Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Los ritos

En estos días en los que el hecho religioso, al menos las manifestaciones violentas que lo acompañan, está ocupando el centro de los debates en las sociedades europeas, el veterano periodista se cuestiona sobre los ritos y rituales que acompañan a todas las religiones, también a la católica. Confiesa que a menudo se pregunta si lo religioso «no habría de ceder el paso a una teología del silencio o del recogimiento», una teología, en definitiva, «que cree un suelo humano apropiado para la justicia». El autor se muestra convencido de que «entre el deísmo y el ateísmo cabe un ancho espacio para edificar una verdadera fe religiosa, fundamentada en la elevación del ser humano a planos más luminosos».

Quizá lo que puebla de peligro las religiones –no se puede negar la sangre que han producido– sean los ritos como llamativa demostración externa de una fe o creencia que se convierte además en arma agresiva cuando la castigada existencia de esos creyentes no es mejorada mediante acciones políticas o sociológicas.

Se habla mucho de la necesaria integración cultural y económica de las minorías inmigrantes, pero el hecho es que esa integración no se produce materialmente al considerar a ciertos creyentes como ciudadanos sobrevenidos de segunda clase. El musulmán, ya que pulsamos ahora esa tecla, únicamente es apreciado en Occidente cuando es rico y poderoso. Los otros musulmanes viven entre nosotros de la caridad ideológica y de un trabajo explotado. En consecuencia, la exhibición religiosa es el poder que queda a esos miniciudadanos socialmente débiles que ven la violencia religiosa como único camino para expresar su existencia, así como para clamar por la situación en que se hallan. Mediante el rito la fe, que debe ser una convicción íntima de carácter trascendente y ennoblecedor, adquiere un preocupante y muchas veces agresivo perfil de territorialidad y tiende a la mixtura con poderes torcidos y elementales, pero perfectamente explicables. El rito –una procesión, una oración masiva y pública, una asamblea para reiterar o subrayar posturas en el campo de la moral o de las costumbres…– cobra una espacialidad que en cierto modo resulta provocativa al contener una inevitable afirmación excluyente frente a otros ritos o manifestaciones rituales. Cuando una religión ocupa el espacio público con sus manifestaciones en pro o en contra de algo socialmente relevante, cosa que en Occidente es habitual en diversas formas por mucho que se diga lo contrario, como el envío de sus ejércitos en nombre de Dios, está apropiándose unilateralmente de un ámbito común de la sociedad, que debería ser plural, y provoca con ello un conflicto de larga onda. El recurso público al «cielo» agrede o es agredido. En cualquier caso genera una violencia áspera y sangrienta.


Conviene, al llegar a este punto, establecer una diferencia entre rito y liturgia. La liturgia expresa simplemente el orden con que se reglamentan las ceremonias internas de una religión determinada. Sobre todo, la liturgia es la economía de la oración. Por el contrario, el ritualismo constituye un conjunto de acciones con la intención de afirmar externamente lo propio y negar lo ajeno. En la época en que vivimos el ritualismo está plagado de una tensión diferencial que degrada no solamente los comportamientos religiosos, sino culturales, económicos y sociales. Ante ello habría que fomentar un serio laicismo cívico –con un reforzado cultivo de los derechos humanos que dimanan de la razón suficiente– que evitase la contaminación degradante de lo religioso o espiritual, cuya expresión cultural debería reservarse a ámbitos personales o familiares de acuerdo con la concepción que se tenga del ser humano y de sus ultimidades. Desde esos ámbitos el ser social ha de proyectar sobre la colectividad sus convicciones personales acerca de lo que haya de ser la vida humana –compartidas, normalmente, en el seno de una iglesia como marco de cohesión colectiva. El hombre como hombre es históricamente un ser religioso; el hombre como ciudadano es un ser moral. La imbricación de ambas calidades constituye una de las tareas más complejas y delicadas que cabe imaginar, porque de esa compleja imbricación depende algo tan delicado como la paz, la igualdad y la libertad.


Muchas veces he pensado si lo religioso, concebido según la rígida teología dogmática, no habría de ceder el paso a una teología del silencio o del recogimiento, herramienta para una mejora íntima del individuo que busca un encuentro simplemente moral con el prójimo. Una teología que cree un suelo humano apropiado para la justicia. Entre el deísmo y el ateísmo, dos fenómenos alimentados siempre por las crisis profundas, cabe un ancho espacio para edificar una verdadera fe religiosa o, lo que es lo mismo, fundamentada en la elevación del ser humano a planos más luminosos.

Todo ser religioso tiene la certeza de que Dios le habla, pero su problema es que escucha mal. Si Dios crea, al menos esa es la base de las tres grandes religiones monoteístas, es difícil sostener sobre tal creencia cualquier acción destructora. La razón humana ha de aplicarse insoslayablemente sobre cualquier tipo de fe a fin de justificarla. El hombre no puede ir nunca más allá del hombre como depositario de valores inteligibles. Y la violencia, sea como sea –social, económica o cultural–, pretende envilecer al hombre, someterle al miedo, esa inicua sensación que decapita la libre expresión. Un sistema que mantiene el hambre y el padecimiento en pueblos enteros, que actúa desde la cúspide de su poder con desprecio del individuo y de su cultura colectiva, que trata de convertir en orden la injusticia social o que maneja la libertad con escarnio de ideas o creencias es radicalmente violento, engendra crimen. Siempre recuerdo, ante esa realidad cínica de la violencia practicada como orden, el principio de moral jurídica de que quien es causa de la causa es causa del mal causado.


Me parece hipócrita que tras los terribles y estremecedores acontecimientos de París los líderes occidentales hablen como defensores de la democracia y de los principios que estableció la Ilustración y consagró la Revolución Francesa. Si se hubieran referido a la necesidad de ampliar la defensa ante una agresión a la sociedad que dicen representar, su credibilidad no tendría discusión. La defensa material es un valor de facto que no necesita tantos falsarios cánticos celestiales para ser ejercido. Como dijo Lenin a Gorki, que se quejaba de excesos que acontecían en la Revolución del 17, «cuando dos seres combaten a muerte por su sobrevivencia es muy difícil determinar quién comete excesos». Pero recurrir al desnudo y tantas veces prostituido pecho de Mariana –con su libertad, su igualdad y su fraternidad– para obviar cínicamente la destrucción masiva del Medio Oriente musulmán, en que reinaba una determinada paz, me parece un rito que desafía a la razón más elemental.

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