Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Rivera, el decorador

Es la época. No da de sí ni un ápice de inteligencia ni de claridad aunque sea sencilla. ¿De qué están hablando casi todos los políticos españoles? ¿De un empleo sólido en todos los aspectos? No ¿Hablan de una mejora de los servicios públicos, como la enseñanza, el transporte social o los sanitarios? ¡Quite usted allá!

Tal vez debatan la creación de la vivienda social a gran escala para acabar con los desahucios. Tampoco. ¿Tratan de crear una banca pública que apoye a la pequeña y media empresa, que es la más abundante empresa española, o de atender a las familias en apuros? ¡Ni hablar! Primero hay que nutrir al Santander, al BBVA, al Sabadell, al Popular, a Bancaixa…, que están siempre a punto de naufragar a pesar de los ininteligibles y ricos dividendos que destinan a sus accionistas y de los préstamos oficiales que no devuelven o devuelven en cantidades indecentes pese a que es dinero generado por el trabajo de los ciudadanos

¿Hablan de infraestructuras públicas para abaratar el transporte? No, no. Todo esto con perfil social no está en cuestión sino es por parte de “Podemos” o de algunos partidos secesionistas que sueñan con la independencia para edificar una nueva vida liberada del corrompido Estado español, aunque la corrupción cada vez está siendo vista como una simple avería del Sistema que no exige mayores penas sino unos concretos retoques. La corrupción es ya un pecado venial que siempre es absuelto en el poderoso. Como decía San Antonio María Claret ante las confesiones cachondas de Isabel II «los reyes tienen otra clase de pecados.»

Los políticos, como los decoradores del nuevo rococó, también llamados arquitectos de interiores, no tocan nada fundamental del edificio social; no refuerzan sus cimientos, no comprueban las canalizaciones, no valoran los colores del entorno doméstico para acompasar las emociones del usuario  cuando deciden habitar en él, ni reflexionan acerca del paisaje, destruido una y otra vez, que debiera constituir siempre la gran casa del ciudadano; ni calculan la confortabilidad íntima del pueblo que habita esa decoración.

Para ellos, para los arquitectos de interiores, la calidez del entorno y la paz espiritual y material que puedan suministrar vida aceptable a la ciudadanía son un residuo despreciable de los tiempos en que existía el hombre como ser perteneciente al todo. El decorador de interiores políticos decora para deslumbrar a unos clientes que no aciertan a saber cómo son ellos mismos por dentro y, por tanto, cómo deben vivir por fuera.

España es, entre otros muchos pueblos, un pueblo lejano entre sus propias fronteras. Queremos expulsar a los «odiosos» inmigrantes que buscan pan y paz en una nueva tierra, pero si se considera seriamente la cuestión ¿qué somos nosotros sino inmigrantes estupefactos en lo propio?

– Deme un ejemplo de decorador interiorista de la política española.
– Albert Ribera, especialista en grandes decorados, preocupado solamente por la Unión Europea, los «mercados» potentes, la Constitución, la unidad nacional, la defensa conjunta frente a enemigos que más parecen fruto de una alucinación, la majestuosa justicia de occidente… Solamente le interesan esos capítulos del relato social.
– Deme ahora un ejemplo de cliente del Sr. Ribera: don Mariano Rajoy, que necesita exprimir hasta la entraña los espacios políticos y económicos de las masas para que España goce de unos recursos que con su entrega a los solemnes limosneros impedirán al gobierno sufrir la indignidad de una impagada deuda ante el mundo o el menosprecio de nuestros rectores cuando han de presentarse en los grandes templos donde ofician los engreídos sacerdotes del poder global, haya o no haya fieles en ellos cuando Madrid ocupa por turno el púlpito.
– ¿Qué cree usted que le complace más al Sr. Rajoy en ese escenario internacional tan caramente decorado?
– Verá usted, yo no creo que le plazca cantar en la última fila del coro de los Nibelungos. Si se contempla bien al personaje, tanto por fuera como por dentro, al Sr. Rajoy le complace más, me da la impresión, su finca de la Moncloa, tan fingidamente recogida y familiar, con los tres escalones desde los cuales el presidente mide su estatura cuando saluda a sus visitantes venidos de Zaragoza, de Galicia, de Castilla, de la Mancha, de Extremadura, desde las distintas periferias… y mira la guardia engalanada que rinde honores como se hacía, poco más o menos, en El Pardo y no como suele el irrelevante boby que está en la puerta del 10 de Downing Street. España nació imperial y hambrienta, pero siempre dispondrá de un caudillo que hará guardia por ella en los luceros.

Ni una sola condición humana de carácter social que interese a los incógnitos ciudadanos ha puesto Albert Ribera en los folios de su pacto de Versalles. Esto es lo que más ha complacido a un personaje que ha envejecido mal por fuera y por dentro: Felipe González, que en su tiempo fue no sólo un gran escayolador de ideas sino un escenógrafo ancho y numeroso de recursos que hubiera resultado dignos en una película de humor inglés. El Sr. González ha previsto lo que va a hacer el futuro muñidor de Rajoy, ha retornado a su propio y fangoso camino de la Transición –el momento en que los dioses mintieron desde un Olimpo provinciano– y se ha atrevido a decir estas revueltas palabras: «La decisión de Rivera es el primer acto de responsabilidad política desde las elecciones.» O sea pretende un gobierno del PP; «de entrada, Sí». Y después ha añadido a esta expresión alquímica que recuerda la de aquel día, aunque dando la vuelta al calcetín verbal, en que ha determinado que «de salida, No». O sea, como sé que te gusta el arroz con leche debajo la puerta te meto un ladrillo. Asistimos, pues, a un juego de dados en plena  calle, que mira transida como el mago dominical mueve con agilidad los tres cubiletes mientras dice con voz potente: Nada de «ser un obstáculo para que haya un gobierno minoritario» del Sr. Rajoy, pero excluyendo siempre, eso sí, «la coalición y el apoyo al Partido Popular en la investidura» ¿Acaso la abstención no es un apoyo monumental? Como sé que te gusta el arroz con leche debajo la puerta te meto un ladrillo. Luego ha elevado la vista desde su mesita de juego, se ha subido a la tarima de “El País” y ha instado solemnemente a su consorte a levantar un cubilete… y ha salido…¡Rajoy entre las espumas de la victoria y el horror de los bañistas en taparrabos! Un Rajoy que, como sucedió con la primera elección del envidador González –que prometía al abrigo de su chaqueta de pana una sociedad de trabajadores, un anticapitalismo revolucionario, una banca popular, un rechazo del servilismo otánico…–, se quedará después para continuar su dramática reforma laboral, la persistencia de la aculturizante Lomce, el recorte inacabable de los servicios sociales, la consagración a la deuda de los mercados, el «mande» a todos los que servimos de rodillas, etc., etc. O sea, como decía Umbral.

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