Significante vacío
Antonio Gramsci sonríe en su tumba del cementerio acatólico de Roma. Laclau bajó a visitarle y le ha contado que hoy, en pleno siglo XXI, la eterna reivindicación de soberanía busca nuevos bloques históricos que permitan recuperar el poder popular.
Ernesto le ha dicho que sobre sus “Cuadernos de la Cárcel” ha sobrescrito un giro lingüístico que coloca el discurso en el centro de la operación hegemónica. También le ha pedido que le perdone, que no ha podido evitar caer en la seducción psicoanalítica, y que Zizek le ha enredado con Lacan, pero que no se preocupe, que solo son juegos fetichistas para post-marxistas diletantes.
Antonio y Ernesto celebran su éxito póstumo y abren un interesante debate acerca de la cuestión más apasionante de la actual coyuntura: ¿Cómo se llenará el «significante vacío» del «derecho a decidir»?
Antes de entrar en disquisiciones estratégicas es conveniente hacer una breve genealogía del término. Las primeras referencias en la prensa vasca aparecen en los noventa del pasado siglo: el «derecho a decidir» es todavía un sinónimo del derecho de autodeterminación. Posteriormente, lo que era una mera licencia estilística se convierte en eufemismo en el proyecto del Lehendakari Ibarretxe. La innovación discursiva debuta en el ámbito jurídico de la mano del artículo 13 de su propuesta de nuevo estatuto. Una vez frustrada esa vía, el término es acogido en Catalunya, donde se convierte en bandera movilizadora por medio de la Plataforma pel Dret a Decidir (PDD). A partir de ahí, académicos vascos y catalanes, entre los que destaca Jaume López, han impulsado una rica evolución doctrinal. Resumiendo, el derecho a decidir no sería sino la adaptación del derecho de autodeterminación a contextos democráticos en los que un demos normalmente ya institucionalizado reivindica la posibilidad de decidir políticamente de forma irrestricta, apoyándose únicamente en mayorías democráticas internas y en procesos de construcción estatal-nacional inclusivos.
Hasta aquí la historia. Ahora se trata de dilucidar la potencialidad futura del concepto, para lo que tenemos que echar mano del constructo laclauiano que da título a este artículo, el «significante vacío», es decir, «un significante sin significado», que está a la espera de ser «ocupado» de forma contingente. Como realmente «no podemos decidir nada», el «derecho a decidir» se convierte en el significante vacío de una comunidad perfecta imposible de «ciudadanos y ciudadanas que deciden individual y colectivamente en libertad». Lo que dicho entrecomillado significa en cada momento es precisamente el resultado de la pugna hegemónica entre discursos contrapuestos. Veamos cuáles son los que hoy están en la palestra.
El «derecho a decidir» que propugna la actual dirección del PNV se expresa como un desarrollo contemporáneo del viejo pactismo. Previo reconocimiento estatal de su posibilidad teórica vía derechos históricos (fuero), el ejercicio (huevo) se conduciría a procesos de co-decisión más o menos subordinados al estado (cosoberanía, si tal cosa existiere). Aunque posiblemente ni ellos tienen del todo claro el camino a seguir, esta bilateralidad estaría más cómoda en el marco de una reforma constitucional según los parámetros liberal-historicistas de un Herrero de Miñón que en el planteamiento cuasi constituyente de la «propuesta Ibarretxe». Por eso, para este PNV, lo más urgente es esperar.
Por otro lado, los sectores soberanistas más conscientes no condicionan el derecho a decidir a su previo reconocimiento constitucional en España: el pacto, en su caso, sólo versaría sobre las condiciones y efectos de su ejercicio. Esta posición no abjura ab initio de una improbable bilateralidad, pero es consciente de que la decisión es la que crea el derecho, por lo que muy posiblemente haya que dar pasos unilaterales para que el Estado se dé por aludido. La viabilidad de este planteamiento exige acelerar un proceso constituyente vasco que defina con antelación la propuesta de país que se hará a España cuando se inicie un impostergable episodio de reforma constitucional. En este caso, no se puede esperar. Es preciso cerrar el pasado unilateralmente de modo inmediato para poder iniciar sin lastre un proceso constituyente autocentrado.
Un tercer significado posible del «derecho a decidir» apela a un concepto profundo de democracia que, en términos entre anarquistas y liberales, propone recuperar la capacidad de decisión individual en un momento de expropiación casi absoluta del control sobre nuestras vidas. Un reciente artículo de Antxon Mendizabal define certeramente esta acepción del derecho a decidir, aunque en última instancia defiende la oportunidad de mantener el derecho de autodeterminación clásico para la definición ad extra del sujeto colectivo. El argumento es impecable, pero a mi entender no culmina el recorrido. Si asumimos en toda su profundidad la virtualidad de la decisión unilateral como fundante del sujeto comunitario, no sería necesario apelar al viejo derecho de autodeterminación, que siempre precisa de algún tipo de bilateralidad, es decir, del reconocimiento por un agente externo. Si el derecho a decidir se construye con su ejercicio fáctico, aunque sea de modo sucesivo, la única certificación necesaria es la de la comunidad internacional, una vez devenida «estado» la comunidad de referencia.
Finalmente, La forma particular de entender el derecho a decidir que defiende Podemos en España sintoniza con esta última visión en los aspectos socio-económicos y, sin embargo, en lo nacional conectaría más cómodamente con el discurso que defienden los sectores nacionalistas vascos más moderados. Es decir, revindica retóricamente el derecho a decidir de la ciudadanía sobre todas las cuestiones que le afectan, pero entiende que debe ser la ciudadanía española la que «decida sobre los modos de decidir» de las naciones peninsulares. Ese es el objetivo de conducir el reconocimiento del derecho a decidir de Euskal Herria o Catalunya a una eventual reforma constitucional en España. Esta posición se nutre tanto del cálculo electoral como de la genética jacobina de la izquierda hispana.
Vistos los discursos en pugna, ¿cuál se convertirá en el significado que ocupará el vacío del significante «derecho a decidir»? Estos discursos no son propuestas estancas, y están abiertos a constituir cadenas equivalenciales de los que en cada momento histórico pensamos que «estamos por lo mismo». Este es el modo más eficaz de hegemonizar significantes políticos vacíos. Por ello, la pregunta oportuna es otra: ¿Cuáles son las posibilidades actuales de articulación discursiva?
El discurso soberanista y el democrático radical pueden conectarse fácilmente, si se asume el coste partidista que puede derivarse de algo tan simple como «preguntar a la gente» sobre todo. En segundo lugar, el discurso del actual PNV y el soberanista parecen divergentes y, salvo enmienda o agenda oculta, ello nos conduce a un nuevo desencuentro histórico: Txiberta bis. Y el cuarto en discordia, «Podemos», ya ha culminado su análisis. La crisis de las estructuras de mediación partidaria en España es de tal calibre que puede plantear de forma creíble la victoria electoral. Es una apuesta valiente, pero le conduce irremisiblemente a intentar articular una cadena de luchas tan extensa que por fuerza modera hasta la cuasi inanidad el «derecho a decidir» y sus expresiones concretas en el ámbito socio-económico, militar, religioso o moral… Y, obviamente, también en lo referido a la cuestión nacional, que, sintomáticamente, se denomina ya «territorial».
Sin embargo, Podemos no puede ganar en Euskal Herria, por lo que aquí se le abre un debate estratégico interesante: o acata la agenda madrileña y se convierte en sustituto del PSE/PSN, es decir, en mero apéndice para la opción sistémica PP-PSOE-PNV, o profundiza en el significado democrático del derecho a decidir y se articula en un proceso constituyente vasco que eventualmente condicione y/o coadyuve en un cambio constitucional español posterior. Este debate se está produciendo ahora en el seno de Podemos-EH y se irá aclarando a partir de mayo.
Este es mundo de las opciones abiertas, de la vida. Sin embargo, en la negatividad absoluta que caracteriza el exterior del significante vacío, aun se pasean zombies que no son conscientes de su estado. Nos referimos a la casta descalabrada y a los jurisconsultos a su servicio que niegan el derecho a decidir porque no está escrito en ninguna ley… Como si la política se pudiera reducir a la mera administración y se hubiera regido alguna vez por la ley positiva.
Apoyado en su vacuidad provisional, el «derecho a decidir» ha ocupado el centro del ágora y no es probable que abandone esa posición controvertida en mucho tiempo. Y es que suena muy bien. Suena a origen, a fundación, suena a Política.