Antonio Álvarez-Solís
Periodista

La resurrección del campo

El planteamiento del gobierno actual consistente en centrar las ayudas comunitarias en la agricultura es, pues, básicamente correcto y posee, incluso, una cierta, aunque muy débil, espuma revolucionaria.

No me parece desmedido que el Gobierno de Madrid plantee a Bruselas su renuncia, en todo o en parte, a unos fondos europeos de cohesión o estructurales –transportes, medio ambiente, educación, finanzas, estructuras de integración etc.– en favor de los PAC o ayudas eficaces a la agricultura, ya que dos tercios del suelo español han sido históricamente agrícolas, aunque su explotación haya sido muy deficiente por el predominio de un latifundismo señorial ajeno a la función agraria; un latifundismo de esencia soberanista, pero contradictoriamente de manos muertas, o lo que es igual, con una exclusiva función política ante la corona. Recordemos la investidura de los reyes de Aragón en las cortes aragonesas: «Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero que juntos valemos más que vos, os hacemos Principal Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades y, si no, non» ¿Surge de ese latifundismo político, despreciativo del quehacer material, la pobreza del campo aragonés, sin rigor ni aliento? La Iglesia de España estuvo y está en esa línea.

El planteamiento del gobierno actual consistente en centrar las ayudas comunitarias en la agricultura es, pues, básicamente correcto y posee, incluso, una cierta, aunque muy débil, espuma revolucionaria. Pero toda revolución, si cabe llamarla así, exige un espíritu radical de cambio de la realidad más allá de manipular el propósito innovador reduciéndolo –en este caso concreto– a una retórica que sólo nos transmitiría el ruido de un autoritarismo que deja incólume lo existente en cuanto a propiedad y explotación. Una reforma agraria conlleva un cambio absoluto de manos rectoras en el campo y del sistemática comercial para conseguir que los cultivos cobren eficacia en el marco nacional. Los llamados a dirigir esta innovación no pueden ignorar que toda renovación social precisa, antes que técnicas, una visión filosófica que certifique los propósitos. En este caso debemos de escuchar voces como la de Hegel cuando dice: «La verdadera refutación (de algo) tiene que entrar en el poderío y la fortaleza del enemigo; atacarlo desde fuera. Tener razón donde no está el enemigo, no tiene ningún provecho para la causa objetiva».

Mi duda de que el propósito del Gobierno del Sr. Sánchez de primar una cierta reforma agraria se quede en procederes de urgencia y escasa relevancia para consuelo transitorio del triste, se apoya en cuatro puntos.

1. No es posible enfrentarse a una comunidad dominada por cuatro o cinco grandes países –en este caso, además, con una agricultura desarrollada y potente– sin practicar una soberanía sólida que se sustente en la posibilidad de una ruptura radical de los lazos de pertenencia a tal comunidad. El Reino Unido ha hecho frente al alto costo que le significaba ser socio de la UE, con su práctica del Brexit. ¿Por qué no puede España embarcarse de alguna forma en la nave inglesa? El futuro está en descubrir horizontes que reverdezcan.

2. Hablar de un necesario apoyo al campo debe considerarse desde una indeclinable altura. El apoyo anunciado por Madrid conlleva, para ser eficaz, un notable proceso de democratización del campo receptor a fin de que no acabemos en estrangulamientos protagonizados por agentes de raíz nacional que sustituyan las coacciones europeas por estrangulamientos de raíz doméstica mucho más cerriles, cosa que ya funciona ahora mediante toscos intermediarios que controlan y reducen todo esfuerzo de la base agraria en su beneficio. Esos protagonistas de la expoliación interna hacen pensar, de seguir existiendo, que el paro y la destrucción del escenario rural, no desaparecerán; es más, que se apoderarán de las ayudas previstas. Insisto: los medios urgentes y de choque que pueda aprontar cualquier gobierno español sin modificar profundamente el escenario de la propiedad y la comercialización agravarán aún más la crisis actual, pues serán absorbidos por agentes liberados de la relativa acción correctora que puedan manejar instancias –incluso internacionales–, que subordinan con dureza al agro, aún guardando las formas, como suele decirse en ámbitos diplomáticos.

3, Si se quiere ayudar al campo para, entre otras cosas, evitar una despoblación masiva de la mitad del país, hay que diseñar unas redes comerciales que persigan dos finalidades esenciales: la sanación de los medios de transporte por eslabones fundidos con la producción agraria –medios cooperativos– y la creación de una banca pública especializada en la promoción correcta de primeros escalones. La comercialización ha de ser un mecanismo de ahorro de costes y no una fuente de encarecimiento. Si no se democratiza el dinero es imposible que el agro cumpla con eficacia y continuidad, esto es, con dignidad, su función de ser la base fuerte y serena de la sociedad. Claro que esto que acabo de exponer depende del concepto que se tenga del dinero, que se extiende desde el afán absoluto de atesoramiento al funcionamiento perverso del intercambio como herramienta que lo hace posible. El capitalismo vive del afán puro y duro de acumulación, que le lleva a estrujar la sustancia primera de enriquecimiento, que es la tierra. La historia de la gran banca es una muestra fehaciente de ese sacrificio inmisericorde del medio rural. Cuando el poderoso barco de las finanzas naufraga –y eso sucede cada vez con mayor frecuencia– el capitalismo gira sus redes hacia los que pescan en las pateras. Recurro nuevamente a Hegel para resumir con su autoridad esto que acabo de escribir: «Contemplamos la tierra como ese desolladero donde son inmoladas como víctimas de la felicidad los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos».

Y 4. Cabe dedicar un comentario a la forma en que cabe superar esta miserable competición de canibalismo en que se ha convertido la libre competencia entre clases, estados y naciones; el desolladero citado por Hegel. Si se pretende alcanzar una existencia apreciable en el ámbito agrícola hay que proceder a una equilibrada propiedad del suelo. En principio hay que considerar la tierra como lo que es: un bien colectivo dado por la naturaleza. Por tanto su apropiación debe ser colectiva. La continuidad del latifundismo no cabe en la racionalidad. Hay que encuadrar el suelo en una juridicidad fundada en un cooperativismo custodiado por una política fiscal reversiva; esto es, que las ayudas directas del Estado sean sustituidas por una fiscalidad estimulante: a más y mejor producción menos carga fiscal. A mayor circulación de los productos, más rendimiento para toda la estructura privada y pública. Por otra parte habrá que instruir una protección aduanera ante los ataques de una competencia maliciosa.

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