José Félix Azurmendi
Periodista

Más vivos que nunca

El oblicuo Rubalcaba ha pasado al relato mediático español como el sagaz político que acabó con ETA. Sostenía él que la izquierda abertzale estaba incapacitada genéticamente para divorciarse de ETA. Antes que él, ya había defendido Gurutz Jauregi que ETA y HB eran dos organizaciones «mutua e intrínsecamente necesarias y complementarias, y al mismo tiempo, mutua e intrínsecamente contradictorias o antagónicas». Ello significaba, en su interpretación, que una no podía subsistir sin la otra, pero al mismo tiempo cada una de ellas llevaba el germen de destrucción de la otra, de forma prácticamente inevitable. Se hacía eco en “El País” José Luis Barbería (julio de 1984) de un sentir generalizado de que HB se disolvería como un terrón de azúcar en el agua el día en que desapareciera ETA (m). No eran los únicos que así pensaban: también en la dirigencia de la izquierda abertzale había quienes parecían compartir el diagnóstico.

Mayor Oreja tenía su versión, y la desarrolló en la tribuna de la Fundación Sabino Arana en junio de 1992: «La actual dirección de HB –dijo−, tal y como ha sido elegida, tratará por todos los medios de favorecer la regeneración parcial o total de ETA. Pero hoy, la actual dirección de HB necesita a ETA o incluso se puede afirmar que la actual dirección de HB, es ETA». Documentos internos de la izquierda abertzale defendían entonces, tal vez para levantar la moral de los suyos tras los golpes de 1992, que «sin ETA hoy no existiría ni izquierda abertzale ni posibilidad de alcanzar la soberanía nacional y social». Que ETA-m, tras apostar por un Frente Popular Independentista, fue decisiva en la fundación de Herri Batasuna parece tan evidente, como que ETA-pm lo fue en la de Euskadiko Ezkerra. Desaparecieron los polimilis, y lo que quedaba de EE y sus deudas terminaron en el PSOE. Se disolvió ETA, y la izquierda nacional vasca ha conformado un frente soberanista de izquierdas en el que confluyen todo lo que restaba de las familias que en ETA han sido, junto a izquierdas no sucursalistas, socialdemócratas abertzales y una representación importante de la sociedad progresista vasca de nuevo enrolamiento, que la desaparición de la lucha armada ha favorecido.

La operación que ha hecho posible el panorama actual se visibilizó, no sin extrañeza y críticas en el mundo de la izquierda abertzale, en la declaración de febrero de 2011 del Palacio Euskalduna, previamente anunciada en Iruñea de manera menos explícita. De la boca de Rufino Etxeberria Arbelaiz, Iñigo Iruin Sanz y Mikel Ansa Sáez, rodeados de muy reconocibles representantes de la izquierda abertzale de siempre y una expectativa de los medios de comunicación sin precedentes, se anunció «sin escapismos literarios», un paso de no retorno, una inflexión política y organizativa que implicaba «cumplir la Ley», toda vez que «la izquierda abertzale ha resuelto desarrollar su proyecto político por vías exclusivamente políticas y democráticas». «Sin marcha atrás posible», subrayaron, «la izquierda abertzale se opone al uso de la violencia, o la amenaza de su utilización, para el logro de objetivos políticos, y eso incluye la violencia de ETA, si la hubiera, en cualquiera de sus manifestaciones». Eso es lo que se dijo, y eso es lo que se está haciendo.

Transcurridos más de diez años de la desaparición de ETA y de la «inflexión» de la izquierda abertzale, la derecha española y sus derivaciones mediáticas parecen haber llegado a la conclusión escandalizada de que ETA «está más viva que nunca», porque los objetivos de aquella habrían sido los mismos que observan en EH Bildu. Daban por supuesto que la derrota de ETA debería suponer la de sus fines y, lejos de ello, dicen observar que su incidencia es mayor que nunca. Los más lúcidos ya alertaron muy pronto del riesgo de esta paz y lo teorizaron como «derrota del vencedor». Pero mucho antes ya había dicho el general Andrés Cassinello aquello de que prefería la guerra a la alternativa KAS, la guerra a la independencia de Euskadi.

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