaciable.
Hay algo que debemos protagonizar, si es necesario con violencia, para salvar la heredad común del mundo. Un algo que se resume en la reconquista de nosotros mismos como protagonistas de la vida en todas sus dimensiones. Y eso ha de protagonizarse como bien supremo, a pesar de que a quienes la voluntad les brujulea hacia la exaltación del ser humano, que consiste en ser con absoluta amplitud, suelen llamarles radicales, antisistema, debeladores de todo orden y gobierno. Y lo son, gracias a Dios. Incluso han de parecerles terroristas, como insiste en gruñir el ministro del Interior del gobierno de Madrid, que beatamente cavila que el número de los destinados a la salvación política es muy limitado. El Sr. Díaz cree, seguramente pensando en las enseñanzas del cuco, que la libertad sólo pone bien los huevos cuando lo hace en un tricornio.
Lo que parece incontestable, y ahí están las pruebas cotidianas, a veces tan difíciles de distinguir, es que la libertad resulta ser el viento que transporta el germen creador, aunque en múltiples ocasiones haya de ensayar la siembra una y otra vez para combatir perversiones. Pero incluso esas perversiones, que nos denuncian ante nosotros mismos cuando incurrimos en ellas, nos hacen conscientes del camino adecuado, ya que sin la ilimitada libertad no hay camino digno de tal nombre. Cierto que la libertad da vértigo, como también asusta todo lo trascendente, ya que la trascendencia –la moral, la justicia, la igualdad, la esperanza, la misma muerte– es un cuarto oscuro como la nada, del que vamos sacando la creación de cada día.
Todas estas cavilaciones, que tienen mucho del hermoso pero corto vuelo de la mariposa, se apoderan de mi sueño de anciano que cuando despierta comprueba que el dinosaurio sigue estando ahí dispuesto a convertir en pienso bélico toda razón o cuestión en que intervenga la voluntad de creación moral. Tal ocurre ahora, para retornar al día, con la cuestión catalana que, como resulta evidente, debiera resolverse con un ejercicio pleno de libertad a fin de decidir como nación, con todas sus consecuencias, si realmente lo es, en cuyo caso es excelente tal ejercicio de libertad para la convivencia no sólo de los catalanes sino de todos nosotros, pues una voluntad expresada de tal forma hace que brille una luz liberadora en este desván en que vivimos. Para mí lo más importante de la cuestión debatida es que la libertad para definir y entender lo que pretendemos, sea asumida con grandeza y sin límites. Pienso que si esa libertad es considerada y practicada con amplitud y nobleza mi libertad también mejora. La práctica de la libertad por cualquier pueblo regala libertad por su efecto sinérgico.
La batalla popular por la libertad suele liquidarse desde el poder dominante con la afirmación de que esa batalla concentraría, y concentra, movimientos de masas que desembocan en la violencia. El argumento ha calado de tal forma en la ciudadanía –de las masas siempre se habla como de una práctica teratológica de la sociedad– que muchos ciudadanos huyen de la posibilidad de convertirse en masa como si ello les marginara de toda modernidad, de toda convivencia digna de tal nombre. La idea de que la masa es intrínsecamente perversa –¡que vienen los comunistas!– lleva a esos ciudadanos a caer en la trampa de que una profunda individualización –incluso de una individualización grupal, tan nefasta– perfecciona y ennoblece su existencia como individuos. Jean François Lyotard ha descrito y condenado brillantemente en «La condición postmoderna» esa individualización grupal –foco de un esterilizador autoritarismo– alegando que se trata de recobrar inconscientemente el soporte de la masa sin comprometerse con su repudiada imagen externa.
El resultado de esta falsificación del individuo al convertirlo en irrisorio héroe que se hace a sí mismo, en una soledad dramática, es la ruina del valor básico de la vecindad como principio de poder y refugio ante las inclemencias que suscitan las minorías poderosas. Desde esta óptica personalista el mundo actual se ha convertido en una muchedumbre de seres que se amontonan lastimosamente en una inanidad radical. Reducido a su propia persona el ser humano no pasa de ser una fácil pieza de caza. Su libertad está seducida por la libertad autoritaria que protagoniza el poder y la clase que lo maneja; clase que, por otra parte, se protege grupalmente con una severidad fascista. En el espejo de esa falsa libertad individual que dice practicar el poderoso –puro motor de una moral envilecedora– se mira cotidianamente el esclavizado y se inmola confundiendo el reflejo que recibe con una realidad miserable. Lo más estrictamente vigilado para su destrucción por el Imperio es hoy el movimiento del individuo que decide su integración en la masa que fabrica la verdadera libertad, aquella que nos permite alzar la enriquecedora ciudad común.
La gran clave de la existencia justa es vivir en paz e igualdad en el seno del todo. Entre otras creencias que evaporan al individuo aislado en si mismo está la maligna oferta de un horizonte interminable de oportunidades libres de control que preside el escenario humano con la gran propuesta de «Y seréis como dioses». Cuando leo los periódicos me pasma que exista tal número de ciudadanos que consuman esa publicidad que ofrece caminos para escapar en solitario hacia la riqueza ¿Se trata verdaderamente de una riqueza socialmente aceptable? ¿Es posible creer en esa riqueza que, en el mejor de los casos, aísla en una miserable acción social? ¿Es lógico que esa riqueza sea posible sin asentarse sobre un suelo de miseria y muerte? Aún más: ¿debe llamarse riqueza a lo no compartido como resultado de un quehacer común? Finalmente ¿esa riqueza está preñada de libertad? No lo creo, porque la libertad no surge de la soledad adusta. Un hombre solitario es un cazador o su presa.