Marta Pérez Arellano
Trabajadora social

Ni una vida menos, ni una contención más

Además de esclarecer las circunstancias de estas muertes, cabría preguntarse si un protocolo que normaliza el uso de estas prácticas no está amparando la tortura como método.

Esta semana conocíamos la noticia de que un joven de 18 años había muerto a causa de una parada cardiorrespiratoria en un centro de menores de Almería, tras habérsele practicado una «contención» por la cual habría estado inmovilizado y atado durante más de media hora. Quedan por esclarecer las circunstancias exactas de la muerte y si se siguieron los protocolos existentes.

Según el diario “Público”, dichos protocolos estipulan que en caso de contención los jóvenes deben ser inmovilizados y atados a una cama. Al parecer, este centro había sido denunciado en numerosas ocasiones por jóvenes recluidos y extrabajadores. Familiares de jóvenes recluidos alertaban sobre que las inmovilizaciones son habituales y que en ocasiones se prolongan durante horas. Esta muerte se suma a la de Ramón Barrios, en 2011, en un centro de menores de Madrid, y a la de Andreas Fernández en 2017, en una unidad psiquiátrica de Asturias, ambas acontecidas en el transcurso de una contención.

Quizás, además de esclarecer las circunstancias de estas muertes, cabría preguntarse si un protocolo que normaliza el uso de estas prácticas no está amparando la tortura como método. Habría que reflexionar sobre por qué en el Estado español siguen aplicándose sistemáticamente las llamadas, «contenciones mecánicas» en centros de menores, geriátricos, cárceles y psiquiátricos, como vienen denunciando distintas organizaciones, entre ellas el Colectivo Locomun. Todo ello, a pesar de que organismos internacionales como la OMS o el Consejo de Derechos Humanos de la ONU insten a no llevarlas a cabo ya que entrañan grandes riesgos y son contrarias a los derechos fundamentales.

Cabría cuestionarse también si no tendrá algo que ver con todo esto la consideración social de los colectivos institucionalizados como ciudadanía de segunda (o tercera) categoría. Por una parte, la población reclusa, proveniente en su mayoría de contextos de pobreza y exclusión, además de altamente racializada. Por otra, las personas mayores y empobrecidas, cada vez más desprovistas de estatus en nuestra sociedad. Y por último, las personas con problemas de salud mental, herederas de un profundo estigma histórico.

Al mismo tiempo, habríamos de preguntarnos si no es perverso un sistema que convierte en algo aún peor que una cárcel un centro para menores de edad. Deberíamos, creo, pararnos a pensar qué está pasando con los servicios de atención a menores en el Estado español, un sistema que cada vez más subcontrata, convenia o subvenciona el proyecto más barato en detrimento de la calidad y los fundamentos educativos. Habría que analizar qué tipo de atención se está brindando a los y las menores en situación de desprotección y qué pasa en esos centros donde trabajadores en precarias condiciones y con escasa formación y experiencia trabajan no como educadores, sino como carceleros de nuestros y nuestras jóvenes.

Pero, sobre todo, creo que habría que preguntarse si no estaremos dejando a nuestros menores, responsabilidad de toda la sociedad, en manos de un sistema que en lugar de cuidarles y educarles con todo el respeto y cariño que merecen, les está maltratando e, incluso, asesinando.

El panorama es sombrío; y es necesario pensar y hacer muchas cosas por el futuro de nuestra infancia y adolescencia. Entre otras, urgentemente, deben tomarse medidas efectivas para terminar con las contenciones. Ello no devolverá la vida a las víctimas, pero sólo así evitaremos que otras y otros jóvenes no corran la misma suerte.

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