Polarización pilarizada
Este «régimen de Weimar» español de hoy, como el de entonces, no se sostendrá con medias tintas sociales, retoques territoriales epidérmicos, regalías presupuestarias y concesiones de fondo al autoritarismo derechista
La clausura de lo social a la que nos condena el orden neoliberal define de modo indiscutible las fronteras internas y externas de la polis. Quién tiene parte y quién no, y dónde la tiene cada uno, de tenerla. La gestión postpolítica a la que se refería Zizek sigue vigente y responde a una pluralidad creciente con la conocida combinación de politesse –conversación «civilizada» entre los insiders que no altera la relación de fuerzas–, y policía, es decir, el control social de los outsiders, la disidencia no reglada.
La política como deliberación solo pone a deliberar a los que ya tienen voz. Voz cantante. La demanda subalterna –la que es o ha devenido inexistente o irrelevante–, tiene que ganarse un lugar en el ágora y ese lugar nunca se gana sin conflicto. Esta aparición de «lo político» como acontecimiento es afortunadamente impredecible y reabre la herida de lo social una y otra vez, evitando su cicatrización en la rutina de «la política». Esa irrupción de la demanda de «la parte sin parte», la parte inexistente pero necesaria, es la única garantía de que el camino inacabable de la radicalización democrática esté siempre abierto. Se hace camino al andar, se hace camino al luchar. Pura teoría postmarxista. Sin embargo, la lucha actual no es ya solo entre el orden institucional y las fuerzas democratizadoras. La movilización social, la protesta callejera ya no es emancipadora por definición. También se mueve el postfascismo.
La aceleración de la modernización capitalista y los subprocesos aparejados –urbanización, digitalización, mercantilización…–, cabalgada por una minoría globalizada, está expulsando demasiadas voces subalternas del ágora… Y estas han empezado a exigir su parte. Esa exigencia –ligada tanto a la pauperización como, sobre todo, a una identidad que se percibe amenazada–, adopta dos formas:
-La que defiende la radicalización de la Ilustración y de los valores universales de justicia y que hasta hace poco era monopolio de un populismo/soberanismo de izquierdas que hoy compite y/o colabora con un comunitarismo utópico que propugna un decrecimiento civilizatorio o un neo-vanguardismo comunista, opciones estas últimas que se reforzarán en la medida en la que la radicalización de la derecha se acentúe y el orden sistémico no asegure un mínimo de bienestar. Es la forma hegemónica en Cataluña y Euskal Herria, por el momento.
-La que plantea el populismo de derechas: la resistencia al cambio y el deseo imposible de volver a un mundo pasado, tan glorioso y previsible como perdido irremisiblemente: donde retomar el control de nuestras vidas («take back control» británico), volver a hacer grande nuestro país («make America great again» americano), o defender los toros, la caza y la unidad indisoluble de la nación española se convierten en motivos para seguir viviendo una realidad ya finiquitada. Es la forma hegemónica de respuesta en España, mal que nos pese.
Efectivamente, en el caso español, los efectos empobrecedores de la gestión neoliberal de la crisis, la incapacidad del populismo de izquierdas rápidamente institucionalizado para dar una respuesta contundente en términos de justicia social y la identidad española tradicional amenazada por el soberanismo catalán, el vaciamiento territorial, el impulso de las nuevas políticas de género y la nueva sensibilidad ecologista se han combinado en una tormenta perfecta para la expansión del populismo de derechas.
Cuando Ezra Klein, nostálgico de Tocqueville, se lamenta por la polarización de su país en un reciente best seller, “Por qué estamos polarizados”, se refiere a un triple proceso que afecta no solo la América trumpista, sino a gran parte de Occidente: clasificación, polarización y extremismo. Estos tres mecanismos normalmente aparecen conectados, aunque no necesariamente. Veamos.
Por un lado, asistimos a una creciente clasificación de la ciudadanía según opciones políticas pilarizadas –estructuradas en pilares sociales aislados–, que de forma coherente definen un modo articulado de entender la nación, la forma de Estado, la relación con la naturaleza, la actitud ante la inmigración, las opciones sexuales o el rol de la mujer. Pilares sociales que además son refractarios a la información discordante porque se informan y viven en espacios físicos y virtuales endogámicos… Es decir, la gente se «clasifica» según identidades sin fisuras prestas a atacar si se sienten atacadas, identidades perfectamente ahormadas con sus partidos de referencia. Este mecanismo es palpable en la sociedad española, no tanto en las naciones sin Estado peninsulares, en las que los procesos de construcción popular son algo más transversales. Así, hoy la ciudadanía española que vota habitualmente a la izquierda es tendencialmente republicana, reconoce (más o menos) la plurinacionalidad, no ama especialmente la caza o los toros, aplaude la movilización feminista o LGTBI y entiende que hay que acoger a los migrantes desfavorecidos. Y a la inversa: la ciudadanía española que vota a la derecha es monárquica, clama por la unidad nacional amenazada por el separatismo y la inmigración, suspira por esa familia tradicional en la que mientras la mujer cuida, el hombre «sostiene la casa» desde su despacho, como nos recuerda el anuncio de Securitas Direct. Hay cada vez menos contradicciones personales.
A esta clasificación se le suma la polarización, es decir, la desaparición de las posiciones intermedias, y la ubicación de esas clasificaciones en dos polos claros y distintos que expresan cada vez más dos cosmovisiones enfrentadas. Es decir, la pilarización no es múltiple, tiende a ubicarse en dos polos que vacían los posicionamientos políticos centrados.
Y, finalmente, este proceso se ve complementado en muchos casos por el extremismo ideológico. Una vez clasificados y definidos los polos, estos tienden a ubicarse además en los extremos del eje ideológico. No hay templanza: «el separatismo debe acabar en la cárcel, en el mejor de los casos. El emigrante, deportado o ahogado. El colectivo LGTBI, apaleado».
Frente a la gestión post-política basada en la componenda, deberíamos asumir que este proceso tripartito no es malo en sí mismo. La radicalización democrática depende de su activación. Sin embargo, como vemos, lo mismo ocurre con la involución autoritaria. La cuestión es: Una vez en marcha el proceso de polarización pilarizada, ¿cuál es la mejor estrategia para las fuerzas democratizadoras?
En lo que se refiere a la cuestión territorial, España se ha clasificado, polarizado y opta por el extremismo. Desde un punto de vista sistémico, el discurso del rey, el guerracivilismo de aquel «a por ellos», la represión del uno de octubre, el lawfare posterior, el ascenso de Vox y, sobre todo, la aplicación del artículo 155 no son sino piezas de una respuesta profunda perfectamente coherente y extremista: «si las naciones sin Estado aspiráis a la soberanía, si queréis más de lo que estamos dispuestos a conceder, os quedaréis sin nada». Sin embargo, este extremismo no afecta solo a lo territorial, es una lógica que funciona, con mayor o menor fortuna, respecto de todas y cada una de las bases fundacionales de la transición política: monarquía inatacable, amnesia del franquismo, mera descentralización territorial, modelo socioeconómico liberal extractivo, y aparatos represivos –judicatura, policía y ejército– inmunes al control democrático efectivo.
De ahí que las fuerzas que quieren conquistar esa fortaleza infame –izquierdas estatales y fuerzas soberanistas–, sean cada vez más conscientes de que la agenda reivindicativa es común y debe ser compartida. No obstante, una aporía aparentemente irresoluble socava esa sintonía. Por un lado, solo se mantendrá si el soberanismo ve que su propia agenda no queda postergada o difuminada por un discurso antifascista genérico. En ausencia de un proyecto claro de reforma territorial del Estado, el temor ante un escenario más perjudicial –la posible victoria del tándem PP/Vox–, no va a ser suficiente para sostener esa alianza coyuntural. Posiblemente estos presupuestos sean los últimos en los que siga vigente. Pero, por otro lado, si el nuevo «pacto de San Sebastián» del que hablaba recientemente la profesora Gemma Ubasart, arriesga como no lo hizo aquel, y responde a las demandas soberanistas peninsulares, la posición electoral de las izquierdas españolas de las que dependería precisamente el liderazgo de la reforma se vería perjudicada en una coyuntura sociológica en la que el españolismo más rancio es hegemónico. La gestión de dicha aporía por parte de las fuerzas gubernamentales españolas es delicada, pero si desean avanzar en su proyecto democratizador debería responder al reto planteado por el extremismo derechista:
-A corto plazo, el PSOE ha comenzado ya a preparar alianzas alternativas futuras –gran coalición despolarizadora–, pero por fuerza esa operación está condenada al fracaso en una coyuntura de fuerte competencia inter e intrapartidaria en el seno de la derecha. Además, las políticas socioeconómicas contemporizadoras con el capital y la falta de una cobertura social suficiente pueden aumentar el descontento y reforzar al populismo derechista, que, como el fascismo, es un mero instrumento de los intereses capitalistas «nacionales» que navegan malamente la competencia global. Las políticas sociales avanzadas y eficaces inmediatas se convierten en clave de bóveda de cualquier estrategia democratizadora.
-Del mismo modo, a medio plazo, haría bien la izquierda gobernante en asumir que su futuro y el de su programa político dependen de implementar una reforma territorial plurinacional que pudiera responder a los retos de la España vaciada y a las legítimas demandas soberanistas. Las formulaciones jurídicas de tal reforma, hoy inimaginables, dependen de una relación de fuerzas imprevisible. En eso consiste la política, en hacer posible lo improbable necesario. En ausencia de una oferta política seria, el soberanismo vasco y catalán por ahora poco o nada extremista, no podrá sino radicalizarse. Y todos sabemos las consecuencias de sumar a la ya existente polarización un extremismo «nacional» que en ese escenario ya pasaría a ser bilateral: La aniquilación electoral de las fuerzas gubernamentales «moderadas». Como ocurrió en Weimar, recordando el reciente artículo de Pablo Iglesias. Por eso, este «régimen de Weimar» español de hoy, como el de entonces, no se sostendrá con medias tintas sociales, retoques territoriales epidérmicos, regalías presupuestarias y concesiones de fondo al autoritarismo derechista. Este régimen de Weimar de hoy necesitará ser audaz, necesitará arriesgar y hacer pedagogía. Mucha pedagogía. No sea que el 2023 dé paso a un cuatrienio negro como el del 33 o, peor aún, como hace un siglo, a un Directorio primorriverista.