Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU

¿Queremos?

«El éxito de la cadena humana es el de su lema. Un lema que merece la pena repetir: el país está en manos de su ciudadanía, no en la de sus partidos o instituciones. Estos están al servicio de la voluntad popular. Es decir, no son vanguardia o corsé, sino instrumentos de coordinación y consolidación de los avances populares.»

La cadena humana por el derecho a decidir es un mero acto folclórico, y además es una mala copia de la Via Catalana. Las preocupaciones relevantes para los sectores más comprometidos pasan por el paro y los presos. Los temas sociales siempre quedan en segundo lugar, por no hablar de la territorialidad, que ha quedado arrumbada en esta movilización y peligra en una reivindicación tan desdibujada, sin sujeto claro. Además, una movilización ciudadana sin una organización fuerte carece de la eficacia que en este momento de crisis se antoja imprescindible.


Por debajo de la oleada de ilusión y entusiasmo que animó la movilización masiva del día ocho, se escuchan críticas sensatas y razonables que habría que tener en cuenta. Y no me refiero a los exabruptos de la caverna mediática hispana, tan acostumbrada a hilar fino en todas las cuestiones referidas a lo que para ellos nunca dejará de ser «la guerra del norte»: desde las barricadas infantiles montadas contra la diligente labor –¿cuál?–, de los cuerpos y fuerzas, hasta la sospechosa ausencia de 230.000 «bildutarras» que pasaron el domingo, presumiblemente, diseñando zulos, por no hablar del pérfido y significativo Kilómetro 0 en el «matadero de Durango»... Una vez más, el teatro del absurdo no nos ha defraudado.


No obstante, los comentarios críticos con los que iniciamos este artículo precisan un análisis más profundo.


La movilización social eficaz está unida a la incertidumbre. La rutina es su mayor enemiga. Es difícil asegurar un implicación creciente de la ciudadanía cuando la aparición en el espacio público es una continua repetición del mismo repertorio. El paso de la movilización-protesta a la fiesta anual que se clona sin apenas cambios se ha producido ya en eventos como el Aberri Eguna, los Kilometroak, Ibilaldiak... O en esos desfiles rutinarios por la calle Autonomía. Este tipo de movilización tiene funciones nada irrelevantes –posicionamiento en un calendario público ideológicamente competitivo, y recaudación económica, entre otras–, pero carece de impacto apreciable en el estado de cosas. La única novedad, que ya ha tocado techo, es la de multiplicar el número de participantes, reto que pretende activar a la gente con la expectativa de superar «lo colosal». Pero a la dificultad de motivar con lo ya conocido, se une la facilidad con la que el sistema político-mediático integra las movilizaciones habituales. Por ejemplo, no sería de extrañar que la operación policial contra Herrira de este enero pasado, se hubiera adelantado para evitar precisamente una movilización novedosa que hubiera roto las rutinas de la procesión anual. Una movilización que conllevaba una ocupación del espacio público inquietante. Y, por cierto, “Itsasoa gara” hubiera sido también una movilización folclórica, es decir, alegre, festiva, un poco ingenua. O no tanto.


Por eso, la cadena humana organizada por Gure Esku Dago es puro folclore, sí, afortunadamente. Y además es una copia, sí, una copia a escala que nos permite enganchar simbólicamente con el tren catalán que, en esta coyuntura histórica, está actuando de locomotora del derecho de autodeterminación. No en vano, el mecanismo de difusión y emulación es una de las claves del éxito de los movimientos sociales. Y no olvidemos que, de un modo u otro, nos interesa está conectados con el ciclo de protesta soberanista peninsular y europeo.


En segundo lugar, la preocupación por la marginación de reivindicaciones hasta ahora centrales nos obliga a una reflexión más teórica. La lucha social y política contemporánea gira cada vez más en torno a la capacidad de decidir en todos los ámbitos. Por supuesto, no es una novedad que las grandes decisiones económicas queden al margen de todo control democrático, la novedad es que los procesos globalizadores han desconectado totalmente la decisión política efectiva de su legitimación popular basada en el territorio. Por eso, la ciudadanía, inerme y descreída, busca recuperar el control sobre las decisiones que afectan a su vida privada y pública.

Así, las propuestas políticas pujantes –desde Marine Le Pen a Podemos–, están sintonizándose en el marco de la autodeterminación, tanto individual como colectiva. Se conecta la libertad de consumo con la recuperación de la soberanía nacional de los estados, o la consecución de la soberanía estatal por las naciones. Por eso, las demandas soberanistas no están al margen de este proceso. Lo que parece estar cambiando, tal y como enseña el proceso catalán, es el modo de plantear la demanda nacional. No se arrumban los grandes conceptos –nación, soberanía, territorialidad–, porque finalmente lo que está en juego no cambia, es decir, «quién gobierna, sobre quién y dónde».


Sin embargo, la forma de llegar a los mismos es distinta: del mismo modo que quiero decidir sobre mi cuerpo, sobre el modelo energético o educativo, o sobre mi alimentación... quiero decidir con quién quiero compartir un proyecto político colectivo, independientemente de la identidad nacional, lengua o ideología de las personas que formemos esa comunidad soberana. Evidentemente, en la medida en que se sumen los elementos compartidos se reforzará esa voluntad colectiva, pero el suelo sobre el que ésta reposa es, precisamente, la conciencia de que nos toca decidir, sea cual sea la decisión posterior. La autodeterminación se posmoderniza.


El derecho a decidir se manifiesta así como un punto nodal que fija una posición cuando nada parece ser fijo. En este sentido, Gure Esku Dago puede convertirse en un significante vacío que permita articular una ciudadanía que quieren decidir, y que, sin duda, decidirá, sumando voluntades en proyectos colectivos que se refieren a la soberanía política, a la alimentaria, energética o corporal.


En el mismo recorrido desde lo individual a lo colectivo funciona respecto a uno de nuestros tabúes particulares: la territorialidad. El derecho a decidir no tiene una geografía prefijada. Gure Esku Dago es un proceso movilizador con un lema y un punto de partida: la voluntad de decidir de la ciudadanía de los territorios de Euskal Herria. No es un movimiento político que con un mapa predeterminado va a sentarse en una mesa presto a cambiar cromos territoriales o competenciales. El mapa de Gure Esku Dago espera, en todo caso, al final de la movilización, y dependerá de un grado de extensión y profundidad argumental ahora imprevisibles. Se plasmará en una o varias decisiones institucionales, más o menos coordinadas, en una gris ponencia de autogobierno o en un ilusionante proceso constituyente para todo el país. Nadie lo sabe.


Por eso, poner «paro, presos, país» en la pancarta no es necesariamente la fórmula para avanzar en esas reivindicaciones. Cuando el enroque es inatacable, suele ser conveniente ocupar los espacios vacíos que esa postura estática deja en el tablero. Y un Estado español claramente a la defensiva está dejando mucho, muchísimo, espacio vacío. La mayor parte de las veces, el desbloqueo y la ruptura llega por vías indirectas, insospechadas, sean la carne podrida en un acorazado o el impuesto del té.


Finalmente, la última de las preocupaciones atañe al aspecto organizativo. Este no es país para ingenuos. Evidentemente una movilización como la del día 8 de junio no hubiera sido posible sin la colaboración directa de nuestros partidos políticos. Pero, al mismo tiempo, no hubiera concitado la ilusión de tanta gente distinta si hubiéramos tenido la sensación de que la iniciativa estaba controlada de forma partidista. Hay que felicitar a Gure Esku Dago por haber sabido gestionar ese equilibrio, tan difícil en un país segmentado en militancias férreas y disciplinadas.


El éxito de la cadena humana es el de su lema. Un lema que merece la pena repetir: el país está en manos de su ciudadanía, no en la de sus partidos o instituciones. Estos están al servicio de la voluntad popular. Es decir, no son vanguardia o corsé, sino instrumentos de coordinación y consolidación de los avances populares. Nuestros partidos políticos pueden engullir, manipular esta iniciativa popular o aprovecharla como campo de pruebas para una obligada transición en sus culturas políticas respectivas. Posiblemente de una u otra opción dependerá su futuro a medio plazo. Así, la nueva iniciativa tendrá que combinar espontaneísmo y organización, libertad propositiva y coherencia.


Hace unos meses, en un curso de verano de la UPV-EHU que versaba precisamente sobre el derecho a decidir, Gema Zabaleta lanzaba una pregunta inquietante que sólo puede responderse sinceramente de forma individual: reivindicar la decisión es fácil, decía, es una demanda muy extendida... Pero, asumiendo todas y cada una de las consecuencias, ¿Queremos decidir? Pues si realmente queremos...

Bilatu