Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Olor a libertad

España, ayer, olía a libertad. Y a República. No fueron los partidos los que sacaron a los ciudadanos a la calle, sino la ciudadanía la que entregó la calle a los partidos. Desde mi sillón de medio inválido oía a esos ciudadanos. Los presentía desnudando su verdad: la soberanía, esa sustancia que hace de la nación un pueblo.

Ahora hace falta que los partidos revolucionarios –apuntaba revolución madura en ellos– sepan que la libertad que defiende cada uno es una libertad única por radical. Una libertad previa a todas las cosas concretas que se pretenden para edificar una cotidianeidad decente y que la libertad hará posibles. Una libertad que ha de abrir las puertas de las instituciones para que sus salones tengan otro destino que unos retóricos bailes de corte. Si los partidos que han brotado como un milagro al borde del camino bien custodiado del Sistema han entendido lo sucedido el 20-D el pueblo calmará el subconsciente melancólico en que, pese a todo, pervive como una brasa el 14 de abril de 1931, cuando España empezó a leer en un nuevo intento de modernidad.

Sr. Rajoy, usted dijo, culminada ya la noche electoral, que había ganado las elecciones. Cínica falsedad, ya que usted es el Sistema derrotado por las diversas tribus que reúnen a los parados hasta ahora perplejos, a los pensionistas sin vida real de tal nombre, a los que habitan hogares que no son hogar, a los esquilmados por la insensible lacra de los poderosos, a los que viven sin pensamiento en la temerosa posibilidad del caudillo de turno… Todos esos ciudadanos –¡cuente, cuente también sus millones, Sr. Rajoy– salieron el 20-D de sus oscuros y distintos hormigueros para gritarle un «¡No!» rotundo a usted. Muchos más millones de los que usted reunió de nuevo en esas convocatorias políticas que gritan «¡España!» como si protagonizaran una carga de caballería.

El reloj marca ya otra hora. Concretamente la hora de la unidad para ensayar el nuevo camino de una cierta intentona democrática, quizá un poco confusa aún, en un escenario crecientemente exclusivo y excluyente, que por su parte ha fundido en uno solo sus diversos poderes para mantener su expresión imperialista. Es el minuto crucial de la batalla entre el fascismo y el antifascismo. Nadie que tenga dignidad, o al menos sentido común, puede rehuir esa unidad que no admite más razones que su propia necesidad para recuperar al hombre como ciudadano soberano. Estamos ante un imperativo categórico. Una vez recuperado el aire libre será el momento de plantear el debate sobre el modo y forma de vivir cada hora. Es radicalmente falso que para coronar esa empresa liberadora no sirvan los gobiernos de concentración. Tan sólo esos gobiernos han de fijarse para una acción eficiente un gran programa de mínimos, es decir, un programa que quepa en una cuartilla realmente constituyente que hable del rápido incremento de empresas nacionales; que abra camino a la nacionalización creciente de las materias estratégicas o de origen natural, como la luz, el agua, el viento, el suelo, hoy expropiadas al común; un programa que cree asientos para la información de los trabajadores en la dirección de las grandes empresas; un programa de protección del propio mercado, con una banca pública que compita con la privada. En fin, un programa que ampare constitucionalmente un salario básico de carácter social; que garantice al más alto nivel la atención sanitaria, la gratuidad en la enseñanza y la difusión cultural; una normativa protectora del derecho a la vivienda. O un programa que contenga la creación de un responsable tribunal ciudadano para juzgar los incumplimientos programáticos.

¿Es realmente tan difícil que Podemos, el PSOE, los representantes del nacionalismo progresista, los comunistas de Izquierda Unida, las agrupaciones regionales pegadas al ciudadano pacten un gobierno que vaya desarrollando este suelo democrático, con prudencia y a la vez determinación? ¿Es realmente tan difícil introducir mandatos constitucionales en la Carta magna para que deje de ser un puro salvoconducto del poder o los poderes que han conducido a la sociedad al escandaloso estado de explotación y guerra en que se halla? ¿Es realmente tan peligroso entregar al pueblo su herencia natural?

Hay otras tareas asimismo urgentes, como la limpieza de los canales de información, hoy infectados por una plaga escandalosa de informadores que han convertido la prensa, la radio y la televisión en un vivero de ignorancia popular con su correspondiente resultado ideológico. Concluyamos, sin exceso de teoría, que un mundo que ignora la constitución y funcionamiento de su máquina política, económica y social es un mundo destinado a la deshumanización absoluta. Pues bien, ahí tienen los posibles coaligados la razón de su vínculo para la gobernación conjunta.

Todo esto que reclamo puede ser descrito por los poderes que gobiernan ahora el mundo como simplezas peligrosamente destructoras, pero creo que ha llegado la hora de la «simpleza» honesta, de la inteligencia llana de la realidad. Hay que elegir entre la asunción natural de la auténtica democracia, únicamente posible con una información transparente, o el choque sangriento que produce una convivencia corrompida. Eso es lo que percibo principalmente en la lectura serena del resultado electoral del 20-D.

De las últimas elecciones me ha llegado el viento fresco de lo que el Sr. Rajoy define despreciativamente como desestabilización en su intento de vender su «estabilidad» social. Ese viento «desestabilizador» lo produce la calle en libertad, enfrentada a los abusos del Sistema. La estabilidad del Sr. Rajoy es la imagen mortuoria más deprimente que ha pasado ante mis ojos. El 20-D finalizó, por el contrario, en una explosión de esperanza que ahora deben conservar y acrecentar las familias políticas que aspiran al gobierno y que surgieron de los movimientos espontáneos que los ciudadanos protagonizaron en los últimos años en lucha a pecho descubierto contra el desprecio y las persecuciones legales de una españolidad que lleva doscientos años oliendo a podrido. Si uno reflexiona honestamente sobre lo acontecido hace 48 horas concluye que España es una realidad que espera a nacer. Ese parto debe ser tratado y cuidado ahora por la alianza llamada a la gran empresa de la razón democrática. El español es fundamentalmente un fenómeno volcánico de escasa duración.

Cuando el nuevo gobierno de la coalición esté asentado habrá de consagrarse urgentemente a la construcción de un suelo político sobre el que muchos problemas agudos podrán tratarse con una viabilidad impedida hasta ahora por los gobernantes de la «estabilidad». Es posible que nosotros podamos ser al fin parte de una Europa a la que hay que recuperar. Esa será la gran empresa de nuestra democracia recién estrenada. Desde los nacionalismos soberanistas hasta las variables federalistas podrán sentarse en torno a una mesa ciudadana para discutir la articulación social en un tablero múltiple. Porque ahora se trata de hacer sociedad. España ha vivido siglos sin lograrla. Quizá sea mejor para todos una fraternidad de pueblos libres que una «estabilidad» unitaria. Esta posibilidad debe ser prioritaria para unos dirigentes que han de ir más allá de sí mismos. Pero ante todo necesitamos libertad de ideas, justicia social y voluntad soberana en la calle. El 20-D es el triunfo de esa calle múltiple por verdadera.
Sr. Rajoy, usted ha perdido las elecciones.

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