¿Quién responde de esa sangre?
«Creo que habemus Papam», afirma Antonio Alvarez-Solís, quien parte del episodio protagonizado por el Papa Francisco en la isla de Lampedusa, destino –muchas veces inalcanzado– de miles de inmigrantes africanos para poner en valor la figura del sucesor de Benedicto XVI.
La escena tiene lugar en la isla de Lampedusa, antes el pacífico hogar de unos miles de pescadores; ahora el sepulcral mirador africano de Italia. En su entorno y durante veinte años perecieron en el mar 25.000 seres que huían de la muerte parva que habitaba su tierra de emigrantes. Eran hombres en busca de la libertad, madres con sus hijos, jóvenes a la captura de algún porvenir. Simplemente, africanos sin petróleo.
En esa tierra, un altar erigido sobre una patera en que hace poco perecieron diez seres dejados de la mano por esa Europa que vive en «la globalización de la indiferencia». La Europa que proclama una y otra vez su cristianismo como un salvoconducto para convertir el crimen en una operación administrativa de control de las fronteras. La frase es del Papa Francisco, que oficia en la patera con un cáliz de madera y ha llegado con un báculo de cayuco, sin cardenales, sin revestimientos, negando a los dirigentes políticos su presencia, que ofendería al Espíritu. Antes de la misa de difuntos, frente al mar de los pescadores, el Papa ha formulado la gran pregunta: «¿Quién es responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas?». En la mítica celestial ha vuelto a resonar la voz de Dios: «Caín ¿dónde está tu hermano?». El primer crimen. Porque el Papa también ha condenado un crimen en esa interrogación en busca del autor de la sangre vertida. Es más, cuando interroga señala sin dudarlo a los autores, que no son presuntos sino efectivos: son «aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que conducen a estos dramas». Y al llegar a esta denuncia el Papa alza las manos y pide perdón, porque él no se ampara, como los poderosos de Wall Street o de la City londinense, en la ambigüedad perversa de una Fuenteovejuna que protege a los ladrones del petróleo, a los vendedores de armas, a los masacradores de esas víctimas «colaterales» sin más destino que enmarcar la diana del infernal tiro al blanco.
Eal Papa hizo una visita corta, sin fasto, de gasto chico; sin zapatillas de terciopelo ni casullas sobredoradas. Habemus Papam. Era ya hora. Ya no es fastuosamente el representante de Dios en la tierra, sino el representante de la tierra ante Dios. Es decir, un hombre que mira a las alturas y no que desciende de ellas rodeado de luminarias. Sí, hay que girar algunas frases para redescubrir en esta hora al Galileo. Por ejemplo, esa oración pronunciada, según la fe, por los ángeles en la choza del Nacimiento: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». No; no fue así. No pudo ser así. Dudo que los ángeles –ahora sustituídos por Obama y su acompañamiento de falsificadores de la paz– dijeran tal cosa. Algún taquígrafo presente tomó mala nota del salmo áureo. Quizá las luciérnagas de la historia que habita en las mentes inocentes cantaron otra alabanza: «Gloria a Dios en las alturas y paz y buena voluntad a los hombres en la tierra». A todos los hombres. Porque todos los hombres son el hombre. Y la paz les pertenece a todos porque la paz tiene un sentido universal o es una paz cortada con una retórica destructora, igual que se cortan las drogas para que produzcan más dinero.
Creo que habemus Papam. Como comunista, como miembro del colectivo humano, albergo la fe con la que viajo en las horas; como cristiano estoy movido por la esperanza que avanza ya el futuro hasta convertirlo en la necesidad de hoy; como trabajador lloro en la misma patera por los seres que sufren la necesidad atroz mientras los que custodian el dinero pasean un seco ramo de olivo. «¡Vamos a salir de esta situación; se ve la luz del final del túnel!». Pero ¿quién nos metió a empellones en este túnel? ¿Cuántos huesos hay ya en ese túnel? A ver, que lo expliquen los economistas… El Papa acaba de decir quiénes son. Por favor, Santidad, no tome usted ese café que acabarán por ofrecerle para aliviar su vigilia repleta de tristeza. Porque los que «no saben llorar» –y la frase es suya– invitan siempre al café amical. Un antecesor suyo duró veinte días cuando tras oponerse tercamente, en una madrugada encendida, a los poderosos que se negaban a repartir los bienes de la iglesia, pidió una tacita a fin de resistir la situación. La tacita no fue encontrada jamás. Simplemente se batió la frente ya fría del Pontífice con el litúrgico martillito de plata y un purpurado dijo solemnemente «Il Papa e morto». Así de fácil. Luego volvió a funcionar perfectamente el Instituto para Obras de la Religión, el Banco Vaticano, cuya caja fuerte ha abierto por fin el actual Pontífice.
Quizá tenga más razón que un santo el Papa Francisco cuando ha señalado con tristeza inmensa que la «sociedad actual ha olvidado la experiencia de llorar». Los que blasonan de duros y apuntan que hay que ir a la batalla social con el gesto recio, sin más sentimiento que el del choque frío, tal vez olvidan que las lágrimas del justo apagan la mentira y limpian las armas propias para liberarlas de la prepotencia y un mal compromiso final.
Cuando el Papa llegó a Lampedusa un joven árabe leyó como pudo una cuartilla en la que se describía una realidad simple: «Ayúdenos, Padre Santo, hemos sufrido y hemos sido secuestrados por diversos traficantes». Pues bien, hay que acosar cada día a esos traficantes y hacerles frente con la misma tenacidad con que ellos colonizan de falsedad la existencia. Buscarlos en la política contaminada por un poder abyecto; buscarlos en el parquet de las Bolsas, donde un susurro falaz vale miles de vidas; buscarlos entre los que habitan la información como un insecto venenoso; buscarlos entre los que embrazan las armas con un falsificado heroísmo; buscarlos entre los que elevan una doctrina a dogma; buscarlos en ese ámbito en que los encanallados fabricantes de mitos sanguinarios combaten la utopía generosa.
Posiblemente algunos lectores me hablen de los males que causaron las iglesias, la iglesia, y con ello me inviten a enfriar prudentemente mi diatriba. Es verdad la histórica recurrencia de ese proceder eclesial. Los poderosos suelen encandilar a las iglesias y pagan abundantemente las oraciones. Pero estimo simplemente el valor de lo religioso, que es mucho más que lo eclesial. Lo religioso puede vivir incluso en el ateo. Es una forma de existir con los demás, de estar religado con ellos. Una forma de anteponer la vida común a la tentación de lo personal. Creo que el Papa actual anda por ese camino. Ha vivido la mayor parte de su vida en Latinoamérica y ha padecido la visión de la miseria como suburbio del oro. Ese oro fue además el primer escenario de su acceso al solio. Y ahí aconteció su primer rechazo. No sé si tuvo alguna vez tentaciones que los usuarios de una lógica bastarda airean como un trabuco naranjero. La vida siempre es muy larga. Pero Lampedusa es Lampedusa. Y su «yo acuso» desvela un alma verdadera. Un alma que no se acomoda a «la globalización de la indiferencia». Como el pontífice es argentino suscita en mi la canción del carrero patagón tan apropiada para entender el viaje de la fe: «Rodar y rodar./ Pero me dijo un arriero/ que no hay que llegar primero/ sino que el caso es llegar».
Cuando se habla de encíclicas suelen los académicos darles vueltas y más vueltas hasta extraer más sustancia de la que a veces tienen. He leído no pocas en la búsqueda del agua profunda, pero el documento liberador suele ser pequeño cuando se atina con el corazón de la maldad. Entonces simplemente queda la pregunta: «¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas?».