Víctor Moreno
Profesor

Ni Dios, ni Kant

Guerra y religión nunca se llevaron mal. Jamás formaran un oxímoron honorable al estilo de "El Pensamiento navarro".

Desconocer por qué suceden ciertas tragedias ha sido habitual en la especie humana. Tal ignorancia nos ha obligado a echar mano de explicaciones metafísicas, cuando no rocambolescas, dando a entender que el principio de causalidad no está a nuestro alcance. Tan solo disponemos del comodín de un deus ex machina dirigiendo el mundo a su capricho.

En la pandemia de la covid-19, hubo jerarcas eclesiásticos que atribuyeron su origen a los pecados del hombre, es decir, tiraron de la explicación teológica más tradicional y recurrente. Sin embargo, en la «operación militar especial» de Rusia en Ucrania no parece que Dios haya intervenido, directa o indirectamente, pues, nadie, ni el obispo Munilla, se ha acordado de Él.

Al parecer, las catástrofes naturales –terremotos, volcanes, pestes y pandemias– son patrimonio punitivo de la Providencia, pero no las guerras. En estas, aunque generen más víctimas que una catástrofe natural, Dios permanece mudo, respetando la libertad del hombre para que este siga matándose entre sí y, de paso, provoque, como daños colaterales, las muertes de cientos de niños, mujeres, ancianos y civiles.

Curiosamente, esta situación evita un problema teológico. Ni Dios se preocupa de tomar partido por uno de los dos bandos en litigio cuando requieran su intervención para derrotar al otro, como sucedió en la Gran Guerra de 1914, ni los teólogos necesitarán explicar por qué Dios permite que Rusia sea dirigida por un hombre tan malo. Es verdad que tal novedad no ha evitado que en los templos católicos se siga rezando para que Dios mande a Putin a los infiernos. En el franquismo se pedía a este mismo Dios por la salud del Dictador y agradecerle por haber librado a España del comunismo rojo separatista.

Queda claro, pues, que Dios ya no sirve como reclamo para evitar las guerras. Y, mucho peor aún, el cristianismo, tampoco. Un creyente se preguntaba cómo era posible que «la Europa cristiana garante de la dignidad, de los valores humanos, de la fe en la humanidad, no haya sido capaz de detener una guerra como la de Rusia y Ucrania».

Ya. ¿Y cuándo el cristianismo ha detenido una guerra? Si no recuerdo mal, ni para la jerarquía episcopal española, ni para los golpistas de 1936, la religión fue un obstáculo, sino más bien su coartada más valiosa. Los obispos en su carta pastoral dijeron que «Deus vult», Dios lo quiere; así que, como en las cruzadas, matar en su nombre más que justificado, era una necesidad teológica.

También hay quien se ha preguntado que cómo es posible que esta guerra ocurra en el «corazón de la civilización europea». Lo que es redundante. Porque, si se da por hecho su existencia, hay que reparar en que la presencia cristiana en esa civilización es su engrudo principal. Claro que bien podríamos preguntar por esos valores que los europeos –nórdicos, teutones, eslavos y mediterráneos– mamaron en tiempos pasados y que, paradójicamente, no evitaron que se mataran entre sí durante siglos.

No es ninguna novedad. Basta repasar la historia para constatar que ninguna «civilización» se ha privado de recurrir a las guerras. Ni los griegos, ni los romanos –el denominado huevo kinder de esa supuesta «civilización»–, renunciaron a ellas, utilizando, incluso, la esclavitud, que es la negación absoluta de la dignidad humana.

Se quiere hacer creer que esa «civilización» se construyó en nombre de la libertad y de los derechos humanos, de la ciencia y de la razón ilustrada, pero después de ver «las cosas que hemos visto», que dijera Faltstaff, resulta un atrevimiento poner como testigos de cargo semejantes conceptos.

En una guerra todo se pone a su disposición. Los hombres y las armas, pero, también, la ciencia, la razón y la religión, acompañados por la matraca de los fines patrióticos. «Patriotismo europeo», dice Sánchez. Hasta Unamuno consideraba que la guerra del Rif contra los moros en 1909 era un medio conveniente para conseguir el fin honorable de «despertar entre nosotros el espíritu colectivo nacional». Montar una guerra de vez en cuando vendría bien para sacudir al país de su modorra patriótica. ¡Qué más daban cien mil muertos si con ello se elevaba la moral de España!

Es una pena que Dios no intervenga a favor de los buenos. Pero parece que esta categoría de buenos y de malos no está demasiado clara en su balanza. Por eso, estaría bien que los creyentes no utilizaran semejante maniqueísmo ético. Saben que la religión nunca fue un antídoto contra la guerra, sino su acicate. Que la invoquen para evitarla, quienes pertenecen a una religión que se impuso al mundo mediante ejércitos armados hasta las cejas, dirigidos y bendecidos con agua bendita por obispos y cardenales, es un avance dialéctico tremendo, pero ya no pueden seguir instalados en dicha falacia. Atribuir a Dios favores en este terreno es de una fatuidad obscena.

Decía Mark Twain: «No hay nada en la historia –ni en toda su historia junta– que remotamente se acerque a la atrocidad de la invención del infierno». Una religión capaz de imaginar tal monstruosidad no debería figurar en el catalogo de las creencias humanas.

Tomados como conceptos lingüísticos, guerra y religión nunca se llevaron mal. Jamás formaran un oxímoron honorable al estilo de "El Pensamiento navarro". Más bien, caso de tener alguna entidad en el terreno de la semántica, guerra y religión han sido sinónimos, un matrimonio indisoluble.

Reclamar la presencia de la religión y, colateralmente, la supuesta civilización que ayudó a configurar Europa, es un desvarío. Los mismos conceptos grandilocuentes que se utilizan para evitar una guerra suelen ser los mismos que se invocan para hacerla. Por eso es ridículo afirmar que, una vez terminada la invasión militar anexionista de Rusia en Ucrania, «habrá un nuevo nacimiento de la libertad y un reforzamiento de la democracia mundial» (Fukuyama). Si es así, que no lo es, esperemos, al menos, que la religión, cualquier religión, no se meta de matute en ese renacimiento.

Lo dicho. ¡Ni Dios, ni Kant!

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