Silencio y escuela
Somos, y es verdad, dueños de nuestros silencios. Algo –urgente– deberíamos para hacer sentir a esos adolescentes la necesidad del silencio, para que reparen en sus significados; para que lo vivan como un derecho, una propiedad irrenunciable, como un punto de partida o de encuentro, como una tregua.
Los tertulianos. También los columnistas, tan pendientes del número de caracteres. Pero especialmente me da una pena enorme el tertuliano, condenado a hablar, a opinar de cualquier tema con mayor o menor competencia o atrevimiento por el simple hecho de estar en nómina; a romper el silencio. Me gustaría ver su contrato; a cómo se cotiza la frase, el argumento, la tesis. ¿Cómo se medirá esa jornada laboral en que tiene que mojarse, por fría que esté el agua, sobre lo divino y lo humano? ¿Le contará como hora extra un plus de vehemencia, un exabrupto, una vivencia personal?
Lo imagino llegando a casa desfondado, aún dando vueltas a ese comentario sobre la coleta de Pablo Iglesias que quizá –ahora se da cuenta– debió matizar, rumiando esa afirmación, tal vez desafortunada, con que quería dejar en evidencia la gestión de la pandemia pero que, está seguro, habrá ofendido –lo está mirando ya desde su móvil en las redes– a algún colectivo; lo imagino refugiado en ese silencio que llevaba horas esperando.
Tengan ustedes mucho cuidado con el silencio. Ahí donde lo ven, tan callado, puede ser la respuesta más elocuente, el grito más desgarrado, la postura más revolucionaria. Les recomiendo, si quieren conocerlo con mayor detalle un breve ensayo de J. L. Taipé, "La semiótica del silencio": como cualquier otro lenguaje tiene su sintaxis, sus adverbios, sus pronombres, su entonación, sus sílabas, sus calles y sus avenidas; sus cordilleras. Se ha hecho un hueco –ahí es nada– en el mundo de la música, en los pentagramas.
Pero no se lleva. Hay, como diría Sabina, «tanto, tanto ruido», especialmente en estos momentos, ahí fuera. Y no hablo del ruido como concepto físico (interferencia que afecta a un proceso de comunicación) sino como actitud: callar, escuchar, no es noticia. Hasta los entrevistadores, que deberían hacer de esa actitud de escucha un principio deontológico hablan –como Évole– demasiado. Saben, sabemos que el que calla en los medios, el que no hace ruido en Twitter o en Instagram nunca será noticia; en las relaciones sociales y personales que supongan debate, escuchar tampoco es una opción. Parece que el que tiene razón debe demostrarlo interrumpiendo, increpando; el que calla –ya lo dice el refrán– otorga.
Y, sin embargo, somos tan conscientes de su versatilidad y, sobre todo, de su enorme valor semántico... De hecho, cuando estamos colectivamente emocionados, pedimos o se nos reclama un minuto de silencio, de reflexión; un minuto, porque el silencio –lo sabemos– es caro, costoso, una pieza de orfebrería. Y porque, fundamentalmente, nos da miedo ir más lejos. Nos asusta «hacer», «guardar» silencio. El silencio, los silencios son incómodos.
Por eso me resulta tan llamativo que los profesores, especialmente de lenguas, apenas lo trabajemos, que la escucha activa no aparezca recogida en nuestras programaciones como una competencia básica. En clase no vamos más allá que en el resto de asignaturas: lo tomamos como una premisa, como punto de partida; lo damos por supuesto, lo exigimos y, si es necesario, amenazamos, expulsamos para conseguirlo. Chema Lázaro explica bien esta situación, esa tesitura que nos descalifica totalmente como educadores. Este especialista en neuroeducación cree que la alternativa es secuestrar la atención, un bien cada día más escaso.
Sí, es evidente que estamos equivocados cuando –y lo hacemos continuamente– lo imponemos. Boris Mir, que en "La mirada pedagógica", reflexiona sobre todos los silencios que vivimos en la clase llega a una conclusión clara: «Deberíamos conseguir el silencio entre todos: pensando, escuchando, escribiendo, hablando...». Es un logro en común.
Por otro lado, una clase muda –estas son las contradicciones educativas– obstaculiza enormemente el proceso de enseñanza, especialmente en las asignaturas de idiomas. Santos Guerra, "Silencio: empieza la clase de Lengua" nos habla también de esta paradoja.
Don Finkel en "Dar clase con la boca cerrada" va aún más lejos y nos pide a los docentes que nos callemos, que prediquemos con el ejemplo.
No obstante, el tiempo nos debería ayudar a gestionar los silencios que promovemos en el aula; la experiencia nos enseñará a encauzar esos momentos que surgen por suerte o por desgracia.
Somos, y es verdad, dueños de nuestros silencios. Algo –urgente– deberíamos para hacer sentir a esos adolescentes la necesidad del silencio, para que reparen en sus significados; para que lo vivan como un derecho, una propiedad irrenunciable, como un punto de partida o de encuentro, como una tregua.
Porque hay tanto ruido ahí fuera. Tanto, tanto ruido.
En fin.