Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

Lo provisional

Los seres humanos tendemos a intentar buscar certezas, a amarrarnos a las seguridades que nos permitan sentirnos un poco menos provisionales. Todos los intentos serán baldíos, a menos que se viva a dos palmos de la tierra. La única certeza es que todo es provisional. Hay quien vive de espaldas a la fragilidad de lo humano, como si no les fuera a afectar aquello que hacemos, como si cada acto personal se situara al margen de lo social. Hay quien cree que sobrevivirá sin cuidar lo humano. Al poder se le presupone ajeno a las necesidades. Nada más lejos de la realidad, oprimir es condición de necesidad del opresor.

Hay quien busca amores incondicionales, en propiedad, creyendo que esa entrega será sinónimo de seguridad. Muchas mujeres se entregan al amor, al cuidado de lo ajeno no solo emocional, sino también físico, y sienten el peso de lo que es arrastrar más vidas que la propia para después interrogarse acerca de cómo es posible haber invertido tanto y obtener tan poco rédito.

El amor de las mujeres hacia los otros forma parte de su incondicionalidad genérica, de su naturaleza, así que no requiere de recompensa. Sin embargo, el amor no es ilimitado, ni es consustancial a las mujeres. Depende del tiempo, de las energías, de la corresponsabilidad de los y las demás. Hay que decidir bien dónde se invierten los afectos. Cuando invertimos mucho en una relación es en detrimento de otras y, a veces, de una misma. Tampoco se trata de llevar un contador a cada cita, aunque sí estaría bien revisar, de vez en cuando, cómo son nuestras relaciones afectivas. Por eso, cuando desde sectores modernos nos invitan a buscar la solución en el amor, algunas feministas nos ponemos en guardia porque querer ya hemos querido lo indecible. Ahora toca que nos quieran bien y eso no depende solo de nosotras, de ahí lo imposible de descansar todo tu bienestar en función de los vínculos. Unos vínculos que, además, requieren de pactos porque, sin ellos, la desigualdad está garantizada.

Solemos achacar nuestros avatares relacionales a que la vida es imprevisible, con una suerte de azar, de karma, de destino determinado, con un poder ajeno a nuestra voluntad y hacer o, si se quiere, de armonía preestablecida (Leibniz). Nada que podamos emprender para variar un orden natural/divino ya dictado.

El trabajo por los derechos humanos no se escapa a dicha visión de inevitabilidad/evolución natural. Muchas personas piensan que no requieren de seguimiento, negociación y trabajo colectivo. Las feministas sabemos bien que los derechos, y los derechos de las mujeres aún más, pueden ser lesionados continuamente. En un momento como el actual, de sólida conciencia feminista, acerca de que el lugar asignado patriarcalmente para las mujeres es insoportable, se necesita de la construcción de un simbólico patriarcal resistente que impregne las subjetividades de manera ineludible. Así, resurgen viejos discursos sobre los mandatos de género, pero ya no se permite que sea tan restrictivos. Como señala C. Amorós, las mujeres nos situamos en la encrucijada moderna entre ser «proveedoras precarizadas y cuidadoras culpabilizadas». Sabemos del incremento de la feminización de la pobreza y de cómo opera coercitivamente la culpa en las mujeres. Pobreza y culpa son dos elementos identitarios. El primero nos lleva a la exclusión y el segundo actúa para doblegar la vindicación de la autoafirmación y mantener el «rol del afecto», del ser para el otro, intacto. Desde luego, no tienen la misma repercusión, ni su solución pasa por los mismos lugares, pero, sin lugar a dudas, están entrelazados para el sostén del orden social. Entonces, ¿son estas las cuestiones sobre las que se está fraguando el rearme patriarcal? Lo señalado es significativo, pero insuficiente. Si no podemos identificar cuáles son los elementos en torno a los que se sitúan la desigualdad y todo es un gran quilombo que nos afecta por igual y nos envuelve sin distinción, el sistema de opresión no existe. Seguramente, dos de las presiones más visibles son la mercantilización, sexual y reproductiva, a nivel global de los cuerpos de las mujeres y, la segunda, los mandatos de cuidados, aunque ambas vuelven a estar ligadas a la exclusión, a la culpa y la naturaleza femenina. A la vez, podríamos interrogarnos acerca de si las políticas públicas actuales están atendiendo esas cuestiones, más allá de apropiarse del marketing para producir en cada efeméride una balconada de visibilización institucional. Lo simbólico es necesario, pero, claro, si no adquiere la dimensión telúrica, no tiene sentido.

Nuestra agenda feminista debería responder a las cuestiones colectivas que transforman, más allá de mejorar vidas individuales. Sin organización institucional, sin recursos económicos y sin transversalidad, las políticas públicas a favor de la igualdad se desmantelan sin hacer ruido. Posiblemente sea difícil revertir la sensibilidad feminista, pero la jugada de la derecha pasa por utilizar la máscara de la modernidad. La ultraderecha, en Valencia, se hace con el eslogan de «solo el pueblo salva al pueblo», consciente de la recompensa que obtienen de la falta de estructura institucional. Siempre han estado interesados en desmantelar lo público porque la carencia de estructura beneficia su proyecto político y crea las condiciones para implantar lo simbólico de la jerarquía de género como destino natural. Me parece que uno de los mayores peligros para la humanidad es tener gobernantes que se sientan invulnerables o, su reverso, que tengan miedo a la vulnerabilidad. Unos por soberbia, otros por reactividad, nos pueden conducir en un segundo al desastre mundial y, en lento paso, a un pasado que pensamos que no volvería.

Quizás lo único provisional y, a la vez, previsible, sea lo humano. Los sistemas de opresión, liderados por élites concretas, se rearman una y otra vez para situarnos en lugares de destrucción y alteridad. Para quienes nos posicionamos desde una propuesta de imposibilidad hacía el modelo neoliberal y patriarcal la única certeza es que no podemos resignarnos.

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