Iñaki Egaña
Historiador

Narrativa a la carta

Toca cerrar el año y las reflexiones se acumulan con una fuerza que impide la serenidad. Quizás por aquello que repetía nuestro José Bergamín, somos sujetos y, por tanto, las lecturas son subjetivas. Si fuéramos objetos, aunque algunos lo parezcan, las composiciones serían objetivas. El que llaman espacio-tiempo, incluidas las dudas que pueda generar la relatividad de Einstein, siempre corre hacia adelante. Y dicen los físicos que, a pesar de lo cuántico (término del año de Naciones Unidas para 2025), jamás podremos volver al pasado, ni siquiera en una sociedad tecnológica hiperavanzada. La llamada paradoja del abuelo o miles de paradojas similares lo convierten en lógicamente imposible. Por ello, sin la eventualidad de modificarlo, únicamente nos queda la contingencia de interpretarlo.

Así que cuando el contexto presente recoge diversas interpretaciones, es inevitable que al sumergirnos en el pasado, las divergencias se agranden. Ahí tenemos a académicos y no tanto marcar unas pautas sobre nuestros antepasados y sus intenciones políticas y sociales que, según la posición actual, puedan colar más o menos. Hubo épocas cercanas en las que las crónicas sobre los separatistas y los rojos estuvieron tan extendidas que al salir de casa nos mirábamos los cuartos traseros para comprobar si era cierto que nos colgaba una cola de lagarto.

Hoy, afortunadamente, estamos acercándonos a la verdad y el discurso de la maldad está más ubicado en foros y centros propagandísticos, con una credibilidad cercana al cero Celsius, la del agua congelada. La mentira es un arma política de gran efectividad, también considerada como marketing político. Dicen que fue Joseph Goebbels el padre de la misma en la modernidad, aplicando las normas que hoy conocemos: una mentira repetida mil veces se convierte en verdad; si no puedes negar las malas noticias inventa otras que las distraigan; la propaganda efectiva se esconde en un pequeño número de ideas que deben repetirse incansablemente…

Sin embargo, esos relatos trampeados no son exclusividad de nuestros enemigos atávicos. Hay, asimismo, sectores susceptibles de ser compañeros de viaje que marcan un relato lejano a lo realmente ocurrido. Por intereses coyunturales, evidentemente, pero también por una razón que está en la matriz de su naturaleza política. Me ha llegado la reflexión con ese reciente trabajo publicado por los Artesanos de la Paz a cuenta del desarme de ETA y saliendo al paso de una versión sobre el mismo que el Gobierno de Gasteiz hizo pública en octubre de 2019.

Cinco años después, con una paciencia que sorprende, los Artesanos han desmontado aquel informe repleto de falsedades, omisiones e interpretaciones maliciosas. Digo que sorprende, al menos a mí, porque ya simultáneamente al desarme, algunos movimientos del Gobierno de Urkullu estaban dirigidos notoriamente a poner palos en las ruedas de un movimiento civil que actuó con gran madurez. Cualquier observador lo pudo detectar. Aquella inclinación a torpedear el modelo de desarme no estuvo relacionada con el interés que pudo tener el «deep state» de mantener una guerra de baja intensidad para cohesionar su feudo y criminalizar aún más a la disidencia vasca, sino con algo mucho más prosaico, el protagonismo. La famosa reunión de los tres lehendakaris (Iñigo Urkullu, Uxue Barkos y Jean-René Etchegaray), fue el paradigma de la prepotencia del de la CAV.

Puedo citar algunas de las partes que ahora se han desvelado en primera persona. En 2018 publiqué el libro “El desarme. La vía vasca”, construido con documentos y contexto, pero también cimentado en decenas de testimonios de agentes políticos y sociales, artesanos, actores internacionales, responsables gubernamentales, interlocutores de la organización armada… Recogí decenas de grabaciones, en off y en on, oficiales y oficiosas. Y tejí un trabajo que devolví antes de su publicación –lo habitual– a quienes me habían proporcionado su testimonio, para comprobar si había errores. Los artesanos, en particular Txetx Etcheverry y Mixel Berhokoirigoin, me sugirieron evitar las interpretaciones que dejaban en mal lugar al Gobierno de Urkullu y a su asesor Jonan Fernández, entonces secretario general de Derechos Humanos, Convivencia y Cooperación. Ejercieron de diplomáticos porque creían que un buen final no debía ser empañado con las complicaciones previas. Así lo hice. El trabajo original quedó aligerado en su edición final. Pero, la nobleza no es patrimonio universal y Jonan Fernández e Iñigo Urkullu depositaron en Gogora una versión embustera que ahora queda en entredicho.

Y aprovecho el depósito para citar otro tema que me enerva. Y es que ese Gogora que ahora ha dejado el PNV en manos del PSOE navega con un relato grotesco. En su intento de mantener esa «equidistancia», sus antiguos responsables metieron en el mismo saco de víctimas del fascismo a las esperadas, pero también a los verdugos que luego fallecieron en la contienda que ellos habían provocado: cuneteros navarros, legionarios italianos, nazis alemanes… sin fotografía para que no sea visible la cruz gamada de sus uniformes, al contrario que el resto de víctimas. Es decir, de manera intencionada.

Y es que, en ese interés en agradar a la derecha montaraz, de arreglar presupuestos, de proteger a los suyos y sus empresas clientelares, el relato tiene también su importancia. Que se lo pregunten al sustituto de uno de aquellos tres lehendakaris del desarme. Dicen que Imanol Pradales ha modificado las formas, es probable. Pero es únicamente un juego de malabar. Una continuidad de un relato de marketing político. Porque si son capaces de seguir la trayectoria del contexto, comprobarán que las puertas giratorias están más activas que nunca, que los asesores del lehendakari de la CAV son centenares, que los «jubilados», sus familias y sus hijos, encuentran acomodo en decenas de sociedades públicas y privadas. «Es la narrativa, amigo», que diría Rodrigo Rato. ¿O Andoni?

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