Aster Navas
Profesor

Pared con pared

«Podemos ver a dónde llega el agua pero cuesta saber de dónde viene, por dónde lo hace y cuánto ha tardado en llegar. El caso es que, de una manera u otra, el agua siempre se abre camino»

Lunes. Tras hablar con el administrador de fincas del bloque, consigo contactar por teléfono con la vecina de al lado: en una de las paredes que compartimos –o quizá que nos separan– ha ido creciendo una mancha de humedad. Me tranquiliza al decirme que no me preocupe, que inmediatamente dará parte a su seguro.

Al colgar pienso que resulta desconcertante esa cercanía: a escasos centímetros de nuestro dormitorio ella tiene el salón; nuestro estudio está pegando a su cocina; su despensa, pareja a nuestro aseo. Hasta nuestra casa llegan sus ruidos domésticos y en la suya se colarán sin duda los nuestros. Incluso los más personales: un catarro persistente, un roce familiar, la cisterna, el rumor de un televisor en el que creemos reconocer la banda sonora de alguna serie, la voz del locutor de Pasapalabra, la algarabía de un cumpleaños. Sin embargo somos dos perfectos desconocidos.

Pienso en esa proximidad tan distante; en esa distancia tan próxima con que hemos vivido, pared con pared, durante años, décadas ya. Me cuesta calcularlo.

Martes. Leo en la prensa que ha muerto Raquel Welch. A su edad –82 años– la vida y la muerte también son vecinas; separadas –unidas quizá– por un delgado tabique cada día más permeable. Entro en 4.A. Mientras leemos en silencio, escuchamos la clase de matemáticas de 4.B.

Miércoles. Tropiezo con una columna de Manuel Vicent, “El tiempo”: «El tiempo no existe. El tiempo solo son las cosas que te pasan, por eso pasa tan deprisa cuando a uno ya no le pasa nada». Acabáramos… ¿Miércoles ya…?

Jueves. El técnico del seguro dice que será difícil detectar el origen de la fuga: «Podemos ver a dónde llega el agua pero cuesta saber de dónde viene, por dónde lo hace y cuánto ha tardado en llegar. El caso es que, de una manera u otra, el agua siempre se abre camino». Es un tipo de unos cuarenta años que, sinceramente, no tenía pinta de coach; tampoco de poeta. Acabamos hablando del trasvase Tajo-Segura… –La que se lía con el agua –me dice ya en la puerta, al despedirse.

Viernes. Ya era urgente que me comprara unos zapatos. Lo he ido postergando por pereza y porque mis pies no acaban de encontrar –me pasa como a Renfe con los trenes– la medida justa. Están entre un 43 y un 45; todo depende del fabricante. En la tienda me los pruebo cientos de veces y luego durante meses lamento indefectiblemente no haber comprado un número más o un número menos. Además, tampoco entre ellos se ponen de acuerdo. El izquierdo se siente incómodo con la horma que se acopla como un guante al derecho; y viceversa. Se pasan todo el día juntos y sin embargo…

Al decidirme finalmente por el 46 pienso en esa proximidad tan distante; en esa distancia tan próxima en que conviven ambos, calcetín con calcetín, durante años; décadas ya. El derecho más decidido, más ejecutivo; el izquierdo siempre a la zaga.

Sábado. Abro el diccionario para rastrear, por si se me había escapado alguna, las acepciones del término «Mediador», la palabra que ha entrado hasta la cocina de la actualidad informativa. Ahí anda: entre Bruce Willis, un chalet royal en Baqueira, los beneficios de Petronor, Roald Dahl y Ramón Tamames.

Comprendo, de repente, pasando hojas, que no hay mayor desorden que el orden alfabético: el «mediador» que andaba buscando comparte página –entre otros– con una «médium», un «médico» un «medallista» y una «medusa».

Aunque veo una nueva entrega de First Dates, me acuesto descolocado.

En fin.

Bilatu