Félix Placer Ugarte
Teólogo

Obispos para Euskal Herria

La  diócesis  de Vitoria fue erigida en 1861 con los territorios de Gipuzkoa, Bizkaia y Araba, hasta entonces pertenecientes a la diócesis de Calahorra, una vez desaparecida la de Armentia en el s. XI. En ella ha habido 14 obispos. El nuevo prelado de Vitoria, elegido como los anteriores sin contar con el pueblo, será consagrado este próximo sábado en la catedral «nueva» de esta ciudad.

Desde que esta diócesis existe, el Vaticano siempre  ha cuidado con cautela política su gestión eclesiástica. No en vano, ante su creación, el abad electo de Santo Domingo de la Calzada advirtió: «Teniendo los vascongados Obispos de su habla, cabildos y párrocos de su habla, tratarán de extenderla por  los límites de las tres provincias, ganando terreno perdido y haciendo de ella una lengua nacional; y si a esto se agrega la mayor afición que cobrarán a sus costumbres, tradiciones y Fueros, que en cierto modo se  autorizan y sancionan, se habrá contribuido a formar en España una nacionalidad distinta y una base de separación política para los que más adelante quieren invocar el principio de las nacionalidades.»

Y no cayó en  saco roto  aquella  advertencia en lo que se refiere  a los  obispos para la nueva diócesis. Fueron elegidas personas –nombradas con el control de Madrid– de talante españolista, tanto en Vascongadas  como en Navarra y, por supuesto, no euskaldunes hasta Mateo Múgica (1928). A este obispo le tocó vivir y gobernar la diócesis en la república y guerra civil. Aunque conservador y favorable, en un principio, a la sublevación,  no firmó la ‘Carta colectiva del episcopado español’ (1937), juntamente con Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona y Javier Irastorza, obispo de Orihuela. Exiliado en Roma, denunció «la destrucción por los nacionales de las villas de Durango, Guernica, Munguía, Galdácano, por espantosos bombardeos destructores e incendiarios» y «los planes de exterminio que el ejército nacional preparó desde su levantamiento contra todo los que  fuese o le pareciese que era nacionalismo vasco y hasta su idioma o lenguaje.»
 
Cuando más tarde y por presiones del gobierno franquista, la diócesis fue dividida en los territorios de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa, y asignadas, las dos primeras a la provincia eclesiástica de Burgos y la de Donostia a Pamplona, los obispos nombrados con el control político concordatario asumieron su responsabilidad pastoral, oponiéndose a todo presunto nacionalismo del clero vasco. Desde sus directrices mantuvieron la fidelidad al régimen; no en vano habían sido nombrados con su beneplácito.

Durante los largos y penosos años del franquismo, la cárcel «concordataria» de Zamora (1968-1976) fue una denuncia contundente, junto con otras, de la represión del Pueblo y de la Iglesia vasca. La época del tardofranquismo culminó con los trágicos sucesos del 3 de marzo en Gasteiz, recordados estos días en su 40 aniversario que ha reclamado la verdad, justicia y reparación para los obreros asesinados, víctimas de la represión del régimen dictatorial.

En aquellos  años comenzó a cambiar el talante episcopal con Mons. Añoveros  quien defendió (1974), ante la crispación del gobierno, los derechos del Pueblo vasco, su lengua e identidad. Aunque en Vitoria continuaba el obispo franquista  Mons. Peralta, nuevos obispos ya vascos y euskaldunes, Setién, Uriarte, Cirarda, luego en Vitoria, Larrauri y Asurmendi, ofrecieron, en los tiempos de la transición y «democracia constitucional», pastorales conjuntas muy criticadas desde  Madrid y la prensa reaccionaria. Especialmente llamativas fueron las que proponían “Diálogo y negociación para la paz (1989) y “Preparar la paz” (2002) respetando los derechos de Euskal Herria.

Pero la Conferencia Episcopal Española –con Rouco a la cabeza–  presionaba para que otros obispos, acordes con su línea, asumieran la dirección de unas diócesis que se desmarcaban de determinadas orientaciones ideológicas de unionismo español. Y lo consiguieron en Pamplona con Fernando Sebastián y ahora con Francisco Pérez; en Bilbao con Mario Iceta y, en San Sebastián, con José Ignacio Munilla. Estos nombramientos fueron el golpe de timón más llamativo de la estrategia vaticana-española reciente para reconducir a la Iglesia vasca. También en Iparralde Mons. Alliet, de alto talante conservador, se encarga de conducir esta diócesis vasca marginando sus sentimientos y demandas euskaldunes.  

Se  esperaba que, teniendo en cuenta  la fuerte y razonada contestación en especial a los obispos de Donostia y Baiona, hubiera alguna reacción vaticana en una dirección más acorde con las demandas de una parte significativa de estas diócesis. Vitoria era lugar adecuado en estos momentos para indicar ese cambio. Sin embargo, ha sido nombrado, contra pronóstico, el navarro Juan Carlos Elizalde, prior de Orreaga, con importante responsabilidad pastoral en su hasta ahora, archidiócesis navarra, a la que vino en tiempos de Mons. Sebastián. Afable, cercano, pastoral, dinámico –al decir de quienes le conocen y han colaborado con él– ha sido la persona elegida para que, desde su talante moderado y conciliador, pueda asentar un estilo pastoral renovado y abrir vías para que la decadente diócesis de Vitoria, después del mandato de Mons. Asurmendi, recupere su impulso debilitado. Pero ¿en qué dirección?
 
Es la pregunta, entre otras, que muchos nos formulamos. ¿Sabrá ser sensible a la situación y cultura de este territorio y del conjunto de la Iglesia en Euskal Herria? o ¿será un obispo en la línea de quienes hoy dirigen las diócesis vascas? Ciertos indicios, como la forma en que se ha consensuado su secreta elección,  así parecen indicarlo. ¿Recuperará las demandas por una «provincia eclesiástica vasca»? ¿Tendrán eco en su corazón, como lo pidió el concilio Vaticano II, los signos de los tiempos que este pueblo expresa afirmando su identidad y derecho a ser libre, decidir su destino, lograr la paz desde la justicia? ¿Afrontará con compromisos convincentes la realidad de los pobres, emigrantes, marginados? ¿Apostará por una Iglesia pobre, como insiste el papa Francisco, y dará cuenta del patrimonio diocesano y, en su caso, devolverá al pueblo lo que le pertenece? ¿Exigirá los derechos de todas las  víctimas y, en concreto, de la masacre del 3 de Marzo en Gasteiz? ¿Sabrá estar  cerca  de las personas presas y de sus familias, en especial, de las injustamente dispersadas, y reclamar su acercamiento?

En definitiva y aunque no haya sido elegido por el pueblo ¿se acercará al pueblo que sufre, no sólo con humanidad y simpatía, sino con una misericordia samaritana que le hace bajarse del caballo jerárquico para vendar las heridas, acoger a los últimos, denunciar las injusticias de «un sistema de exclusión e inequidad que mata», como lo ha hecho el Papa?

La  silenciada y no escuchada Iglesia de base le ofrece, a mi entender, una colaboración crítica y positiva ante los graves problemas que debe afrontar a fin de que sea profeta y testigo a favor de los pobres, de los presos, de los oprimidos por tantas injusticias; es decir, para ser fiel a Quien representa y dijo: «He venido a dar la buena  noticia a los  pobres, a anunciar  la libertad  a los cautivos, a poner en libertad a los oprimidos.»

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