Más luz
El contenido de ese improbable consenso depende de la correlación de fuerzas a la que se ha llegado tras el bloqueo del proceso de polarización soberanista. Y es preciso reconocer que esa correlación no parece, hoy por hoy, suficiente
«Más luz», pedía Goethe en su lecho de muerte. Claridad ilustrada. En un momento en el que Europa se adentra nuevamente en la oscuridad bélica, y ahora que los sectores adiposos de nuestros partidos sistémicos ponderan la vía canadiense y la izquierda regeneracionista nos recuerda que ya ella habló de «ley de claridad», quizás conviene arrojar luz sobre algunos de sus extremos, no sea que, en un giro perverso del destino, lo que viene a aclarar el itinerario a seguir para la gestión democrática de los conflictos de soberanía acabe siendo una nueva engañifa. Una oscura claridad.
La ley de claridad canadiense
En primer lugar, veamos cuál es la genealogía de la manida «ley de claridad» canadiense. La provincia de Quebec, con la tranquilidad que asiste a los que no entienden que los derechos estén sujetos a permiso, convocó en 1980 un referéndum en el que se preguntaba sobre el inicio de negociaciones para el acceso a la soberanía, manteniendo al tiempo una relación de asociación con el poder federal. El rechazo fue mucho más claro (60%) que la pregunta. Una pregunta de cinco líneas. No contento con el resultado, el soberanismo quebequés volvió a plantear una consulta de similar tenor en 1995. La pregunta era esta vez más breve –dos líneas–, pero distaba de ser clara: «¿Está usted de acuerdo en que Quebec debería convertirse en soberano después de haber hecho una oferta formal a Canadá para una nueva asociación económica y política en el ámbito de aplicación del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?». Convertirse en soberano después de ofrecer un acuerdo a Canadá sujetaba la decisión a una condición incierta. El resultado fue en este caso mucho más ajustado: el voto contrario superó al favorable por un punto porcentual.
Vista la evolución creciente del soberanismo quebequés, el gobierno de Ottawa, por medio del ministro Stéphane Dion, plantea en 1996 tres famosas preguntas a la Corte Suprema canadiense en torno a la legitimidad de la secesión unilateral de Quebec, la aplicabilidad del derecho de autodeterminación y la primacía normativa en caso de conflicto entre la legislación nacional e internacional. La Corte responde en 1998 afirmando que Quebec no tiene derecho a separarse unilateralmente en ejercicio del derecho de autodeterminación, pero en el supuesto de existir una voluntad clara por su parte, en respuesta a una pregunta clara aceptada por el parlamento federal, el gobierno canadiense estaría obligado a negociar. Finalmente, en tanto se llegare a una negociación exitosa, la Constitución canadiense seguiría vigente en Quebec. Como al parecer el debate político no acababa de cerrarse, y las interpretaciones de la opinión de la Corte divergían, el Parlamento de Canadá –no el quebequés–, aprueba en 2000 la denominada Ley de Claridad, con la transparente intención de dificultar el recorrido soberanista quebequés: El parlamento canadiense decidirá qué es una pregunta clara –la que plantee de forma indubitada e incondicional la independencia–, y una mayoría clara, abriendo paso a la exigencia de mayorías cualificadas. Además, la necesidad de dar voz a las minorías indígenas introducía un nuevo factor de dificultad. En respuesta a este planteamiento restrictivo, el Parlamento quebequés aprobó su propia Ley de Claridad a finales de ese mismo año 2000 (Ley 99), reivindicando su soberanía para poder establecer las condiciones de la decisión sin que nadie pudiera sustituir su voluntad. El folletín concluye, por el momento, con la decisión de la Corte Superior de Quebec en 2018, confirmando lo que establecía la ley 99, es decir, que «la claridad» no la puede imponer Canadá, y que la mayoría clara es la mitad más uno de los votos emitidos.
Visto lo visto, ¿Cuál es esa «vía canadiense» que está en boca de todos? ¿Cuál es la claridad válida? ¿La que establece Quebec o la que impondría, en su caso, el poder federal? Quedémonos con el principio básico: si la ciudadanía quebequesa opta en consulta por la secesión, Canadá estará obligada a negociar su materialización. Y nadie niega el derecho a celebrar dicha consulta, aunque sus condiciones no están claras a priori. Ya es mucho.
Referéndum soberanista escocés
Esta necesidad de apelar a un proceso negociador nos conduce al modelo de referéndum soberanista más reciente, el escocés. En este caso, el acuerdo político de Edimburgo (2012) entre el gobierno de Londres y el de Escocia precedió a la celebración del referéndum de 2014. Las condiciones de claridad –pregunta y mayoría–, se pactaron sin que preexistiera un marco jurídico habilitante, salvo la propia estructura política del Reino Unido –una monarquía de inspiración confederal–, y una larga tradición democrática. No obstante, lo que en ese momento fue una muestra de virtud, se ha convertido en motivo de incertidumbre. La inexistencia de una ley de claridad que otorgara seguridad jurídica a los acuerdos se convierte en un factor de inestabilidad en el mismo momento en el que el gobierno escocés plantea la posibilidad de un segundo referéndum. La negativa de los últimos gobiernos británicos a reeditar aquel acuerdo ha conducido a la judicialización de la demanda, de modo que en este momento las partes están a la espera de la opinión del poder judicial británico.
En este caso, quedémonos también con lo principal: si Escocia, vía referéndum o, como se plantea como alternativa, por medio de unas elecciones plebiscitarias, manifiesta su deseo de separarse del Reino Unido, las partes son conscientes de que se debería iniciar una negociación para materializar dicha decisión. No podría ser legítimamente impedida. Esto es también mucho, posiblemente más y mejor que la «vía canadiense».
No obstante, trasladados a nuestro entorno, y dadas las características de los sistemas continentales, para impedir un choque de «leyes de claridad» como el de Canadá, y superar la inseguridad jurídica de los acuerdos políticos coyunturales británicos, quizás sería conveniente partir de un acuerdo político de claridad que luego se convirtiera en ley pactada o concertada. En todo caso, no olvidemos que cualquier referencia a la «claridad» supone la previa aceptación por parte del Estado-matriz del derecho a decidir de la comunidad política subestatal. Y eso, en este país, es muchísimo.
Esta es la teoría. Ahora pasamos a la realidad y a las mínimas ventanas de oportunidad que se nos abren en Europa y el Estado español.
Derecho a decidir en Europa
En la cuestión del derecho a decidir Europa ni está, ni se le espera a corto plazo. La construcción de la fortaleza en el sur y el este a las órdenes del imperio yanqui se soporta sobre unos Estados disminuidos en su soberanía externa, pero poco dispuestos a cederla en el ámbito interno. La Commonwealth británica responde a otra lógica. Sin embargo, a medio plazo la estabilidad europea dependerá del reconocimiento del estatus político de los pueblos o naciones internos. Cualquier disturbio, civilizado sí, pero disturbio, en el ámbito doméstico europeo obligaría a ofrecer respuestas también civilizadas, como es el caso de un marco de claridad europeo. Bajo la coordinación de Eusko Ikaskuntza, varios expertos internacionales han elaborado un documento de bases que puede ser útil para debatir sobre dicho marco de claridad, y, pese al portazo en la Conferencia sobre el Futuro de Europa, el Caucus por la autodeterminación del Parlamento europeo trabaja ya en este escenario a medio plazo.
En el marco español, no faltaban perchas teóricas para ser algo más «anglosajón»: un Estado sedicentemente democrático y pseudo-federal, con un bloque de constitucionalidad que supuestamente blindaba la descentralización autonómica y una monarquía que hubiera podido apelar a su ser histórico confederal pre-borbónico en vez de guardar fidelidad a su restauración falangista, hubieran sido mimbres suficientes. Pero ninguna vía para acordar con España el derecho a decidir ha sido eficaz: ni la larga y cruenta vía político-militar (Argel/Loiola), ni la unilateral rupturista (Lizarra-Garazi), ni la vía reglada de Ibarretxe, ni la basada en la desobediencia institucional dialogante del soberanismo catalán. Hasta el momento, todas las propuestas han sido rechazadas, reprimidas o, simplemente, ignoradas.
Pero, ¿no tenemos hoy un gobierno de izquierdas con apoyos plurinacionales? ¿No habría que aprovechar la coyuntura para ensayar, al menos, la vía canadiense?
Calma, se dice por lo bajini. Todo llegará. En esta coyuntura en la que hasta el más estúpido es consciente de que lo que ocupa y preocupa es la economía, el gobierno de izquierdas solo puede aspirar a que la ciudadanía deje de escuchar a los medios, celebre las políticas sociales y permita reeditar la mayoría actual. Se dice que no se puede agitar ahora la cuestión territorial porque, si así fuera, en las próximas elecciones el «centro derecha» volvería con sus banderas victoriosas al paso alegre de su paz. La de los paredones.
Si tras este ejercicio de autocontención se lograra repetir la actual alianza gubernamental, podría abrirse por fin el melón territorial. Este escenario optimista –por ahora un mero ejercicio de wishful thinking–, es el que podría hacer realidad un acuerdo de claridad.
La actual coyuntura
Mientras tanto, en la coyuntura inmediata, la salida de Junts de la Generalitat puede ser un síntoma de la activación del mecanismo de flanco radical, primer paso para una muy hipotética reforma consensuada: las posiciones extremas de los que eran bandos opuestos en el eje de polarización soberanista/unionista se escinden y alejan de cualquier espacio central, al tiempo que los moderados en cada lado del eje de polarización mencionado –ERC, Podemos y PSOE–, empiezan a construir un espacio de consenso que pretende dar salida al bloqueo. Un mecanismo clásico en los procesos de reforma o transición política, como ya ocurrió en el infausto periodo 1976-78. Al parecer, el extremo soberanista está ya escindido. En el lado unionista, la derecha está entrampada en una lógica radical derivada de la cooperación competitiva necesaria con VOX, y la inestabilidad interna, con una Ayuso rampante que marca el paso al supuesto moderantismo de Feijóo. ¿Está ya escindido ese flanco radical? No está claro el asunto, aunque la partida está ya iniciada.
Evidentemente, aun con dicho mecanismo totalmente activado, el contenido de ese improbable consenso depende de la correlación de fuerzas a la que se ha llegado tras el bloqueo del proceso de polarización soberanista. Y es preciso reconocer que esa correlación no parece, hoy por hoy, suficiente para un acuerdo de claridad justo y operativo. El fin del ciclo de movilización catalán es la historia de una batalla perdida. Una derrota parcial, nunca definitiva, pero derrota al cabo. En octubre del 17 España mantuvo su unidad sin tener que echar mano de los planes que había elaborado el alto mando militar, en su inveterada «autonomía decisoria». Bastó con la policía y los jueces para dividir y desmovilizar relativamente al independentismo. Por todo ello, a priori no parece que sea este el mejor momento para y pasar a limpio la actual correlación de fuerzas y cerrar el ciclo democratizador «protesta-represión-negociación-acuerdo».
Si el objetivo sigue siendo la autodeterminación y no se ha activado otro conocido mecanismo, el de «la zorra y las uvas» o «es lo que hay-no queda otra», y ahora son suficientes el pacto fiscal y las selecciones deportivas, puede ser conveniente que el soberanismo retorne a los cuarteles de invierno y retome la bandera autodeterminista enarbolada al principio del ciclo movilizador. La propuesta de acuerdo de claridad es indudablemente la vuelta a una pantalla anterior, la de la Plataforma per el Dret a Decidir (PDD), la del Pacte Nacional pel Referèndum (PNR) presidido casualmente por el actual Conseller de Interior, Joan Ignasi Elena. Es también el motivo que impulsa el reciente “Acord per l'Amnistia i l'Autodeterminació”, o la necesidad de «(re)abrir un nuevo ciclo» que plantea Omnium cultural.
Sin embargo, el elefante español no ha abandonado la habitación. En el lado catalán, la relativa fractura entre independentistas y autodeterministas puede gestionarse como un mero reparto de papeles, pero en el lado español, aun en el supuesto de reedición del actual gobierno, es dudoso que la interlocución gubernamental represente al Estado en una cuestión tan nuclear como la soberanía nacional. Los poderes reales, que nunca han hecho ascos a actuar en minoría, hoy cuentan además con una ciudadanía cuya españolidad casposa ha sido realimentada sistemáticamente por los medios y navega a favor del viento trumpista global. Como se ha podido comprobar, pueden reprimir «democráticamente».
Supongo que todo esto habrá sido valorado por los actuales dirigentes catalanes. El elenco de politólogo y politólogas de guardia es tan amplio como excelente. Retomando el último artículo del politólogo y amigo Jaume López, la demanda de un acuerdo de claridad –no una «ley del embudo de claridad»–, tiene en esta coyuntura virtudes indiscutibles. Por un lado, refuerza la legitimidad del soberanismo, en tanto expresa la voluntad de una amplísima mayoría de una sociedad catalana que en el eje independentista se muestra dividida por mitades. En segundo lugar, en el caso de que ese acuerdo se produjera, el ejercicio del derecho a decidir gozaría de las imprescindibles garantías democráticas que aseguraran la estabilidad posterior. Y, finalmente, la repetición de la demanda seminal del proceso soberanista, además de ser la única salida racional y tener modelos plausibles en política comparada, concede una bandera legítima indubitada al soberanismo para iniciar ese nuevo ciclo de movilización que se antoja inevitable.
Ciertamente, si el mecanismo de flanco radical no funciona de forma adecuada –la derecha «moderada» se enroca–, y, como es previsible, la propuesta de claridad no llega a buen puerto, habrá que tener preparado el «plan B». Es decir, un nuevo ciclo de movilización que, aprendiendo de los errores y aciertos de la fase anterior, abra nuevas y mejores ventanas de oportunidad para el soberanismo. Por intentarlo que no quede. Espero que en esto y en lo que vendrá, Euskal Herria y Cataluña estemos, por una vez, juntas. El faro de la autodeterminación alumbra nuestro camino. Llum i llibertat.