José Ignacio Camiruaga Mieza

París bien vale una misa

Hay una ley que, por supuesto, a mi modo de ver, domina la política y que quienes la dictan nunca deben olvidar −tampoco los que ejercemos soberanamente el derecho de votar cuando se nos dice que hay que hacerlo−: cueste lo que cueste, el poder o se conquista, o se preserva (si es que ya se tiene). Un movimiento o partido político nunca se limitará y nunca tomará intencionalmente decisiones que conduzcan a una muerte segura a costa de «traicionar» (no respetar, no cumplir...) las promesas hechas a los electores durante la campaña electoral, de cambiar de aliado, de cambiar repentinamente de opinión, etc. Primero vivir, o mejor dicho sobrevivir, y luego todo lo demás... No preguntemos por la coherencia, consistencia... Donde dije digo, digo Diego.

Es cierto que esta «ley de hierro» de la política casi ha sido olvidada, pero esto sucedió porque en el siglo XX existía un fuerte factor extrapolítico limitante y legitimador: la ideología. Para demostrar plenamente su ideología, los partidos, a veces, no siempre, han tomado decisiones que eran políticamente insensatas o «irracionales». Pero hoy, cuando esos factores se han debilitado, o quizás han desaparecido, la política se manifiesta en su cruda y desnuda realidad de la lucha por el poder para conquistarlo o para perpetuarse en él.

«París vale una misa» (Enrique IV). Para conocer el significado y momento / alcance históricos de esta expresión quizá bastase con consultar Wikipedia. En realidad, uno se siente tentado a pensar que todo tiene un precio: también el poder, ya sea para conquistarlo, ya sea para perpetuarse en él. En realidad, no debemos llevarnos las manos a la cabeza. Es una ley que domina la política de izquierda, del centro y de la derecha. Ha sido antes. Es ahora. Lo será mañana. Nada nuevo bajo el sol (Eclesiastés). No sé, lo dudo, si hay tanto motivo objetivo y real para escandalizarse. En realidad, «París bien vale una Misa» o «todo tiene un precio» no hacen sino subrayar que hasta merece la pena hacer incluso un sacrificio parcial si con ello se consigue un resultado global superior. Y uno puede sacrificar en el altar del todo por la patria. O en el altar de la Moncloa de turno. Incluso se puede hasta renunciar a lo que antes uno confesaba o tenía por digno, innegociable, inviolable, etc. Es suficiente con pagar el precio. Así las cosas, el poder vale lo que uno esté dispuesto a pagar por conquistarlo o por perpetuarse en él. Si todas las cosas tienen en Roma su precio (Juvenal), también en España como en el resto del mundo. Hacer de la necesidad virtud.

Si vivimos en una época en la que casi todo se puede comprar y vender. Si en las últimas décadas, los mercados −y los valores de mercado− se han apoderado de nuestras vidas como nunca antes. Si quizá no hemos llegado a esta situación por elección deliberada, sino que casi ha llegado por sí sola... Si hoy casi todo está en venta... puedo hacer hasta un pacto con el que antes consideraba «diablo» para sobrevivir... Todo apunta a que uno hasta se puede volver indiferente o poner entre paréntesis sus convicciones. Dicho de una manera seguramente incluso más burda: no nos importa tanto realizar algo que no queríamos realizar o que iba en contra de nuestros convencimientos si eso, así creemos, nos va a reportar un gran beneficio. Estos son mis principios, si no les gustan tengo otros. Pues eso.

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