¿Poder o moral?
Si definitivamente el gobierno de la Generalitat decide dar el paso para desconectar Catalunya de España qué respuesta dará Madrid a esta decisión? ¿Predominará la cólera o la templanza? ¿Se valdrá de la agresión armada o de la mesura política?
¿Usará simplemente el poder o recurrirá, sorprendentemente, a principios morales y políticos? ¿Predominará la democracia o funcionará la dictadura que ha asolado siempre el Estado español, donde los desarmados han perecido no pocas veces por la espada?
Vivimos tiempos sin elegancia política, es decir, sin mecanismos nobles de aproximación; no se aspira a saber del «otro», sino a devorarlo como boas que luego duermen una larga siesta para hacer la digestión bárbara de lo que han ingerido. Tiempos rudos que al despreciar la estética de la libertad se llevan por delante la ética de la justicia. La estantería política está repleta de sañudos autócratas empecinados en ignorar la soberanía efectiva que dicen respetar en los ciudadanos. Son la gente del «¡no!», vacía de ideas y corta de palabras; desprovista de proceso histórico. Bárbaros inmóviles. Ante esos dirigentes puede emplearse esta frase de Michel Foucault en su “Historia de la locura”: «Son seres humanos que no se caracterizan por cierta relación con la verdad, sino que guardan, como si les perteneciera por derecho propio, a la vez manifiesta y oculta, una verdad». Políticos que han ido ya más allá de la infusión del temor simple en las masas para anularlas, practicado hasta hace poco tiempo –el temor ante el peligro inmediato, concreto y circunstancial, pero a la postre pasajero y superable–, y han pasado a sumergir la vida individual y colectiva de la sociedad en el miedo absoluto, esa sensación metafísica, insondable y permanente, de que ha desaparecido el horizonte por obra de un monstruo que ha capturado la luz que necesitamos para seguir caminando. Han sido apagadas las estrellas. Si repasamos la galería de gobernantes –en el caso español aterradora por su primitivismo– el alma desaparece en el mar de la imposibilidad. El mito de la fe, esa gran y confortadora realidad que ha movido al mundo en tantos sentidos –la fe propia respetuosa ante la fe del otro– se ha evaporado y ha arrasado la palabra fundante o creativa para reducirla a la decisión inconmovible de un poder estatuario y triste. En Madrid se habla despreciativamente del mito de la nación catalana como de una antigualla que debe despreciarse en un mundo de poderosas realidades virtuales en donde los ciudadanos entretienen su desierto intelectual matando bichos horribles en una pantalla con que ocupan la mesa del café. No se puede ya creer en nada porque al parecer ya no hay nada, salvo la falsa contabilidad del dominador. Una terrible y absoluta mudez de la razón impide toda indagación constructiva por parte de la conciencia. Hace pocos días la Unión Europea anunciaba la expulsión de un millón de inmigrantes sin papeles al tiempo que escarnecía, en nombre de los derechos humanos, al Sr. Trump, que pretende cerrar su frontera a doscientos mil de esos inmigrantes.
Todo lo que dejo sentado entra en la matemática inmoral que nuestro Estado emplea para tener atado con gruesa cuerda de cáñamo el cartapacio de la libertad catalana que Madrid mantiene sellado en todas sus dimensiones étnicas, culturales, económicas y sociales. La legalidad empleada frente a Catalunya es ciega y reductora. Esa legalidad está desprovista de esa básica Gestalt –ese diseño de la propia realidad profunda– según la cual, como subraya el profesor Cencillo, «la mente se encarga de configurar, mediante ciertos principios, todos aquellos elementos que forman parte de ella gracias a la acción de la percepción o al acervo de la memoria según leyes como la de la semejanza –que determina la similaridad esencial–; la ley de la proximidad –que agrupa los elementos vitales según su cercanía– o la ley del cierre, que añade el elemento que posiblemente falta para completar la figura completa de aquello a que se aspira», en este caso la nación soberana por parte de sus ciudadanos. Todas esas obviadas leyes componen el mito catalán, la verdad catalana, que habita para su mal en un mundo tan incoherente que podría expresarse con la disparatada cuestión de los inmigrantes en nuestro caso, que no pueden venir porque no tienen papeles y los catalanes no pueden irse porque tampoco los tienen. Papeles…
Sobre la cuestión de la independencia catalana muchos españoles hablan despreciativamente del mito catalán, como si el mito no resumiese todo un modo de explicar una vida que mantiene su perfil a través del tiempo. En este asunto recurro una vez más al profesor Luis Cencillo cuando escribe: «El mito es una forma de saber acerca de algo y que en sí mismo tiene la realidad propia de un saber. Ante todo crea una base de comprensión en forma de esquemas mentales y de modelos gestálticos para que el ser humano organice, digiera e ilumine la experiencia de sí mismo, del cosmos y de las elecciones elementales en que el hombre se ve envuelto y comprometido… El mito no es un saber científico, ciertamente, porque la ciencia es un saber regional ligado al método formal y ajena a la esfera del sentido y de las totalidades, mas no por ello deja el mito de ser un saber acerca de realidades y cosmorrealidades en profundidad». Y añade su discípulo Mario Corbi: «El mito acota y estructura toda la realidad, establece modelos de valoración y de comportamiento a todo nivel… Es un fenómeno fundamentalmente axiológico que acota, organiza y estructura la experiencia. Esta conjunción de conocer y valorar lo convierte en un saber sapiencial». Sí, Cataluña se mantiene y habla desde su mito, que es muy distinto a la fantasía española. A esta concreción añado la presencia y fuerza del mito vasco.
¿Qué respuesta dará Madrid a la cuestión catalana, tan explicable desde la función de la moral y del derecho poseído y depurado por esa moral? ¿Provocar una guerra? Catalunya no está armada. ¿Abrir de par en par las puertas de sus cárceles para acoger a tales nacionalistas? No creo que la Unión Europea soportara este escándalo ¿Inhabilitar al ochenta por ciento de la clase política catalana? El veinte por ciento restante que se adhiere a Madrid se convertiría automáticamente en un gobierno colonial, con lo que podría considerarse automáticamente la legislación de la ONU sobre el derecho de las colonias a la secesión? ¿Rechazar en los tribunales toda política o acuerdo surgido de las Corts de Catalunya? Este proceder acabaría en dos puntos finales igualmente peligrosos: la burla generalizada a un pueblo que no soportaría mucho tiempo tal situación y la aparición de una violencia de la que España sería autora y protagonista única. Todo esto es lo que tiene que considerar Madrid olvidando absolutamente la fantasía mortal del «¡Santiago y cierra, España!». Por otra parte, y respeto a los catalanes, renunciar ahora al sueño de la independencia los hundiría por muchos años. Herida más honda por ser inferida desde la hipotética traición de parte de sus habitantes. En este caso los catalanes quizá prefieran morir de pie que vivir de rodillas, sea dicho sencillamente y sin lenguaje de leyenda. Al fin y al cabo hay que legar, sea como sea, la combativa voluntad catalana. Pero espero que en el futuro no se celebre por duplicado «L´Onze de Setembre» y ante los mismos Borbones. Catalunya independiente seguiría existiendo en un marco peninsular y mediterráneo libre ya de servilismos impuestos por un imperialismo que sigue viviendo en una memoria repleta de tristes fantasías.