Las pelotas del ministro
En su denuncia las contradictorias versiones de la actuación de la Guardia Civil contra los inmigrantes intentaron llegar a Ceuta, Alvarez-Solís se refiere a la justificación de esa actuación en una supuesta violencia de quienes intentaban llegar a nado a la costa y rememora las enseñanzas de su padre, quien, «siempre se reprochaba haber confiado en la prédica católica de obispos y millonarios para alcanzar una sociedad más justa».
Cuando repaso la historia de la Guardia Civil en lo que se refiere a sus intervenciones para el sostenimiento del llamado orden público, la dureza extrema que emplea ese cuerpo suele ser la nota más sobresaliente de sus acciones. Tengo la sospecha, a la vista de esa repetida característica, de que existe en el funcionamiento de esa fuerza, tan temida en tantos lugares, una autonomía muy acusada respecto a la esfera política a la que en teoría debiera estar férreamente subordinada. Llegue quien llegue al poder la Guardia Civil siempre procede de la misma forma. Yo no conozco las órdenes concretas que el Ministerio del Interior habrá dado para el comportamiento de sus guardias en una zona tan delicada como es la frontera de Ceuta y Melilla, pero me sorprende que el delegado del Gobierno en Ceuta haya negado el empleo de una munición sumamente peligrosa contra los inmigrantes que nadaban hacia tierra de soberanía española en tanto que el ministro reconoce que esas famosas pelotas de goma, cuya letalidad es evidente, fueron efectivamente empleadas. ¡Pero cómo puede darse una situación tan contradictoria cuando estamos ante el resultado de catorce muertos! ¿Quién controla esa fuerza policial? ¿Es que estaba en misa el Sr. Fernández Díaz cuando un delegado del Gobierno comprometía nada menos que al Estado español en una acción detestable que podría revestir –y a mi juicio reviste– rasgos de criminalidad? ¿O se dio simplemente una orden de contención –por ejemplo interferir con embarcaciones, acordonar la playa– y los mandos de la Guardia Civil cumplieron esa orden como suelen, del modo más radical, en el marco de una reprobable autonomía de acción que ha atentado a los más elementales derechos humanos? Si ha sido así, puede hablarse de crimen según los acuerdos internacionales.
Sr. Fernández Díaz, de acuerdo con la teoría de la responsabilidad en cualquier cadena de mando, militar o civil, quien debe responder de esas muertes es usted. Y luego descender en la atribución de responsabilidades cadena abajo. Me entristece que estas reflexiones tan simples sean contradichas por muchos españoles, entre ellos el delegado del Gobierno en Ceuta, que ahora hablan de la agresividad de los inmigrantes que buscaban un mínimo sitio al sol. Por lo visto gentes subsaharianas a las que nuestro mundo ha privado de todo tienen que manejar con finura y prudencia el derecho internacional y las convenciones sociales a la hora de comer. No entienden de leyes los tales. Incluso ni saben leer. Y el Gobierno español y la Guardia Civil, sí. Porque la cuestión es esa, al parecer.
Una situación como esta abochorna a la conciencia honrada. Y este bochorno adquiere dimensiones muy profundas al escuchar las elementales declaraciones del Sr. Fernández Díaz cuando describía cómo a los inmigrantes acosados en el agua, y por tanto privados de una mínima defensa, se les desprendían los flotadores y se ahogaban, según parece, por usar tan primitivos medios de flotación. Pobres, hambrientos y además estúpidos. España, en la defensa de la frontera sur de Europa, no está dispuesta a que personas así quebranten su ya maltratado malvivir.
Lo que me sorprende siempre es que una serie muy amplia de escritores de emails en los periódicos del sistema aduzcan, como exculpación por esta infracción gravísima de los derechos humanos, que la primera potencia «democrática» del mundo aún opera con mayor dureza, como es el fuego real contra los inmigrantes o su rechazo hacia el mar a fin de abortar su llegada a tierra. Que el nivel moral de los comportamiento en Estados Unidos, al menos en gran parte de su sociedad, y desde luego en sus niveles de Gobierno, sirvan de referencia para establecer la frontera de lo ético estremece a quien aun escuche en su interior la voz de los valores que desde siempre han anidado en la profundidad humana, sean o no escuchados por sus portadores.
Hay algo que conviene subrayar en esta clase de juicios redomadamente perversos. Yo sé que una serie de inmigrantes pueden protagonizar actos criminales en los países que los acogen aunque sea con desprecio. Es decir, que cometen crimen. Pero me pregunto si, analizada la historia del medio en que han vivido, esos crímenes se llevan a cabo con el mismo nivel de responsabilidad que suponen idénticos delitos protagonizados por nosotros, occidentales criados en sociedades presuntamente desarrolladas. El método de igualar maliciosamente responsabilidades tiene mil antecedentes. Por ejemplo, cuando Franco y sus seguidores declararon la guerra a un país que buscaba formas más elevadas de vida que aquellas que le hicieron miserable durante siglos, se habló de inmediato de los crímenes en el campo republicano para justificar así las masacres del pueblo en la España fascista. Mi padre, que siempre se reprochaba haber confiado en la prédica católica de obispos y millonarios para alcanzar una sociedad más justa, solamente acertaba a decirme como un lamento profundo: «Condeno esos crímenes del campo republicano, pero que los cometamos nosotros…». Mi padre me explicó entonces que no tenían el mismo origen la exhibida y proclamada maldad de los oprimidos por siglos –y eso cuando hicieran uso de su vieja ira acumulada– que la perversidad numerosa de los que durante esos siglos habían torturado de mil maneras a los que ahora resistían, desasistidos por todo el mundo ilustre, la vesania moral, política y material de la agresión franquista. En una buena justicia deben ser consideradas siempre y en toda circunstancia las causas y origen del delito y la personalidad del delincuente. Si no se hace así, la justicia es pura represión.
Sr. ministro, usted seguirá arrellanado en su sillón ilustre y al delegado del Gobierno podría suceder otro clonado delegado, pero todo esto supondría una escándalo colosal para una España a la que usted y tantos como usted atribuyen la defensa de la frontera sur de Europa. Pero la defensa ¿contra quién? ¿Contra los que buscan el pan mojado? Por mucho que hagan contra esos inmigrantes seguirán llegando a nuestras costas desde las áridas tierras africanas que se lo niegan todo, en gran parte porque esas tierras son arenas doblemente esquilmadas por nosotros, occidentales, blancos e ilustrados. ¿Ilustrados? Pues parece que sí, sobre todo si tenemos en cuenta que somos nosotros mismos los que nos hemos puntuado en ese máster tan sospechoso.
Debo aprovechar esta ocasión, señor ministro, ya que sé de su piedad parroquial, para imaginar en la próxima semana santa la adoración procesional de esos católicos que revestidos de galas exhibirán su oración por aquellos seres humanos a quien se impide que pisen el modesto prado en que nosotros celebramos la fiesta de la fraternidad, que es fiesta de guardar, al parecer. Y ante ese espectáculo coronado por mantillas espléndidas y rataplanes marciales me pregunto por quién llorará realmente la Virgen de la Amargura. Cínicos católicos hechos de catecismo urbano y liturgias autocomplacientes.
Y seguirán muriendo los subsaharianos. Y seguirán intentado la vida, porque la vida es el único argumento de sí misma. Frente a tanto desastre y cerrazón para conseguir la paz, que no es cosa de militares, sino simplemente de justicia social ¿cabe la esperanza de otro mundo? Yo creo que sí. Firmemente. Un gran teólogo reprimido por la Iglesia, Hans Küng, decía que la esperanza, asumida con la grandeza de traducirla a la historia, es la única prueba de que Dios existe. Un Dios seguido como hombre en las magníficas estampas evangélicas, sin vírgenes de lágrima pintada. Pero Dios no habla. Nos ha cedido la palabra, señor ministro, ¿la oye usted?