Juan Ibarrondo
Escritor y activista pro derechos humanos

Memoria excluyente

Estos días hemos asistido a la concesión de la medalla de oro de Vitoria Gasteiz al Memorial de Víctimas del Terrorismo. Hemos sabido también que 15 asociaciones memorialistas se han opuesto a la decisión tildándola de humillación a las víctimas de la violencia del Estado.

Tuve la oportunidad de visitar el Memorial hace ya un tiempo y hasta ahora me había reservado mi opinión sobre el mismo, por respeto a las víctimas y por no caer en una dinámica de enfrentamiento dialéctico en un tema que necesita sobre todo buenas dosis de empatía y diálogo.

Sin embargo, la concesión del mayor galardón de la ciudad y la dinámica que ha mantenido el Memorial estos años, me lleva a escribir esta crítica, desde el respeto, pero también con la exigencia clara de que ese mismo respeto sea extensivo a las víctimas del terrorismo de Estado.

En mi opinión, el relato que nos presenta el memorial tiene una carencia de base, que luego lastra toda la narrativa que se expone con abundancia de medios entre sus muros.

El intento de combatir la idea de conflicto como explicativa de la violencia política les hace sacar al Estado de la «ecuación», presentando el terrorismo como un fenómeno sociológico-criminal-ahistórico, que surge en sociedades «enfermas», lo mismo en Irlanda del Norte que en Palestina, en la Italia de los años del plomo o en Euskal Herria.

De esa forma, el terrorismo sería combatido por las fuerzas de seguridad del Estado democrático, que en ocasiones –como mucho– pueden cometer ciertos abusos, pero que en ningún caso se puede equiparar su accionar con el de los grupos terroristas.

El problema surge cuando se constata, como es nuestro caso y otros muchos desgraciadamente, que esos abusos constituyen gravísimas violaciones de los derechos humanos, como el asesinato político o la práctica habitual de la tortura, con la connivencia gubernamental y la impunidad de los victimarios.

El argumento me recuerda, dándole la vuelta, a la justificación de acciones terroristas diciendo que no están bien pero que nunca serán equiparables a la violencia estructural del sistema.

Para apoyar esta idea se tiene que realizar un retorcimiento de la historia, obviando –o forzando la interpretación– de situaciones que no encajan en la hipótesis principal, llevando en ocasiones a interpretaciones paradójicas o sesgadas, a veces acercándose al absurdo.

Se clasifica el terrorismo en el Memorial en casillas ideológicas, terrorismo nacionalista, de extrema derecha, de extrema izquierda, fundamentalista islámico…  

Sabemos que cualquier clasificación a partir de tipologías cerradas presenta problemas, aunque pueda justificarse por razones de claridad explicativa.

En el caso del Memorial, en mi opinión, esta justificación no sirve, pues enturbia más que aclara la explicación de la violencia política (o el terrorismo si prefieren) en Euskal Herria.

Calificar el GAL como terrorismo de extrema derecha, por ejemplo, aunque algunos de sus perpetradores lo fueran, oculta su creación y mantenimiento por parte de un gobierno socialista con la connivencia necesaria de otro, en España y Francia respectivamente.

Esta clasificación tipológica niega también la idea de proceso en la interpretación de los hechos, por eso decía que es ahistórica.

Cómo calificar, por ejemplo, a quienes militaron y llevaron a cabo acciones terroristas en ETA (PM) y luego terminaron en el PSOE denunciando rotundamente el terrorismo de ETA, siendo en algunos casos víctimas de esta.

O cómo introducir en una explicación ahistórica a quienes desde ETA lucharon contra el franquismo con las armas. ¿Terroristas o luchadores por la libertad? ¿Y no son víctimas los que fueron asesinados por la dictadura?

El Memorial cae así en una simplificación de los hechos, no causada, pienso, por una mala gestión intelectual de la memoria, sino por una motivación política que entiende «el relato» como una batalla a ganar por parte del Estado frente al terrorismo, descargando a este de cualquier responsabilidad en lo sucedido.

Solo así se entiende que el torturador franquista Melitón Manzanas, asesinado por ETA, tenga cabida como víctima del terrorismo sin ninguna mención a su acción criminal al servicio de una dictadura.

O, que los obreros asesinados por la policía el 3 de marzo de 1976 en Vitoria no tengan el carácter de víctimas, sino solo una «nota al margen», que explica que morían en un momento convulso mientras ETA seguía asesinando.

El relato del Memorial obvia, en suma, el terrorismo de Estado, pero este existió y ahí están sus víctimas para constatarlo.
Es normal que se sientan humilladas.

Invisibilizar su sufrimiento es revictimizarlas y negarles su derecho a la verdad y la justicia, y negar también a quienes acuden a visitar el memorial la posibilidad de conocer una parte de la realidad, imprescindible para una comprensión integral del terrorismo (o la violencia política si lo prefieren) en nuestro país.

Afortunadamente, los tiempos han cambiado, y la necesidad de entendimientos políticos entre diferentes se hace cada vez más evidente.
¿En qué contribuyen a ese entendimiento visiones unívocas del relato entendido como batalla a ganar?

Ojalá los responsables del Memorial, como el resto de los agentes políticos y sociales, se sumen a una concepción más inclusiva y menos confrontativa.

La base ética en que edificar ese relato solo puede descansar sobre el principio que dicta iguales derechos (a la verdad, la justicia y la reparación…) para todas las víctimas, independientemente de quién sea su victimario, incluido –claro está– el Estado.

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