Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Los fabricantes de terroristas

«Snowden y Assage han abierto otra ventana para valorar qué es el terrorismo y quiénes lo protagonizan», afirma el autor que reconoce su contribución a «levantar las faldas al Sistema». Y añade que con esos datos liberados del secreto miserable se llega a conocer esa ley histórica que establece que todo imperio perece a consecuencia de su brutalidad y de su ira. Y ese saber, concluye, convoca a los pueblos a su liberación.

Entre las tensiones con que se abrieron los años 40 en Madrid figuraba la cotidiana entre Ramón Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores de Franco, y sir Samuel Hoare, embajador británico en España. Con una relativa frecuencia Serrano enviaba falangistas a la embajada, entre ellos chicos del Frente de Juventudes, para provocar incidentes con la pérfida Albión, a la que se reclamaba tozudamente Gibraltar. En una de las ocasiones, los titulares de la «esperanza del mañana», como se denominaba a los «flechas» del Movimiento, se excedieron en sus protestas, que Serrano calificaba de espontáneas, y apedrearon varios coches del servicio diplomático inglés. Serrano aprovechó la ocasión para lucirse como político liberal y telefoneó a Sir Samuel Hoare para preguntarle si necesitaba que le enviase fuerzas protectoras de la policía armada. El vizconde de Templewood contestó a Serrano, con una voz muy cordial, que le parecía más eficaz que no le enviase niños.


Releía precisamente las memorias de Hoare cuando aconteció la fuga del Sr. Snowden tras destapar una nueva información sobre el espionaje y agresiones físicas de los servicios secretos estadounidenses en todo el mundo, ya que es agresión, por ejemplo, entrar subrepticiamente en la intimidad de los demás. Rápidamente el secretario de Estado de Obama procedió a jurar ante la opinión pública mundial, a fin de restablecer su confianza frente al terrorismo –ya que la protección del mundo consiste al parecer en una buena seguridad americana–, que capturarían a cualquier precio a este perjuro funcionario de la Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos.


Yo recordé al embajador Hoare al leer las primeras noticias sobre Snowden y el amparo norteamericano. Y llegué a la misma conclusión que el diplomático inglés: que a mi me preocupan menos los presuntos terroristas que los agentes de los múltiples servicios secretos de Estados Unidos. Digo esto porque parece evidente que sin la constante acción armada de Norteamérica en el planeta disminuiría drásticamente el terrorismo, que no es, en un noventa por ciento, otra cosa que una inevitable respuesta al imperialismo de Washington. La doctrina del «we can», extendida en tantas direcciones, es una inmensa inducción al terrorismo, incluído el ámbito interior norteamericano. Merced a ese inducido terrorismo los inciviles intereses americanos, tanto económicos como políticos, se convierten en un bien universalmente protegible a juicio de muchos ciudadanos que lo costean irracionalmente con una destructiva renuncia a su libertad. Así es que la libertad en el mismo interior de Estados Unidos se ha convertido en una anárquica práctica de barriada.


El concepto americano de «protección» trata de destruir cualquier voluntad ética que aspire a su propia realización. La protección americana actúa como una proyección de sombra sobre los restantes pueblos del planeta. Es una protección globalizadora que supera y desbarata el escenario moral de las demás soberanías, a las que elimina so pretexto de una «defensa» participada que justifica todas las acciones invasivas que han ejercido y ejercen los ejércitos o servicios secretos norteamericanos.


Hace poco Koldo Campos hacía en GARA una contundente relación de los quebrantamientos de la paz que Washington ha protagonizado desde finales del siglo XIX en nombre de su política de «defensa» universal preventiva. La lista resulta inicua: antes de finalizar el siglo XIX Estados Unidos había invadido Nicaragua, China, Corea, Panamá, Filipinas, Cuba, Puerto Rico, Guam y Samoa. Ya en el siglo XX las fuerzas americanas habían invadido, también en «defensa» propia, Honduras, Nicaragua, de nuevo Corea, China, México, Haití, República Dominicana, Honduras, Yugoslavia, Turquía, El Salvador, Filipinas, Puerto Rico, otra vez Corea, Irán, Guatemala, Líbano, Cuba, Vietnam, Indonesia, Camboya, Omán, Laos, Angola, Grenada, Panamá, Irak, Haití, Zaire, Sudán. En este siglo ahí están Afganistán, Irak…


Y bien ¿cuánto odio ha generado esta destrucción oprobiosa de vidas y países? ¿Cuánto odio han engendrado y engendran esos destacamentos de los servicios secretos de EEUU en los países a los que impiden una mínima soberanía o arruinan sus intentos de una democracia progresista, como sucede aún en Latinoamérica? ¿Calculamos las muertes? ¿Hacemos balance de las riquezas expoliadas? ¿Repasamos la férrea disciplina sobre universidades, medios de comunicación, finanzas…? ¿Recontamos las sinuosas maniobras para enfrentar en guerras internas a muchas sociedades? Quizá hacer esta contabilidad múltiple y dramática sea posible con los papeles revelados por Assange, por Snowden, por quienes ya en la guerra fría fueron asesinados en nombre de la paz universal al levantar, como ahora se dice, las faldas del Sistema ¿Son traidores todos esos individuos?


No existen imperios decentes ni poderosos honestos. La ética se queda sin oxígeno cuando llega a las altas cumbres. La moral sólo madura en el hueco de la proximidad, en la política que vive en la calle, fuera de las instituciones que cada día están más lejos. Cuando reclamamos el derecho a lo cercano y la abolición de las grandes e insidiosas estructuras no hacemos otra cosa que regresar al hombre colectivo, no al generalizado. Nicolás Berdiaeff dice siguiendo a Lasalle que «los gobiernos no se sostienen sobre bases jurídicas sino sobre bases biológico-sociales» y advierte al respecto que «toda energía ha sido dirigida hacia fuera: tal ha sido la transición de la cultura a la civilización».


Estados Unidos representa a esa civilización construída de aparatos de poder y, por tanto, incapaz de democracia. Ha destruído cien culturas de identidades y compromiso moral. Toda libertad está acotada hoy por políticas secretas, tribunales secretos, justicias secretas, armas secretas… La libertad ha cedido al predominio «de la opinión sobre el saber». Y parece claro que para cultivar el saber hacen falta esos personajes que nos liberan de la cárcel interior. Necesitamos esos datos que nos protegen del pandemónium en que vivimos y nos permiten integrarnos en esos «procesos vitales que se declaran espontáneamente y no por trámites oficiales». Sigo con Berdiaeff, al que hay leer con mucho cuidado para no incurrir en exceso de pureza porque, como escribe el místico, «más huele a Dios la humildad flaca que la virtud soberbia».


El gran beneficio que aparejan estos sucesos, que suponen lealtad a la humanidad y no traición, es la clarificación de lo que entendemos por terrorismo. Parece evidente que la muerte violenta produce terror. Hasta ahí el asunto parece claro. Pero ¿de cuantas formas se puede dar muerte violenta? Muerte por hambre, por prácticas solemnizadas, por asfixia social, por negación de libertades públicas… ¿Y quiénes dan esa muerte? Snowden y Assange han abierto otra ventana para valorar qué es el terrorismo y quiénes lo protagonizan. Se va aclarando también que cuando hay libertad para «conseguirse», para «ser» uno mismo, la violencia se convierte en una contradicción insuperable y ese tipo de contradicciones se expurgan a sí mismas. También con esos datos liberados del secreto miserable, se llega a cono-cer esa ley histórica –su recurrencia la califica de ley– que establece que todo imperio perece a consecuencia de su brutalidad y de su ira. Y ese saber convoca a los pueblos a su liberación.

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