La traición de la transición cincuenta años después
Esther Palomera en eldiario.es hace bien en señalar las diferencias entre otros países occidentales que dejaron atrás nefandas dictaduras militares y el nuestro. Aunque, incluso, en aquellos países como Grecia, Italia, Alemania o Portugal, la ultraderecha ya ha tocado el poder ejecutivo antes que en el nuestro, en esos países, por muchas dudas y reticencias que algunos de sus representantes quisieran manifestar, las celebraciones por las caídas de los dictadores y sus regímenes fueron unánimes y de un único signo.
¿Cuál es la diferencia, pues, con el nuestro? Solo hay una, y siento el complejo del personaje del muchacho cuando señala que el emperador está desnudo en el cuento «El traje del emperador». Se llama monarquía.
De hecho, en ninguna de aquellas democracias occidentales, que repúblicas son (como lo era el nuestro hasta el golpe del estado de 1936), existe rémora alguna con los dictadores. En el nuestro tuvimos durante cuarenta años a un jefe del Estado impuesto por el dictador y amigo personal del dictador. La realidad a veces no la queremos ver, por más que se trate de un enorme elefante delante de nuestros ojos. Por más que el PSOE, cuyo éxito político de medio siglo, cargado, como el PP, de una continua serie de favores de intercambios con la Casa Real para esconder su corrupción estructural (la de esta y la de aquellos), se coloque siempre en esa posición ambigua condescendiente. Sobre estas acusaciones, que pesan como losa para que me publiquen esta opinión, aclaro que no se trata de opiniones: Rebeca Quintans la ha documentado abundantemente desde 1982 y hasta la caída de la gracia ante la Casa Real en 1989. Me curo en salud: no hay en este artículo ni una sola alusión indemostrable, por muy incómoda que resulte.
Lope de Vega llamaba a su Juana «Juanilla», igual que la mayor parte de España, «pudiendo casta, se llamó Castilla». A nuestra imperfecta democracia quizás podamos llamarla «democratiquilla»: en ella miles de fosas comunes de campos del horror como el del Mathausen se siguen manteniendo ocultas. Y quienes aludían al necesario olvido (los verdugos, y sus hijos y nietos ahora) son los primeros que siguen sin olvidar, dados sus homenajes. La doble moral: que olviden las víctimas, solo ellas. Por eso seguimos siendo, según la ONU, la única democracia del mundo que nunca puso en marcha juicios por la verdad contra los criminales del régimen. Ni Camboya ni Guatemala se atrevieron a tanto. España es la única. Tampoco es opinión mía: reitero, lo dice la ONU.
El jefe del Estado fue el rey decidido por Franco y, por ese mismo motivo, el jefe de las fuerzas armadas. Todo en perfecta consonancia. La monarquía en España es una herencia incuestionable del franquismo. A su amparo se acogió la impunidad de grandes criminales del franquismo, de políticos falangistas (Suárez lo era, por ejemplo, y no es ni mucho menos el peor de los casos). Felipe VI no sería rey si en 1936 no hubiera habido un golpe de Estado franquista contra la república democrática constituida. ¿Alguien puede afirmar, sin faltar a la más pura verdad, lo contrario?
Por eso Felipe VI no acude a los actos de la conmemoración de la restitución de las libertades cincuenta años después. En presencia de su padre, no estaba autorizado hablar mal del dictador. Su sucesor es, cuando menos, más elegante: simplemente no acude. Todo es muy coherente, menos lo políticamente correcto: no se muerde la mano de quien te da de comer.
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