Aster Navas

Saydnaya y otras interferencias

En esta vida asistimos a momentos increíbles. Llega un día, por ejemplo, en que escuchamos, reproducido por algún dispositivo, nuestra propia voz. Los que nos rodean no parecen demostrar ninguna sorpresa, pero para nosotros resulta completamente desconocida. Esto se debe −me voy a poner pelín pedante, lo aviso− a que cuando hablamos, emitimos una señal acústica por vía aérea y una vibración que se transmite por vía ósea. Esta última nuestro receptor no la percibe y tampoco la recoge la grabadora. Resumiendo: la voz que creemos tener no se corresponde con la que escuchan los demás: bastante más aguda ya que la vibración craneal reduce la frecuencia de tono. Este desencuentro lo arregla la voluntad de entendernos.

Bernard Werber era entomólogo. Dedicó toda su vida a observar a las hormigas; sus interacciones, sus bastidores −tan parecidos a los nuestros− sociales y eso, inevitablemente, influyó en su literatura. Suyo es uno de los libros más extraños que se han escrito nunca, «Enciclopedia del saber relativo y absoluto» donde podemos encontrar este poema: «Entre/ Lo que pienso /Lo que quiero decir/ Lo que creo decir/ Lo que digo/ Lo que tú quieres oír/ Lo que crees oír/ Lo que oyes/ Lo que quieres entender/ Lo que crees entender/ Hay 10 posibilidades de que haya problemas en la/ comunicación. / Pero al menos intentémoslo.

Me vienen a la cabeza el entomólogo y la vía ósea, la vía ósea y el entomólogo mientras leo un reportaje de BBC News sobre la prisión de Saydnaya, conocida en Siria como «El matadero» y cuyos presos han sido recientemente liberados tras la caída de Bassir Al Asad. Muchos de los que entraron allí han desaparecido y la mayor parte fueron brutalmente torturados. Se conoce que, siguiendo el poema del tío Werber, había una gran diferencia entre «lo que decían» y lo que sus verdugos «querían oír»: no hay mayor interferencia en el proceso comunicativo que la falta de confianza en el emisor. Al parecer los carceleros se emplearon a fondo en saber «lo que pensaban» realmente sus víctimas y en corregir esas ideas «tan subversivas». Terrible, especialmente, el testimonio de Ragheed Al-Tatari, encarcelado durante 43 años.

Al parecer fue ímprobo el esfuerzo que se hacía en aquel penal para arrancar «la verdad» a aquellos desgraciados. Más aún hoy en día, cuando la verdad no tiene ningún valor; cuando lo único importante es el relato. Aquello era un trabajo arduo y nada agradecido.

Es cierto que más de uno se quebraba con el primer golpe, con la segunda descarga y acababan diciendo «lo que debían decir» pero eso −lo sabía muy bien el funcionario− no era «lo que pensaban ni lo que sentían ni, mucho menos, lo que querían decir». Para conseguir una confesión como Dios manda hay que dejarse la piel.

Curiosamente aquella fortaleza era uno de los puntos más débiles del sistema; ese y el ataque químico con gas sarín en 2013 del propio gobierno contra sus ciudadanos en la región de Guta. Por esos dos frentes acosaban los organismos internacionales a una Siria que se disfrazaba de Jordania. Lo del captagon tampoco ayudaba. Otra vez la vía ósea y la verbal: la señal que crees estar lanzando y la que se ve desde fuera.

Muy lejos de allí, en una nueva entrega de First Dates, un chico de Murcia y un chaval de Valencia hacen todo lo posible por entenderse. No, aún no han encontrado muchos puntos en común. Antonio, el de Valencia, confiesa que viene de una «relación larga». Lo dice −« larga»− como si le hubiera resultado insufrible. Eso es, en el fondo, aunque no lo diga, lo que quisiera decir; es lo que piensa. O quizás es lo que siente, aunque no lo piense. A Manu, el de Murcia, cierta inseguridad le empaña el tono de voz. Si se escuchara, él tampoco se reconocería. Es lo que tiene la vía ósea. En fin.

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