Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Tinieblas en la cumbre

Con motivo de la abdicación de Juan Carlos I, Alvarez-Solís recuerda la «procedencia inmoral» de la actual monarquía española y afirma que el único modo de aspirar a «una vida normal» en el Estado español es la celebración de un referéndum «con opción republicana». Asimismo, aboga por que la calle aproveche la oportunidad de hacer realidad la instauración de la República. Pero cree que, en su lugar, «llegará al trono Felipe VI para continuar una política de servidumbre a la globalización, esto es, al gran fascismo que ha quedado como única realidad política tras la triste destrucción a que sometió a la burguesía que lo engendró».

Si España fuera un país normal, los problemas que plantea la abdicación del actual monarca no aparecerían abruptamente en la superficie política, como va a ocurrir pese a todos los esfuerzos que socialistas y «populares» van a hacer para que se prolongue su cómoda existencia turnante en la cumbre. Ese inmovilismo político existente desde la llamada transición no será tan fácil a poco que se agraven o retornen los problemas económicos y sociales. Los españoles son esencialmente rencorosos y guardan siempre una bala en la recámara cuando se les incomoda en exceso. Será fácil, pues, que estos españoles, actualmente muy irritados, sobre todo en sus agónicas capas medias, echen mano del pecado original que está vivo en el desván de la Corona. Su procedencia inmoral de una dictadura que empapó de sangre la historia moderna de España puede ser recordada en cualquier momento. España no está nunca segura de si ha exterminado delincuentes o asesinado héroes. Por ello solamente podría aspirar a una vida normal si mediante un referéndum con opción republicana pudiera lavar ese origen de la monarquía actual que los años no han hecho más que profundizar. La república siempre ha movido el entusiasmo bautismal de las masas frente a reyes repletos de absolutismo. Sin embargo, la República ha sido demonizada durante varias generaciones haciéndola protagonista de una guerra que no generó, de unas violencias que no existieron hasta que fue agredida por un puñado de generales a sueldo de la clase dominante, de un «peligro» comunista inexistente en 1936, de un desorden social que consistió en que el pueblo pudiera adquirir una vida más digna, de una Iglesia tridentina. Así, sobre ese fondo, apareció un rey desleal a su padre y bendecido por un genocida.


Pero vayamos a lo actual. Desde ahora se detiene la máquina legislativa ordinaria. Sería inadmisible que un monarca que moralmente ya no lo es siguiese promulgando normas dictadas por un Gobierno que de hecho está en funciones. Firmar esas normas para convertirlas en texto de obligado cumplimiento constituiría algo parecido a una estafa constitucional. A partir de este momento el rey ya no puede promulgar nada. Si se pretendiese lo contrario, dudo mucho que esas normas fueran constitucionales incluso desde la evanescente juridicidad actual por mucho que se retorcieran los argumentos del poder y se sometieran a consulta del corroído Tribunal Constitucional o del doméstico Consejo de Estado.

Más aún. El presidente del Gobierno tiene la obligación ética de presentar su dimisión al nuevo monarca –en tanto, estaría en funciones– a fin de que la Corona, con otro titular ya, valore la situación, ya que es la Corona la que ha de nombrar al jefe del gabinete para que este forme gobierno.


Todavía más. Ante un seísmo político de la categoría del que acaba de sacudir a la sociedad española, el Parlamento ha de devolver la confianza que ha depositado en él la sociedad española para revalidarle o decidir otra composición del mismo. Supongo que este argumento, completamente ortodoxo según la moral que ha de presidir todo mecanismo representativo, será escandalosamente obviado, aunque las últimas elecciones, las europeas, han desvelado una notable pérdida de confianza en los dos grandes partidos, tanto en la cifra de votos válidos como en la notable abstención registrada.

No hay que olvidar tampoco que la desastrosa política exterior de España, sobre todo en estos últimos años, había sido salvada, al menos en puntos muy significativos, por la actuación del rey que acaba de abdicar. Lo que supone que el Gabinete gobernante había incurrido en errores tan notables que llevaron a mantenerlo bajo vigilancia por Alemania y otras potencias de la Unión Europea frente a las cuales la Moncloa sostuvo una política errática y contradictoria caracterizada por seguidismos de distinto signo y en ocasiones por servilismos trasatlánticos que perjudicaron a España y malograron muchos vínculos posibles con Sudamérica. Esta desordenada política fue salvada en muchas ocasiones por la intervención directa del rey que ahora ha abdicado, ya sea mediante una acción de carácter político, ya merced a una red de amistades en cuyo contenido y carácter no es ahora ocasión de entrar.

En cuanto a las graves cuestiones de soberanismo por parte de Euskadi y Catalunya, es literalmente imposible dar algún paso más por parte de Madrid, ya que la Corona vincula, según lo establecido, a todas las tierras que el Estado define como españolas. Esta tarea de supuesta integración hay que hacerla desde la cumbre del Estado que representa, según la Constitución, a los españoles y a España. Pues bien, la Corona no está ahora en plenitud de responsabilidades.

En definitiva España es en este momento un reino sin rey, lo que no autoriza a que el Gobierno o el Parlamento usurpen el papel de la Corona.


Lo que, de aplicar una lógica plenamente razonable, podría hacer gente denominada socialista es promover un referéndum acerca de monarquía o república que de ganarlo los monárquicos legitimaría la monarquía al cerrar el conflicto que dejó abierto la agresión franquista al pacífico y desarmado pueblo español. Este referéndum obligaría asimismo a los socialistas a fijar su postura sobre la forma de gobierno española, ya que muchos de esos socialistas fueron traidores a su historia republicana, entre ellos los que aceptaron la gran falsificación de Suresnes.

En Madrid, donde la reflexión política en la calle está a punto de alcanzar el cero absoluto en la escala termométrica, se habla de la confianza que ofrecen los partidarios de Podemos y de otras miniaturas políticas, sin tener en cuenta, por causa de la herrumbre intelectual en que vive la calle, de que si bien el programa del Sr. Iglesias es absolutamente razonable, queda invalidado por situar el futuro de esas propuestas en el marco del sistema político y social presente, lo que equivale a convencer a un cocodrilo para que no degluta la mansa presa colocada entre sus fauces.

Es, pues, y lo repetiré una y mil veces, hora de que la calle aproveche esta situación para convertir la República en la gran realidad española. Pero dudo de que esto suceda y más bien llegará al trono Felipe VI para continuar una política de servidumbre a la globalización, esto es, al gran fascismo que ha quedado como única realidad política tras la triste destrucción a que sometió a la burguesía que lo engendró diabólicamente. Ya que ahora se estilan estas cosas en el cine y la literatura, me temo que este acontecimiento español acabe en una misa negra.

Quedan solamente unos días para que las Cortes del Reino se reúnan para dar continuidad al sistema que Franco entregó, sin oposición de la clase política, a los sucesores ideológicos –¡que sí, que sí!– del levantamiento del 36. Serán días para multiplicar la presión desde tierras demócratas como la vasca y la catalana. Ahí se comprobará la verdad política de algunos nacionalismos. El «cupo» a conseguir es, simple y hermosamente, la República. Todo lo que no sea eso equivale a navegar de bolina, y hay viento favorable para hacer otra cosa.

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