Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Sr. Rajoy encuentra la nada

La frase resulta mortal de necesidad para cualquier intención moral o progreso del pensamiento. Las palabras a las que vamos a referirnos convierten en empirismo miserable nada menos que el ámbito de la libertad y de la meditación creadora, que yo creo que constituyen la misma sustancia aunque, como toda sustancia, adopte las formas correspondientes. Es una frase que sacrifica deliberadamente el ya martirizado y sumario camino filosófico español, convirtiendo la reflexión en España en un abrupto zarzal en permanente sequía.

Pero vayamos a la frase emitida por el Sr. Rajoy, que constituye un ejemplo de pírrica dimensión intelectual y de ruina de todo gobierno: «Por encima de la ley no hay nada». Mas superando ese terrorismo ideológico –no hay peor terrorismo que el que suscita la posibilidad del vacío como “realidad” paradójicamente nihilista– hay algo en la frase que estremece: esa frase sugiere que la ley es él. Personalmente él; ofensivamente para la dignidad de los españoles, él. Un «él» que ni siquiera posee la mínima y pretenciosa grandeza del autarca, del déspota macedónico o persa, del loco hitleriano, del actor mussoliniano. Es un «él» de teología parlamentaria sin otra ambición que sostenerse en el podio ya insuficiente para asentar sea como sea el poder intelectualmente abortado.

Sr. Rajoy, ¿es esta la personalidad necesaria de quien ha de enfrentar la llamada cuestión catalana, en que se juega nada menos que el espíritu de todo un pueblo? Una vez más el reiterativo y elemental menosprecio español ante lo “otro” arrastrará más aún hacia la ciénaga lo que constituye el españolismo. Usted, Sr. Rajoy, es el continuador de la quimera patriótica, con la que en este caso no puede acabar ni el concurso del Pegaso alado.

Usted, Sr. Rajoy, es un mantenedor de España como pueblo macizo, rocoso, cuando no es más que un Estado cosido con retazos de pueblos distintos si consideramos pueblo a la unicidad de características que definen ese concepto. Precisamente esta urgente tarea de remendar lo incompatible para fingir un paño uniforme es lo que acabará con su España. Lo español y lo catalán sólo han tenido una cosa en común, ateniéndonos a la consideración más próxima, aunque absolutamente epidérmica, en el leguaje institucional: el gobernador civil. Incluso la invención político-biológica de lo aragonés, tan confusa en la Francha o Franxa, ha servido para que las realidades de Catalunya y España estén separadas como indiscutibles entidades nacionales. Aragón es una frontera.

Quizá para definir lo que es un pueblo o nación es procedente recurrir a una multitud de consideraciones hechas desde la etnicidad, lo social, lo cotidiano u  otras observaciones de variada índole; multitud de ópticas que van desde el arte, la literatura, lo político e incluso lo espiritual y lo religioso. Todo esto dejando aparte algo tan esencial como es la lengua, que es el principal balcón a que se asoma el alma para reconocerse con precisión.

Precisamente en lo que se refiere al rango espiritual quiero recordar lo que dijo de pueblos o naciones una personalidad tan relevante como Rudolph Otto, ilustre teólogo luterano que reunió en sí no sólo la personalidad pastoral y teológica que enriqueció con su ímpetu ecumenista sino el ejercicio político en el parlamento prusiano desde 1913 al 1914, su  participación en la cámara constituyente en el último año señalado, o como actor en la política de la República de Weimar. Doy estos datos para librarlo de menosprecios hechos por españoles livianos –eso que dice usted, aseveran los tales, es una imbecilidad– que mezclan con frecuencia un catolicismo ritual con un inexplicable y compensador anticlericalismo.  Cito, pues, a un hombre de profunda y reconocida formación en el mundo del pensamiento. Otto no fue simplemente “un cura”. Pues bien, escribe eso el filósofo, político y teólogo citado: «Existe historia de un pueblo en la medida en que este pueblo inicia su trayectoria con ciertas predisposiciones, talentos, determinaciones, rudimentos; en la medida en que es algo para llegar a ser eso mismo, de modo explícito y desenvuelto. Es una empresa penosa e inconveniente el hacer la biografía de un hombre (o de una colectividad humana) que no tiene nada propio, nada ingénito y predispuesto, y que,  por tanto, sólo es punto de tránsito en la cadena fortuita de las causas exteriores». Y añade: «Todo esto (se refiere a la singularidad diferenciadora) se alumbra súbitamente en el espíritu como una hoguera que se hubiera encendido con una chispa. Esta hoguera se alimenta de sí misma».

A la vista de todo lo que acabo de transcribir no puede afirmarse que catalanes y españoles constituyan un mismo pueblo en sus verdaderas dimensiones. La prueba de lo que comparto ocasionalmente con Otto sobre lo que diferencia a las naciones y sus ciudadanos está en el jolgorio elemental en que se complacen muchos políticos y periodistas españoles que han interpretado ciertas melancolías verbales del Sr. Puigdemont como si definiera su batalla nacionalista como un fracaso final. Ese afirmar en la intimidad –violada además, a mi entender puniblemente, por una periodista–  que «esto se ha acabado» o «nos han sacrificado los nuestros» corresponde a esa emocionalidad íntima catalana con que requiere, por ejemplo en este caso, la ayuda y adhesión del amigo y compañero de batalla para que entre ambos superen la común fatiga y prosigan en el intento que encabezan. Quizá yerre en lo que digo, pero he repartido casi toda mi vida entre Catalunya y España y sé con bastante seguridad lo que distingue el «ya veremos» catalán del «¡oé-oé!» español. Uno está hecho de reflexión; el otro, de aullido pasajero que casi siempre culmina amargamente en el propio fracaso. Uno conlleva una petición de hermandad en la dureza del combate; el otro muestra el vítor al caudillo que creen triunfador definitivo. Lo malo de esta última postura es que arrastra hacia la traición a los vitoreantes cuando llega el momento de escapar de nuevo hacia ningún sitio. Esta carencia de análisis sólido de la realidad por los españoles, así como de furor  ciego hacia el adversario es lo que ha restado autoridad a España ante la comunidad internacional incluso en el gran momento de su ocasión imperial. El imperio español estuvo hecho de gestos al fin irrisorios y de entrega permanente a las Coronas de su entorno. No hay que perder de vista que esa Corona sigue ocupada por una dinastía no española que al asentarse en Madrid llevó al embajador de España en París a proclamar gozosamente que ya “no había Pirineos”. Pues aún hay Pirineos y por encima de la ley. Aún sigue vigente el saludo de Luis XIV a su nieto, el futuro Felipe V, aquella gloria bendita: «Los españoles aún os aclaman con anhelo, pero recordad que habéis nacido francés».

Sr. Rajoy, volvamos, pues me había yo desencaminado un poco, a esa frase suya de que «por encima de la ley no hay nada». Pues mire usted, por encima de ley está el pueblo, la libertad, la soberanía de los ciudadanos, la dinámica histórica, la institución del Parlamento, la realidad de los pueblos ahora sometidos… y aún los Pirineos que tienen la puerta abierta a París, a Davos, a Bruselas…  España es una propiedad estatal donde nadie puede reconquistar su identidad nacional, ni siquiera auténticamente los españoles, y en la que ese joven del frente de juventudes monárquico propone que la cosmopolita Avenida de la Castellana finalice en Cadaqués.

¡Cuántas cosas hay por encima de la ley, Sr. Rajoy! En nuestro caso incluso usted.

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