Víctor Moreno
Profesor

¿Por qué destruir Los Caídos?

Me refiero a los que no quieren que se derribe, sino que se mantenga o se «resignifique», exonerándole así del servicio que venía prestando, el de honrar y exaltar a los golpistas del 36, incluidas las misas mensuales que la carlista Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz oficiaba los 19 de cada mes hasta ayer.

Tiene «gracia» recordar que en abril de 2003, Izquierda Unida propuso una moción en el Ayuntamiento para rebautizarlo, llamándolo Monumento a la Reconciliación y a la Concordia. Como réplica, UPN propondría los nombres de Leonor de Trastámara, mujer de Carlos III, Víctor Eusa −lo que sonaba a pitorreo−, Orduna y Basiano.

Y ahí sigue. Recordando el golpe y exaltando a quienes lo concibieron y lo parieron; avivando idénticas y distintas ensoñaciones, por paradójico que resulte decirlo. Cada cual tiene una idea del bien y del mal, de la guerra y de la paz, de la democracia y de la política. Si pensáramos igual sobre tales conceptos, no habría ningún problema a la hora de tomar una decisión.

El edificio chirría frontalmente con una sociedad que ha apostado por la democracia. Derribarlo sería dar un golpe encima de la mesa contra las veleidades políticas actuales de una derecha envalentonada, que no cesa de cuestionar la legitimidad de la República o poner la dictadura de Franco a su mismo nivel o equiparar las víctimas navarras del matonismo carlofuerista con las víctimas del llamado «bando nacional». Hay que tener cara dura. Y, por transferencia edípica, negar la legitimidad democrática del gobierno actual. Lo que es una amenaza nada soterrada. Así empezaron los golpistas de 1936. Y ya sabemos cómo terminó el drama. Tenemos memoria y, aun así, hay a quienes no les importaría repetir. ¿Hasta que Dios quiera?

La memoria. Hay quienes repiten que, si se destruye el monumento, olvidaremos lo que pasó. Dependerá de la memoria de cada uno, ¿no? Porque las memorias no son homogéneas. Son muy particulares. Y, desde luego, las personas, aunque no dispongan de un referente inmediato visual, no olvidan qué fue el fascismo y de lo que es capaz de perpetrar con premeditación y alevosía. El fascismo pragmático no solo se plasma en símbolos de piedra y de hormigón, en esculturas y placas. Mayormente se encarna en las personas. Así que la amnesia sobre lo que el golpismo fue capaz no nos anestesiará la memoria. Con o sin monumento, se recuerda bien si se quiere. ¿Cómo olvidar una afrenta si durante más de cincuenta años las derechas victoriosas la han recordado con un tesón rayano en el sadismo político? Dividir una sociedad en dos bandos irreconciliables, uno integrado por los borrados, perseguidos y humillados de la historia y el otro por, según la dictadura, héroes y mártires, ¿cómo se va a olvidar? Ni queriendo. Es que quienes más se empeñaron en que aquella masacre se recordara sine die, fueron, precisamente, los que la perpetraron. La grabaron en la piel de los vencidos a sangre y fuego.

El dolor envejece más que el tiempo y no se olvida. Y la memoria no precisa de objeto sensorial alguno para activarse. Y, por supuesto, Los Caídos lo hace. Pero si, como piensan algunos, se necesitan estos edificios para no olvidar y renegar de semejante lacra, y temen desmemoriarse si desaparecieran, deberían pedir a las autoridades la conservación de aquellos lugares donde se torturó, se humilló y se asesinó a miles de ciudadanos. Pues nada como visitar un campo de concentración para no olvidar lo que fue el fascismo. Y condenarlo si uno no es fascista, claro. Y podrían, también, solicitar que los retratos de Franco, de Mola, de Queipo de Llano, Cabanellas se repartieran por calles y plazas de las ciudades con un placa ad hoc: «Fueron golpistas y llevaron a España a la ruina. No los reivindiques».

Para odiar el fascismo no se necesita más que voluntad democrática. Y para recordar el pasado disponemos de un sistema educativo. Un sistema que, si por algo debería brillar en este campo, es por su defensa axiológica de la democracia, condenando toda apuesta historiográfica que sea apología de la guerra y del golpe de Estado como instrumentos legítimos de acceso al poder. El alumnado de este país debe estudiar la historia en libros de texto que condenen los golpes de Estado y defiendan la democracia sustentada en la soberanía popular. ¿Por qué los temerosos de esa curiosa desmemoria no exigen que se implante la memoria de lo ocurrido en el sistema educativo?

El fascismo no está en las piedras, sino en el cerebro del ser humano. Quien mira Los Caídos, lo verá según le dicte su cerebro. Para unos, como indican algunas pintadas amenazantes y repartidas en la ciudad, «Los Caídos no se toca». Para otros, su demolición es una forma de reparación, porque reconocerá la verdad de lo que pasó.

En un sistema democrático no se deberían mantener en pie edificios de exaltación golpista, porque son la antítesis de tal sistema. Una política de brazos cruzados en este ámbito supone dar aire a la derecha, pues esa dejación es un agujero por donde van a disparar obuses contra la democracia. La cínica ley de la concordia es un ejemplo.

En cuanto pedir a la ciudadanía que saque al poder político del «fregao» en que este se ha metido, no es decoroso. Una sociedad democrática no debe caer en la ingenua torpeza de un referéndum para decidir si desea mantener un edificio que atenta contra la democracia. Es como votar acerca de la necesidad de meter un zorro en un gallinero. ¿Imagináis a Franco haciendo un referéndum sobre la conveniencia de dedicar una estatua a Azaña, a Negrín o a Largo Caballero, en Madrid?

El colmo de los colmos llegará si se hace esa consulta, porque se presentará como modelo de civismo democrático y conciliador. Una democracia proponiendo un referéndum para saber si estamos de acuerdo con mantener un edificio golpista en nuestra ciudad es de locos. O hemos perdido la brújula o es que somos masoquistas y disfrutamos que las derechas nos la den con queso revenido.

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