Iñaki Egaña
Historiador

Milay, Maddi y la libertad

«En 1942, en la Francia ocupada por los nazis, los aviones aliados echaban ramos infinitos con una única poesía. A veces, la humedad sesgaba las letras. Otras, en cambio, el poema llegaba a su destino. Fue una iniciativa brillante: «Por el pájaro enjaulado, por mi amigo que está preso, por los árboles podados, por el hombre torturado... yo te nombro libertad». El autor Paul Èluard, un comunista en clandestinidad que combatía con armas contra el ocupante.»

Hace ya unos cuantos años, Eduardo Galeano escribió un relato extraordinario que una década más tarde fue traducido al euskara por Gari Berasaluze. Hablaba, desde la candidez de una niña, de complicidades, presos políticos, ojos enormes y pájaros clandestinos. Hablaba de lo que una niña ve con sus ojos de niña y un adulto apenas repara.


Resultó que Didasko Pérez, maestro de escuela en Uruguay, había sido torturado y luego encarcelado por tener «ideas ideológicas». Recordarán que a nuestros presos vascos no les permiten firmar como «presos políticos», ni pintar estrellas rojas, ni siquiera recibir por navidades una palabra distinta a «zorionak».
En Uruguay, Didasko recibió un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le llevó un dibujo de pájaros y los censores se lo rompieron a la entrada de la cárcel, aduciendo subversión. Al domingo siguiente, Milay le derivó a su padre un dibujo de árboles. Los árboles no estaban prohibidos, y el dibujo pasó.


El padre preso elogió el dibujo a la niña y le preguntó por los circulitos de colores que aparecían en las copas de los árboles, muchos pequeños círculos entre las ramas: ¿Son naranjas? ¿Qué frutas son? La niña le hizo callar: Ssshhhh. Y en secreto le explicó: «Bobo. ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas».


Casualidades de la vida cerré aquel cuento y a los días pude leer una descripción que encontró en cierta ocasión Julio Cortazar en un diario londinense. Un tal mister Washbourn firmaba una carta en estos términos: «¿Ha señalado alguno de sus lectores la escasez de mariposas este año? En esta región habitualmente prolífica casi no las he visto, a excepción de algunos enjambres de papilios. Desde marzo sólo he observado hasta ahora un Cigeno, ninguna Etérea, muy pocas Teclas, una Quelonia, ningún Ojo de Pavorreal, ninguna Catocala, y ni siquiera un Almirante Rojo en mi jardín, que el verano pasado estaba lleno de mariposas».


Tuve la impresión, y la he mantenido durante años, más de los que habría deseado, que pájaros y mariposas, los símbolos más universales de la libertad, estaban encerrados tras las rejas, prohibidos por su, como es sabido, carácter revoltoso. Mikel Laboa cantaba aquello del pájaro que dejaba de serlo porque le cortaban las alas. Quizás por eso mister Washbourn notaba su escasez. Demasiadas tijeras.
Incrementando mi inquietud, hace unos días leí en GARA, y no en otros periódicos, una noticia sorprendente. En Iruñea habían avistado una especie que los profanos identificaríamos como gorrión de frente roja, que habitualmente suele criar en Islandia, por lo visto. Un «pardillo sizerín», en realidad. Y un poco más al norte de nuestro país, en Bertiz, fue visto un «ampelis europeo», que tiene su hábitat natural en las zonas septentrionales de Suecia, Rusia y Finlandia y también con una franja roja en su frente.
Las noticias de pájaros, aves desconocidas con aderezos rojos y la escasez de mariposas, esa palabra que deslumbró a Bonaparte por la cantidad de apodos que atesoraba en euskara y cuyo nombre, «pinpilinpauxa», fue elegido como el más hermoso del universo euskaldun, se me amontonaban en la mesa. Señales de aguacero.


En 1942, en la Francia ocupada por los nazis, los aviones aliados echaban ramos infinitos con una única poesía. A veces, la humedad sesgaba las letras. Otras, en cambio, el poema llegaba a su destino. Fue una iniciativa brillante: «Por el pájaro enjaulado, por mi amigo que está preso, por los árboles podados, por el hombre torturado... yo te nombro libertad». El autor Paul Èluard, un comunista en clandestinidad que combatía con armas contra el ocupante.


Lejos de nuestra vieja Europa, y de nuestro país que acoge a un sinfín de mariposas y a un número más reducido de aves, la guerrilla de las FARC-EP se ha sentado a negociar con el Gobierno colombiano, en La Habana. La delegación femenina guerrillera recibió, días atrás, una carta de sus compañeras kurdas, al otro lado del planeta.


Y la contestaron. La correspondencia me ablandó el corazón y me recordó la grandeza de la lucha contra la injusticia: «Nos da muchísima fuerza saber que hay una gran cantidad de mujeres en esta tierra luchando por lo mismo: por un mundo sin opresión, sin miseria. Abrazamos su causa, a partir de ahora ustedes están en nuestros corazones y en nuestras cabezas, porque son nuestras hermanas de lucha, pues todas estamos dispuestas a sacrificar nuestras vidas por la humanidad».


Y yo, que tengo tendencia a comparar, para bien y para mal, todo lo que tiene nombre y apellidos, ojos y piel, a lo largo del planeta, no pude menos que acordarme de nuestras presas, agolpadas con sus hijos en la cárcel de Aranjuez: Alicia, Anabel, Oskarbi, Lierni, Nerea. Viviendo la felicidad de la maternidad, el despertar de sus hijos en medio del desasosiego de las rejas. Tristeza y alegría. Todo ello en un dormitorio.


Les cortaron la vida, les prohibieron los pájaros, pero ellas crearon esos ojos, tan grandes que no pasan desapercibidos, esos ojos que sólo los niños y las aves amplifican para acercarse al viento, para guardar el hálito de la belleza, el poder de la persuasión y, sobre todo, la necesidad de continuar con la misma cadencia que recibimos de nuestros antepasados.


Hay, sin embargo, una corte de funcionarios uniformados, de banqueros financiadores, de embozados estrategas que estrujan las celdas, que rompen los dibujos, que cuelgan los teléfonos y que prohíben los dibujos de colores. Arrogantes señores grisáceos que persiguen a hombres y mujeres, viejos y niños, por poner un poco de dignidad en su existencia. En las montañas del Kurdistán, en las selvas de Bucaramanga, en las mazmorras de España y Francia, donde habitan más de 600 presos vascos a los que está prohibido llamar «políticos».


Itziar estuvo orgullosa de su hijo, el hijo de Itziar, que soportó la picana sin delatar a compañeros, «¿qué te han hecho para estar así?». Siete hombres me golpearon, cuatro veces me sumergieron la cabeza, me colgaron de los pies... recitaba el hijo de Itziar. La dulce Maddi, como dice la canción, le esperaba orgullosa, al pie de la cárcel, para darle dos besos. Miles de hijos y de madres. Unos más fuertes que otros. Todos nuestros.


Hemos contado tantas historias de presos y presas, los hemos evocado en tantos paneles, canciones y recuerdos a lo largo de los años que apenas sí somos capaces de diferenciar si hablamos de nuestros padres o de nuestros abuelos. Siempre hemos sufrido la cárcel. El pueblo vasco es un pueblo con mancha. Una mancha terrible, agónica a veces, una huella identitaria.


Hemos caminado con ellas y ellos, separados por muros mayores que los de la guerra fría. Hemos llegado exhaustos a la puerta para abrirlas al son de fanfarrias y marchas festivas para anunciarnos, en el último suspiro, que la pena se alargaba diez años. Hemos sufrido el acoso, el rechazo y el insulto de quienes en euskara se llaman «zuriak», los esclavos que piensan como el patrón.


Pero nunca los hemos abandonado. Sus hijos son nuestros hijos, sus esperanzas son las nuestras y en cada sueño que con delicadeza ayudamos a tejer, encontramos cientos de manos, millares de dedos aplicados en contar, en recibir si fuera el reparto de un ápice de su encierro.


En La Santé, definida como una de las cinco cárceles con peor reputación del mundo, también hay presos vascos: Iñaki, Garikoitz, Iker, Andoni, Josu, Ekaitz. Colchones llenos de piojos, dos duchas de agua fría a la semana, hacinamiento, humillación a las familias. Apollinaire estuvo también en una de sus celdas hace muchísimo tiempo: «Recuerda siempre que te espero».


Hoy tenemos una cita en Bilbo. Recordad que siempre os esperamos. Una cita con ellas y ellos, con los ojos de los pájaros clandestinos de Milay, con los dulces besos de Maddi. Con la ternura de los niños de Aranjuez, pegados a sus madres presas. Con los enlatados en La Santé. Con los escondidos en algún lugar innombrable, con los exiliados en México, con todos ellos. Y ellas. Una cita para abrir las jaulas, para descubrir de nuevo a las quelonias y a los papilios, en medio de sizerines de frente roja.
Una cita, sobre todo, para traerlos a casa. A los huidos. A nuestros presos. Y a nuestras presas.

Bilatu