Antonio Álvarez-Solís
Periodista

La sensibilidad

Una de las carencias más visibles en la actual sociedad occidental es la carencia de sensibilidad. La sociedad presente se ha vuelto radicalmente insensible. Es difícil definir esta insensibilidad.

Quizá consista en la incapacidad para producir emociones nobles, emociones morales cuando los sentidos nos acucian ante un hecho, una presencia o una idea. Es más, cuando apunta una emoción de tal carácter, solemos responder con el cierre de todas las ventanas intelectuales y humanitarias. La emoción transformada en ternura nos avergüenza mediante una sensación de inseguridad, de apocamiento, de personalidad pobre. De ahí que la política actual, sobre todo en la llamada derecha -secundum quid- se manifieste ásperamente en reacciones de dureza inicua. Un parado es una cifra; el hambre, un problema técnico; la brutalidad, un conjunto de medidas necesarias. En la llamada izquierda quedan restos de sensibilidad que suelen desaparecer cuando el sujeto se acomoda en las instituciones. Para esa izquierda un pobre se convierte en molestia al asumir el Gobierno. En definitiva, la izquierda sin revolución es una derecha que viste de gris.

No sé si este retrato es aplicable también a otras épocas, pero una de las características seculares del pueblo español es su falta de sensibilidad, que cobra relieve en su mal trato a los bienes colectivos, a los animales, a los débiles; en su tendencia a atacar en cuadrilla para evitar toda suerte de responsabilidad personal. El anonimato para el insulto y la calumnia es relevante también en los mails de los periódicos. Los norteamericanos poseen también, en grado sumo, estos hirientes defectos, pero parte de su violencia desaparece al ser exportada a otras comunidades, produciendo un imperialismo de insoportable perfil.

Hablar de estas cosas se tiene por una pérdida de tiempo. Sin embargo las reflexiones que se hagan en torno a la sensibilidad y su desaparición son benéficas. No es factible diálogo alguno en ausencia de la sensibilidad, que nos aproxima al «otro». Una sensibilidad para elegir las palabras, para dar plenitud a la victoria o esperanza a la derrota. La victoria con menosprecio la convierte en un crimen. Por eso la victoria de faz policial, por ejemplo, solamente sirve de pasarela a nada. Eso no es victoria, es un desperdicio de la razón que pueda tenerse. Cuando se recurre a la coacción, la convivencia se corrompe.

Estas cavilaciones pueden parecer fruto de una vejez perentoria, pero creo que no es así. La vejez no vuelve blando, sino caviloso. No hay nadie tan audaz, y por tanto tan peligroso, como un viejo insensible a la vida. Esto lo entendió hasta el apocalíptico Kempis cuando afirma: «No es lícito dejarlo todo (negarlo todo), porque se ha de sustentar la humana naturaleza. De otra forma la carne se levantaría contra el espíritu».

El escenario en que vivimos está compuesto de rudezas y simplicidades, si es que rudeza y simplicidad no son lo mismo. Vivir en Madrid, pongamos por anillo que viene al dedo, constituye un perfecto caldo de cultivo para reflexionar sobre la insensibilidad. Todo Madrid es poder; un poder aplastante. Un poder que solo aspira a ser poder. Actúa ese poder como los tambores de Calanda, que acaban por dejar a los tamborileros en un estado de sinuosa deriva mental, que históricamente se traduce en ese «¡Santiago y cierra, España!» con el que se embiste al oponente. Yo entiendo que los vascos propiamente tales quieran acampar por su cuenta en la historia. Ya sé que los vascos también tocan el tambor, pero no pierden de vista a las cantineras. Salvo el Sr. Basagoiti.

Al principio decía que es muy difícil definir la sensibilidad. Quizá haya que recurrir al paralelo fácil de los hechos. Se es sensible cuando al contemplar el cuadro piensa uno también en la persona del pintor. Saber cómo es el pintor y qué quiere facilita muchos datos acerca de su obra. De la consideración conjunta sobre lo pintado y el trabajo del artista surge un vínculo respetuoso que llamamos sensibilidad, que puede dar un gran valor a la obra o decidir amablemente su carácter birrioso. Ser estrictamente objetivo es una arrogancia. Ser estrictamente subjetivo resulta una corrupción. En política la consideración conjunta del todo es vital para trazar la carta de navegar. No sé si esto lo comprenden el Sr. Basagoiti y sus padres putativos de Madrid. Pero vivir no es otra cosa que comprender. Primero debemos comprender, de inde adoptar la posición que se crea justa, sin perder de vista que la justicia no es más que la adaptación humanitaria de la ley al deseo histórico de cada pueblo.

La carencia de sensibilidad dota de un rostro bárbaro a la sociedad actual. Como marxista creo en la dialéctica histórica, pero huyendo de una interpretación mecánica de las leyes extraídas del proceso de los siglos. Esa flexibilidad hace que conceda una importancia sustancial a las sobrestructuras culturales y políticas, por ejemplo la cortesía, que han ido añadiendo perfiles sociológicos a esas leyes marxianas, algunas veces de modo incorrecto. Antonio Gramsci dedicó a este asunto páginas inolvidables. De ellas extraigo estas pocas líneas en que subraya «la conducta errónea de reducir una concepción del mundo a un formulario mecánico que da la impresión de tener toda la historia en el bolsillo». En ese capítulo de sobrestructuras es donde sitúo la práctica de la sensibilidad, que afecta tanto a la relación interpersonal como al proceder de las instituciones. Quizá podríamos hablar de la sensibilidad como un modo de protojusticia.

Posiblemente la carencia de sensibilidad en su lenguaje político, en sus procedimientos sociales y en sus deshumanizadas concepciones económicas es lo que denuncie con más fuerza ante la historia al sistema neoliberal. Ese neoliberalismo, nombre aceptable que quiere darse al fascismo omnipresente, emplea ante todo un lenguaje ácido, una lógica indecente y una coacción permanente cuyo epicentro se encuentra en la concepción policial de la seguridad. Desde esa forma de expresarse resulta ya inicialmente imposible toda comunicación que facilite, aunque sea dificultosamente, un canal de sucesión medianamente pacífica en el poder. Ahora mismo, en Venezuela, el lenguaje escandaloso que emplea la oposición derrotada en las urnas avanza un futuro en el que no cabe descartar una defensa frontal de las masas respecto a los sensibles beneficios logrados por el chavismo. Sucedió algo parecido en la II República española, en la que el lenguaje despreciativo y amenazador de los Gil Robles, Calvo Sotelo, Primo de Rivera y Goicoechea, bendecido por una Iglesia beligerante, llevó a la insurrección defensiva de Asturias. Todo esto deberían saberlo los Sres. Basagoiti y Anasagasti, tan próximos en algunas cosas básicas.

El lenguaje es un producto poderoso porque traduce concepciones distintivas que se encarnan en un colectivo al que hay que acercarse con delicadeza. Los lingüistas han establecido el mecanismo de tránsito desde las concepciones a las palabras, pero el efecto contrario, poco estudiado aún, hace que las palabras, mediante una imposición lingüística ajena, regresen al mundo de las concepciones pretendiendo prostituirlas. De ahí brota el discurso desquiciado que destruye el diálogo en Euskadi.

Si se aspira a la paz hay que usar la sensibilidad como clave de las reivindicaciones. Lo que ofende a la sensibilidad no puede ser ley. La sensibilidad es superior a la imposición legal. Es más, una correcta legalidad debe nacer del alma sensible del colectivo. En este caso hablamos del conflicto entre España y Euskal Herria.

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