Orígenes de la nación
Han vuelto a aflorar las simplezas de Madrid en torno a la negada nacionalidad catalana. Las sostienen por igual y con igual decisión «populares», socialistas y Ciudadanos, amén de otros pequeños partidos que participan en el festín condenatorio de esa nacionalidad que resulta innegable como hecho histórico.
Algunos, con tal de lucrar sufragios catalanes, llegan a admitir que Catalunya es una nación, pero no con derecho a soberanía, sin reparar que con este zafio manejo de los conceptos introducen una creciente violencia en la política española, ya que la nacionalidad aspira a culminar su perfección con la realización de la soberanía, ejecute o no, pero libremente, esa posibilidad de independencia motivada por razones muy diversas.
El federalismo, por ejemplo, tiene muy en cuenta esta vigorosa presencia de la nacionalidad cuando ofrece, a fin de implicar a cierto bloque de sujetos distintos pero acordes en su convivencia, un marco de acciones y leyes pactadas en común. Suiza es un ejemplo de libro cuando se aborda esta cuestión. Pero aún la fórmula federal deja de ser honesta y naufraga cuando la capacidad de mutua atadura cede ante el retornado deseo de una singularidad política en uno de sus socios. Quizá la definición de la sardana, como «la dansa més bella de totes les danses que es fan i es desfan», pueda de alguna manera ser el dibujo ideal del federalismo, que ha de combinar elasticidad con determinación. El federalismo requiere una gran instrucción política y una profunda capacidad de análisis. No parece ser éste el caso español.
Lo grave cuando se entra seriamente en el debate sobre el nacionalismo es poblarlo de predeterminaciones que den origen a una áspera violencia, cosa que suele protagonizar la nación dominante del Estado. Violencia que no en pocas ocasiones es respondida con inevitables virulencias que complican o impiden todo diálogo razonable. Esta detestable realidad nos obliga a un serio análisis de tales situaciones extremas que muchas veces se enquistan por siglos. Si aceptásemos con ánimo elevado todo lo que encierra el hecho nacional a fin de clarificar la convivencia nos evitaríamos la multiplicación absurda de embrollos que, muchas veces, adquieren un volumen endiablado y sin futuro alguno. Empecemos por advertir que en ese análisis no vale jugar con simplicidades que oscurecen más la solución del conflicto, como esa oferta de muchos españoles de burlar a catalanes y vascos con esa tontería de que «España en una nación de naciones», como si la historia pariese gemelos, uno de los cuales, por supuesto, es el heredero terne de la finca.
La violencia que suele generar esta cuestión del nacionalismo oprimido por un Estado que, dado su poder, gobierna desde otro nacionalismo ya instaurado y frecuentemente arrasador hay que explicarla recurriendo al origen de las naciones.
Hace poco leía un severo estudio sobre la permanente violencia física y la inmadurez intelectual en que viven los norteamericanos, cosas ambas que transmiten a un mundo ya muy cuarteado. En este estudio se preguntaba el autor sobre el origen de tal forma de ser y de actuar y llegaba a la conclusión de que la inmensa mayoría de las naciones tenidas por normales en cuanto a su existencia se han formado mediante un inquieto, largo y duro proceso histórico que ha conjuntado íntimamente a los pueblos que así acaban por fundirse en lo que después reconoceremos como lo vívidamente nacional. Este dilatado proceso de enfrentamientos, paces y diálogo da lugar a participaciones y entendimientos que hacen de la mezcla final una estructura bastante resistente a quiebras y derrumbamientos. Las naciones que se han forjado así pueden definirse como naciones históricas, con un perfil humano e institucional normalmente cuajado y habitable.
Mas hay naciones que han surgido como Venus del mar y aún viven de la emoción suscitada por tan repentina surgencia. Son las naciones emocionales, es decir, las que no tienen más vínculo interior que la prepotente y superior decisión de su casta dirigente. Estas naciones volcánicas sólo cuentan con el Estado como explicación única de su unidad. Esto hace que su existencia sea eruptiva, compleja y forzada y que con ello haya de contarse en todo momento, ya que en cualquier ocasión ese fuego interno de carrasca, conservado muy vivamente aunque retenido en una complicada maraña social, pueda aflorar y exigir remedios correctores del desajuste que llevan a la mayor brutalidad doméstica o a una aguda violencia proyectada hacia el exterior como dramática canalización del desarreglo interno.
Estas naciones de origen emocional o súbito y por tanto en agraz, ya que no provienen de largas y significativas convivencias e interconexiones poderosas, suelen ser las que dan lugar a los imperialismos: Gran Bretaña (que excepcionalmente no es una nación propiamente dicha sino un sistema social), Rusia, Estados Unidos, situadas en el gran escenario, o España, ya en un escalón más bajo. Hay que subrayar que el imperialismo no es una estructura de «ser» sino una significación de voluntad ante los demás, es decir, un «ser ante», una dominación con todo lo que conlleva de razón excluyente de la razón ajena. Como es obvio, el imperialismo no puede por razón de su propia lógica protagonizar un verdadero diálogo sino que su contacto se reduce a una continuada voracidad en que está comprometida nada menos que su existencia. Este trofismo salvaje para mantener su expansión constante produce una perpetua conmoción en la sociedad universal con destrucción de valores fundamentales como la libertad y la justicia. Todo esto resulta obvio, pero el problema estriba en la voluntad de respuesta que tenga la sociedad acosada, cada vez más débil moral y políticamente. Esta capacidad de respuesta solamente la poseen los nacionalismos radicales por su exigencia de vida propia. De ahí que la restitución democrática pese sobre la espalda de los pueblos que luchan por su liberación. En suma, la resurrección de los marcos étnicos como ámbito de la política soberana juega un papel fundamental en la lucha antiimperialista.
El caso de España, que es el que nos atribula como súbditos españoles es absolutamente relevante de todo lo que dejamos escrito. El actual jefe de Gobierno en funciones, el paradojal y ojivivo Sr. Rajoy que, como muchos insectos aparentemente sedentes caza desde la subitez, ha dicho sobre la ambición catalana de independencia que él no permitirá movimiento alguno en esa dirección ya que Catalunya es parte radical de la nación española –que calificó como la más antigua de Europa–, y por tanto dependiente en su ser de la opinión de los ciudadanos de Huelga o Palencia, pongamos por caso. Una vez más la confusión de nación con Estado. Si consideramos que España es nación única del norte al sur y del este al oeste, habremos de convenir que no estamos ante una nación históricamente trabada en diversos y profundos encuentros y por tanto con una unidad muy elaborada, sino ante una nación de surgimiento emocional y quebradizo, ya que brotó de un acontecimiento emocional, como fue el matrimonio de los llamados reyes católicos, que aún nos altera a todos. Hasta entonces las relaciones de Catalunya con Castilla o España eran muy superficiales tanto en lo político como en lo cultural al pertenecer Catalunya al mundo mediterráneo al que aportó y del que recibió cultura, comercio y alma y estar Castilla, por su parte, proyectada al bautismo de indios trasatlánticos como regalo al fin para ingleses y holandeses mientras empobrecía su propia casa.
Estos antecedentes nos sitúan, por tanto, ante dos naciones. ¿Españoles todos y además de esta asendereada España? Sr. Rajoy, usted debiera tener en cuenta, más que lo que significa la Moncloa en su forma de vida y de percepción de la realidad, la memoria de los irmandiños cuando desde Cruña a Betanzos se alzaron para conseguir su libertad gallega frente a la opresión ejercida por una nobleza ya castellanizada.
¡Ay, Sr. Rajoy, que a usted no le quieren ya ni en Pontevedra! Deje que cada cual pazca con su rebaño y trate de levantar así una nueva era de concordia y libertad en esta península en que nadie logró ser cumplidamente él mismo. Usted dedíquese a mejorar el empleo, los salarios y los servicios sociales, la educación y la democracia porque estas cosas no mejorarán recurriendo sólo a la cruzada para conservar la España unida.