No seremos libres mientras haya violencia machista
El peso de la tragedia se vuelve insoportable. 43 mujeres asesinadas en lo que va de año, 1.288 desde que empezamos a contarlas, a poner nombre y rostro al horror. Cada vida truncada, cada familia destrozada, es una herida abierta en la conciencia de una sociedad que aún no ha podido prevenir y reeducar. Y tras las cifras, el desgarro, la impotencia, la rabia contenida de quienes ven cómo la violencia machista sigue cobrándose víctimas, a pesar de los esfuerzos. Vivimos en una época de contradicciones. Mientras celebramos los avances en la lucha por la igualdad de género, la realidad nos golpea con la crudeza de la violencia machista, la persistencia de la cosificación y la discriminación. A pesar de los logros alcanzados, la mujer sigue siendo, en muchos ámbitos, un objeto, una posesión.
Porque esta tragedia no se limita a las víctimas y sus familias. Se extiende como una onda expansiva, alcanzando a municipios enteros, a comunidades que se visten de luto, a amigos y vecinos que se preguntan, con el alma encogida, qué más podrían haber hecho. Esa impotencia, esa sensación de que la violencia se nos escapa de las manos, es un síntoma de que algo falla, de que aún no hemos dado con la tecla para erradicar esta lacra.
¿Dónde fallamos? Fallamos en la prevención, en la educación, en la detección temprana de las señales de la violencia. Fallamos en la protección a las víctimas, en la burocracia que entorpece la respuesta, en la falta de recursos. Fallamos en la coordinación entre instituciones, en la formación especializada de los profesionales que intervienen en estos casos. Y fallamos, sobre todo, en la falta de una conciencia social que aún no ha interiorizado la gravedad del problema.
A pesar de los avances legislativos, se sigue arrastrando una herencia cultural machista que se manifiesta en múltiples formas: en la desigualdad salarial, en la precariedad laboral que afecta mayoritariamente a las mujeres, en la escasa representación femenina en puestos de poder, en la persistencia de estereotipos de género que limitan y oprimen. En la diferencia cultural de otros países, sin la reinserción debida.
Necesitamos un cambio profundo, un compromiso real que vaya más allá de las palabras. Necesitamos una educación que transforme, que empodere, que siembre la semilla de la igualdad desde la infancia. Una educación que no solo instruya, sino que cuestione los roles de género tradicionales, que fomente la empatía, la comunicación asertiva, la resolución pacífica de conflictos. Una educación que desmonte los mitos del amor romántico, que empodere a las niñas y responsabilice a los niños. Que les enseñe a todos, sin distinción, a identificar las señales de la violencia, a no callar, a pedir ayuda.
Pero la educación, por sí sola, no es suficiente. Necesitamos un entramado de medidas integrales que aborden el problema desde todos los frentes. Protocolos de actuación más ágiles y efectivos, que permitan a las mujeres denunciar sin miedo, con la certeza de que serán escuchadas y protegidas. Mayor formación, recursos y valoración, especializada para los profesionales que intervienen en estos casos: policías, jueces, fiscales, trabajadores sociales. más recursos para la atención a las víctimas, psicológica, legal, económica. Refugios donde puedan reconstruir sus vidas, lejos del agresor. Y, por supuesto, más inversión en investigación, para comprender mejor las causas y las consecuencias de la violencia machista, y para desarrollar estrategias de prevención más eficaces.
No podemos escatimar en recursos para combatir esta lacra. La violencia machista no solo destruye vidas, también tiene un coste económico enorme para la sociedad. Invertir en prevención y atención a las víctimas es invertir en un futuro mejor para todos.
Pero hay algo que no se puede medir en euros: el dolor, el miedo, la desesperanza de las mujeres que sufren la violencia machista. Y también el llanto silencioso de los trabajadores y trabajadoras que dedican su vida a luchar contra esta lacra.
Ellos ven de cerca el horror, las consecuencias devastadoras del machismo. Y a menudo se sienten desbordados, frustrados, impotentes ante la falta de recursos, ante la lentitud de la justicia, ante la indiferencia de una parte de la sociedad.
Es hora de escuchar su llanto, de reconocer su labor, de darles el apoyo que necesitan.
Necesitamos, en definitiva, una sociedad que se implique activamente en la lucha contra la violencia machista. Una sociedad que no mire hacia otro lado, que no justifique lo injustificable, que no tolere ninguna forma de violencia. Porque la violencia machista no es un problema privado, es un problema social que nos afecta a todos y todas. Es una lacra que corroe nuestra sociedad, que nos roba la libertad, la dignidad, la vida. Y solo desde la unidad, la solidaridad y el compromiso, podremos construir una sociedad donde las mujeres puedan vivir libres de miedo, donde la igualdad sea una realidad y no una utopía.
Y es que, como afirmaba Audre Lorde, «no seré libre mientras siga habiendo mujeres sometidas, incluso aunque sus cadenas sean diferentes a las mías».
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