Raúl Zibechi

Pocos voluntarios para ir a la guerra

Las élites gobernantes atizan el fuego de la guerra, aun sabiendo que la inmensa mayoría de sus gobernados la rechazan y no están dispuestos a morir en el frente defendiendo intereses ajenos. Los poderosos saben, sin embargo, que sus hijos e hijas están resguardo de las bombas y los drones que destrozan cuerpos y sueños juveniles.

Pese a la brutal desinformación que propician los medios, la mayoría absoluta de los europeos aseguran que no irán a combatir en una guerra, incluso si su país estuviera envuelto en el conflicto. En Italia, ocho de cada diez no quiere participar en una guerra. En el Estado español algo más de la mitad, aunque los datos son imprecisos y manipulados.
Un reciente artículo del medio conservador “HuffPost” des-informa lo siguiente: «El 80% de los jóvenes españoles, franceses, británicos y alemanes encuestados creen que las empresas de defensa están comprometidas con la paz, la resolución de conflictos, la defensa de la democracia o la lucha contra el cambio climático» (“HuffPost”, 19/11/2024).

Ese es el nivel de manipulación realmente existente. Al no encontrar canales «democráticos» para hacerse escuchar, no pocos jóvenes se vuelcan hacia la ultraderecha, quizá somos alternativa desesperada y poco racional. Lo cierto es que el rechazo es evidente.

En Alemania, uno de cada cuatro reclutas abandona al cabo de seis meses, entre otras cosas, porque no quieren estar lejos de sus hogares. Puede imaginarse cuántas deserciones habría si se los enviara al frente. Por eso, «la Bundeswehr no deja piedra sobre piedra, coloca grandes carteles publicitarios en las ciudades alemanas y muestra la vida cotidiana de los soldados en las redes sociales», destaca “Deutsche Welle” (11/03/2025).

Un reciente informe de “El Mundo”, destaca que en las fuerzas armadas españolas abandonan más soldados de los que ingresan, según datos del Ministerio de Defensa (“El Mundo”, 15/03/2025). En 2024 se cubrieron solo el 71% de las plazas necesarias, haciendo que el déficit de personal de guerra supere los 20 mil efectivos, cifras que tienden a crecer.

La cohesión social es la clave del éxito o del fracaso de las naciones, como acaba de señalar el intelectual singapurense Kishore Mahbubani en una reciente y célebre conferencia que no tiene desperdicio (https://labur.eus/ybwehadf). Este es el punto débil de Occidente. Sociedades fragmentadas, divididas, con poblaciones enfrentadas por las más diversas cuestiones, desde los colores de piel hasta las afinidades sexuales y de género.

El creciente rechazo de los jóvenes occidentales a defender a sus países coincide, no por casualidad, con la cada vez mayor inclinación de las élites políticas y económicas a hacer la guerra para sostener su poder cada vez menos legítimo. El aumento de la desigualdad, la precarización laboral, el deterioro de los servicios de salud y el empobrecimiento de una parte considerable de las juventudes, que no pueden repetir la historia de vida de sus padres, parece estar en la base de su comportamiento electoral y político.

Si algo tuvo Europa desde la segunda posguerra, fue una poderosa cohesión social que se manifestaba en su robusto estado del bienestar. El permanente ascenso de la calidad de vida de los trabajadores se está evaporando a grandes velocidades. No será sencillo seguir reduciendo las prestaciones y beneficios sociales para aumentar el gasto militar.

Si no quieren verse envueltas en una profunda crisis de su política de defensa, las autoridades de Bruselas podrían revisar algunos de sus supuestos estratégicos. Por ejemplo, considerar a Rusia como enemigo irreconciliable, dispuesto a llegar hasta el canal de la Mancha, mientras se niegan a cuestionar el genocidio en Gaza. Se trata de políticas que no responden a una estrategia serenamente diseñada, sino a un capricho militarista de las élites, que no se atreven a consultar con sus poblaciones, ya que son difícilmente sustentantes.

En un mundo en el que se agudizan las contradicciones entre naciones, y entre pueblos y clases dominantes, no tener una estrategia global tiene un elevado costo social para las sociedades fragmentadas. Europa se debe un debate serio sobre qué lugar pretende ocupar en el mundo, en vez de caminar sin rumbo o, peor, con los modos y ritmos que le venían marcando desde el otro lado del Atlántico. Con el viraje proteccionista de Trump, todo lo que parecía sólido lo están horadando los aranceles.

La escasez de reclutas podría ser una buena oportunidad para sincerar el estado de situación en cada uno de los países de la Unión, para hacer balance de los errores de los grupos políticos que han dirigido su destino, lo que supone abrirse a un debate que incluye algún tipo de autocrítica. En concreto, desde la crisis de Maidán en 2014, que se saldó con un verdadero golpe de Estado en Ucrania, las dirigencias parecen marchar sin rumbo, tapando agujeros aquí y allá sin más perspectivas de largo plazo.

Si Europa no recupera su cohesión interna y no establece algunas líneas estratégicas básicas, no podrá salir del atolladero actual. La imposición de aranceles por parte de Trump a su principal socio comercial y político, puede contribuir a iniciar un debate para redefinir las relaciones atlánticas. Hasta ahora no parece existir voluntad política para hacerlo, porque los responsables temen cambiar el rumbo y parecen preferir esperar a que en cuatro años se modifique la relación de fuerzas en Washington para retornar al rumbo anterior.

Mientras los grandes países asiáticos estarían buscando propuestas coordinadas ante la andanada de Trump, los europeos siguen mostrando una suerte de cacofonía que evidencia profundas divisiones y falta de cooperación intrazona. Aún no logran acordar una política ante Rusia que no pase por la guerra, como quiere probablemente la mayoría de la población, sin la capacidad de ver más allá de lo inmediato. Una cosa es equivocarse y otra muy diferente perder el rumbo. En este caso, el fracaso estará garantizado.

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