Mario Zubiaga
Profesor de Sociología en la UPV-EHU

Naif

La parte más activa de la ciudadanía vasca funciona con un doble ideal en tensión constante: los valores y objetivos son los de la izquierda abertzale, los procedimientos, los del PNV. En resumen, «derecho a decidir y 1.080 euros», pero sin cataclismos políticos.

Protesta, negociación y acuerdo. En esta tríada consecutiva se resume el ciclo de la democratización. La integración sistémica de las demandas que no tienen parte en la sedimentación institucional y reivindican su lugar en el mundo, pasa por la movilización que a veces consigue la satisfacción –generalmente parcial–, de la reivindicación. La protesta necesita la polarización, pero la negociación y el acuerdo se basan en la lógica consensual. Para que el ciclo democratizador sea exitoso, dos elementos son esenciales: en primer lugar, la acumulación de fuerzas debe ser potente para que la polarización determine una posición negociadora exitosa. En segundo lugar, hay que acertar con el momento de dar el paso de la primera fase –la protesta polarizada–, a la segunda, la negociación consensual.

Pasamos de la teoría a la práctica de la mano de una pregunta ligada a la actual coyuntura: ¿Tenemos hoy una relación de fuerzas suficiente para el reconocimiento del derecho a decidir?

No. Es ilusorio pensar que se puede exprimir una antigua relación de fuerzas ya caducada, o confiar en que una mayoría partidista teóricamente favorable al derecho a decidir permita concretarlo legalmente. Es imprescindible seguir acumulando fuerzas para una polarización exitosa en torno al eje democrático: decidir nuestro futuro libremente en todos los temas versus permitir que decidan por nosotros y nosotras. No es momento todavía de «pasar a limpio». Aquí, como en Cataluña, es preciso ampliar la base social. La complicidad de los partidos e instituciones es importante, pero no es una prioridad.

La coyuntura puede ser favorable. En el ámbito europeo, la democracia directa revive en Escocia y se anticipa en Irlanda o Gales. En Cataluña, el «referéndum acordado» es el leitmotiv que permite ampliar la base soberanista y definir una posición fuerte para el siguiente momento rupturista. En el Estado la ventana de oportunidad no está cerrada del todo –todo el mundo es consciente de que la viabilidad de una España democrática exige reformar la Constitución–, y en Euskal Herria, mientras Gure Esku se refuerza para la próxima iniciativa en torno al referéndum, el derecho a decidir sigue en la agenda. En la CAV, al hilo de la ponencia, es posible una formulación técnico-política adecuada para su ejercicio; en Nafarroa, sea cual sea el gobierno, los sectores progresistas pugnan con la derecha sobre el significante de la navarridad, y el derecho a decidir de la ciudadanía navarra es la clave de bóveda del debate. Y en Iparralde, aunque Francia prepara nuevos conceptos negadores del territorio, Batera trabaja ya en un impulso democrático para la Mancomunidad que pasa por la decisión ciudadana.

Pero más allá de la coyuntura, la acumulación de fuerzas en favor del derecho a decidir basada en la movilización social –no solo en los acuerdos interpartidistas–, es posible y deseable porque es razonable: la articulación territorial interna –en Vasconia–, y externa, con los Estados, pasa hoy por un modelo confederal fundamentado en la libre voluntad de la ciudadanía. Además, la ciudadanía desea recuperar su capacidad de decisión en todas las cuestiones. Una capacidad expropiada por intereses privados globales y las instituciones a su servicio. Es lo que cualquier alienígena que nos visitara pensaría ingenuamente.

Sin embargo, en los tiempos de la política cínica, la ingenuidad no se valora. A veces, suele imperar la lógica de "La zorra y las uvas", un mecanismo psicosocial autodefensivo que describe aquella situación en la que el actor político adapta sus objetivos a lo que en cada coyuntura considera factible –«no alcanzo las uvas, luego están verdes y por tanto no las quiero»–, agotando así en el puro pragmatismo sucio cualquier posibilidad de cambio real. En otras ocasiones, caemos en la tentación de la polarización periférica y el foquismo que mantiene la llama de lo alternativo, pero siempre desde fuera, como exterior constitutivo (y sustentador) del sistema. En combinación con esta postura, se argumenta que si lo que podemos decidir aquí se está decidiendo mal… ¿No sería mejor luchar para que aquí se decida de otra manera? Aún más, si la actual reivindicación del derecho a decidir es un paraguas que legitima a los que aquí están «decidiendo mal…». Mejor nos olvidamos de Madrid y peleamos contra los que gestionan nuestras instituciones.

Ambas líneas de pensamientos son razonables, sin duda. La cuestión es: ¿son suficientes para lograr el cambio que necesitamos? Por un lado, frente a la primera posición, conviene recordar que en política para conservar lo que se tiene, no basta con amarrar, hay que avanzar, y arriesgar. Por otro, la segunda línea de pensamiento no debería olvidar que la democratización depende de articulaciones amplias y transversales que rompen los espacios sociales establecidos, creando fisuras y contradicciones en las posiciones sistémicas, algo que difícilmente se logra con estrategias prístinas y absolutamente coherentes. La praxis política eficaz exige tanta firmeza como finezza. La cuestión no es proclamar desde la tranquilidad organizativa que «no hay relación de fuerzas», sino entender que esa relación depende, precisamente, del propio compromiso.

Si la acumulación de fuerzas en torno a derecho a decidir prima lo social –decidir sobre todo, incluido el estatus político–, será factible romper los compartimentos estancos que, alimentados por la lógica electoral-partidista, dificultan la expresión de un sentir muy extendido en nuestra sociedad.

En efecto, la parte más activa de la ciudadanía vasca funciona con un doble ideal en tensión constante: los valores y objetivos son los de la izquierda abertzale, los procedimientos, los del PNV. En resumen, «derecho a decidir y 1.080 euros», pero sin cataclismos políticos. En este momento, la propuesta que mejor resume esa cuadratura del círculo es el acuerdo de bases aprobado hace menos de un año en el Parlamento Vasco. Esa propuesta no es ya propiedad de los partidos, y no se debería amortizar al ritmo que las estrategias partidistas impongan. Es simplemente el acuerdo que mejor resume el carril central de parte de nuestro país: la soberanía ciudadana, el blindaje real del autogobierno, la voluntad de decidir sobre todas las cuestiones que nos afectan, y, si ello es posible, de forma acordada.

Pero… después de todo, quizás es conveniente atender a la cuestión principal. ¿Qué sentido tiene el derecho a decidir?

Rainer Forst nos recuerda que la justicia no solo se refiere a la distribución adecuada de los recursos, es fundamental entenderla como satisfacción de una demanda de reconocimiento. El derecho a decidir trata precisamente de eso. No hablamos solo del contenido concreto de la decisión, sino de la asunción real de la bilateralidad, del pacto entre iguales. De la interdicción de la arbitrariedad. Esa arbitrariedad injustificada que nos afecta en las decisiones judiciales –Altsasu o la Manada–, en la negación de las transferencias, en su vaciamiento, en la vulneración de los mínimos derechos a las personas presas…

Un matemático vasco de talla global, Enrique Zuazua, daba una lección de política en estas mismas páginas hace unos días: «A veces es más cómodo (…) poder seguir gestionando el día a día como ha sido hasta ahora, mantener las cosas un poco como están y tener unos pocos más recursos para seguir haciendo las cosas un poco como hasta ahora, (pero somos) una sociedad que tiene que consolidar y distribuir de manera equitativa el bienestar, cosa que probablemente hacemos mejor aquí que en otras partes del Estado, pero sin perder de vista que nuestro reto es que dentro de 25, 50 o 100 años siga siendo así».

Y para consolidar lo que hoy tenemos y estar mejor dentro de 25 años, no podemos perder capacidad de decidir como pueblo. No podemos perder la pulsión utópica de la que hace poco hablaba Joseba Sarrionandia. Una pulsión utópica que necesariamente se alimenta de la ingenuidad. Aderezada quizás con unas gotas de ironía, para no caer en la absolutización de los objetivos políticos en un país que, con todos los límites y condicionantes sociales, económicos, culturales y políticos, está entre los privilegiados del mundo. Agonías, las justas. Conformismo, jamás.

Parafraseando a aquel primer Barack Obama, «nunca ha existido en nuestro país nada falso sobre la esperanza». La esperanza naif que se basa en lo que es deseable y razonable, no en la pura estrategia de poder. Esa ingenua y revolucionaria esperanza.

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