Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Los adanes

El otro día, en un plató nocturno de TVE, Xabier Fortes le preguntaba a Baltasar Garzón si existe eso que llaman «lawfare». Dicho en cristiano, el periodista gallego quería saber si se está librando alguna clase de guerra jurídica, si hay un deliberado acoso judicial al adversario, si abundan los jueces comprados, si se han utilizado los estamentos de la Justicia con fines bastardos. Los trapicheos fiscales del compañero de Isabel Díaz Ayuso han reavivado la polémica. Y es que los togados españoles, ya se sabe, andan otra vez bajo sospecha desde que el Tribunal Supremo imputó al fiscal general del Estado tal y como había anunciado Miguel Ángel Rodríguez.

A la pregunta de Fortes, Garzón respondía que sí, por descontado, hay lawfare y basta echar un vistazo al procés para detectar una intervención espuria de la Justicia. Mirad el estropicio que dejó el difunto José Manuel Maza, antiguo fiscal general, que plantó con sus propias manos una denuncia por rebelión, sedición y malversación contra Puigdemont y Forcadell. Pero no vayamos a pensar que Garzón se ha subido al carro oportunista del progreso y canta ahora las verdades que antes callaba. Ni hablar. El ex magistrado jura que ya se expresaba en esos términos en 2017. «Fui el primero que lo dijo y lo mantengo hasta ahora».

Leo que el vocablo «lawfare» nació a finales del siglo pasado pero hubo que esperar hasta 2001 para que cogiera vuelo. Fue entonces cuando el militar Charles J. Dunlap denunció el uso de la ley como arma de guerra. En efecto, el neologismo surge del afortunado encuentro entre las palabras law (ley) y warfare (guerra). Dunlap lamenta que Estados Unidos y la OTAN tengan las manos atadas ante los exquisitos obstáculos legales de las cortes internacionales. Después, con los años, empezamos a hablar de lawfare para definir una oscura trama de intereses que operó casi al unísono contra diferentes dirigentes de América Latina.

Pero en la metrópoli, en la capital milenaria del imperio, el exmagistrado Garzón fue el primero que se coscó. Estamos sin ninguna duda ante un ilustre dignatario dotado de ojo clínico y una audaz clarividencia. Todo un pionero que en plenas fiebres catalanas, cuando nadie se enteraba de la misa la mitad, salió a la palestra pública a poner los puntos sobre las íes. Aquello de Puigdemont era un lawfare de manual. Por si no fuera bastante, Garzón ha amplificado la denuncia allí donde han tenido a bien invitarlo. Ha dicho que el lawfare subvierte el sistema democrático. Que el derecho deja de ser derecho cuando nos desampara.

Entonces me da por desempolvar las hemerotecas y encuentro los periódicos de 2001, el año en que Dunlap se lamentaba del lawfare, el año en que los atentados del 11-S sirvieron para justificar la llamada «Guerra contra el terror» y suministraron gasolina argumental a los padrinos de todas las inquisiciones. Durante un acto en el Club Siglo XXI de Madrid, acompañado de Edurne Uriarte y Ángel Acebes, Garzón dictó prematura sentencia contra la sociedad civil vasca: «no existe entorno de ETA, sino que todo es ETA». Acebes, que aún no mamaba de la teta de Iberdrola ni se había entrampado en la mentira del 11-M, manifestó su acuerdo con el jurista.

Se podría objetar que aquella declaración nunca tuvo mayores propósitos, pero detrás de cada palabra había todo un programa ideológico. No siempre sabemos quién prende las hogueras que van a convertirse en incendio. Sí sabemos, en cambio, todo lo que vino después: las ilegalizaciones en cascada, el 18/98, el cierre de "Egunkaria", Bateragune, la reforma del Código Penal, el caso Altsasu, el encubrimiento de las torturas, la sombra interminable de las leyes de excepción. Hasta ayer mismo, el doble cómputo de condenas era interpretado como un signo de normalidad penitenciaria y no como un extemporáneo episodio de lawfare.

Me gusta el mito de Adán y Eva porque nos concede la licencia de imaginar que inauguramos el universo. Leo los primeros compases del Génesis con una comezón de envidia, pues añoro la inocencia del recién llegado al mundo, su inquieta curiosidad, el privilegio de sentirse un irrepetible copo de nieve. Pero llevamos en el pecado la penitencia. Sabemos que Adán va a ser víctima de su propia vanidad y va a terminar deportado del paraíso. Desde entonces no puede haber más adanes. Todos los sucesores, aquellos que vengan después, quedan ya atados para siempre al destino del primer ser humano. Quien desconoce su propio pasado vive sentenciado a repetir los pecados originales.

Llamamos «adanismo» al vicio de emprender un camino como si nadie lo hubiera recorrido nunca antes. El adanista imparte lecciones a quien no las necesita y cree que toda experiencia previa es poco menos que una batallita de abuelos. Algunos viejos activistas de Madrid me contaban que el 15-M había despertado nuevas conciencias pero había traído también consigo ciertas conductas insolentes. Había personas que ingresaban por primera vez en la militancia e impugnaban con soberbia la trayectoria de aquellos que llevaban varias décadas doblando el lomo. Supongo que en Euskal Herria tampoco somos ajenos a esas ligerezas.

Al joven y al primerizo le perdonamos todo. Sabemos que el tiempo pondrá las cosas en su sitio porque un día todos entendemos que la vida no es un esprint sino una sucesión de maratones. El problema es que hay adanistas que son ya zorros viejos. Y claro, no cuela. Es legítimo evolucionar pero no conviene abusar del reciclaje. Hay y hubo lawfare antes de Ayuso, antes del procés y mucho antes de aquel 2001 en que todos fuimos ETA. Hay gente que pudo haber hecho justicia pero eligió librar su propia guerra. Era lawfare, pero lo llamaron razón de Estado. Aún nos acordamos aunque quieran esconder sus víctimas debajo de las alfombras gubernamentales.

Bilatu