Jonathan Martínez
Investigador en comunicación

Todo por la patria

El teléfono móvil es ese confesionario portátil donde consignamos voluntariamente nuestros hábitos de consumo, nuestra ubicación geográfica, nuestros vínculos sociales y nuestras preferencias ideológicas

En el otoño de 2001, pocas semanas después del ataque contra las torres gemelas, el presidente George W. Bush estampó su firma en una nueva ley llamada Patriot Act que concedía al Gobierno poderes alarmantes por encima de los derechos humanos, civiles y políticos más elementales. Lo llamaron «guerra contra el terror» pero el terror fue su principal arma de guerra y terminaron dejando un rastro tan caudaloso de sangre que en Iraq todavía siguen contando los cadáveres.

Entre otras prerrogativas, la Patriot Act abría las compuertas a la intervención de las comunicaciones e inauguraba una nueva era de vigilancia masiva. Siempre con el pretexto de la lucha antiterrorista. Siempre bajo la coartada del patriotismo. En aquel clima de paranoia colectiva, cualquiera que pusiera en tela de juicio los desmanes del presidente iba a ser descalificado como traidor a la bandera y puesto bajo sospecha.

Hubo que esperar más de trece años para que un tribunal de Estados Unidos le cantara las cuarenta a la Agencia de Seguridad Nacional por haber almacenado datos telefónicos de millones de ciudadanos por encima incluso de lo que estipulaba la Patriot Act. Gracias a Edward Snowden, extrabajador de la NSA, se supo que habían llegado a espiar a aliados europeos como Angela Merkel.

Los ecos de aquella controversia llegaron a España. En 2013, un joven diputado del Congreso llamado Pedro Sánchez reclamó que Estados Unidos ofreciera explicaciones y depurara responsabilidades. No sabía que otro escándalo de espionaje más modesto y chabacano estaba a punto de estallar ante sus propias narices. “El Periódico” desveló entonces que el diputado del PSC José Zaragoza había encargado a la agencia Método 3 que espiara al dirigente del PPC Xavier García Albiol. Alfredo Pérez Rubalcaba no escatimó en palabras de censura: «El espionaje político me parece repugnante».

La genealogía de esa repugnancia es longeva. Ahora nos suena como un episodio lejano pero en 2018 la justicia belga abrió diligencias contra España porque al vehículo de Carles Puigdemont le habían incrustado un geolocalizador. El aparato debía de ser similar al que instalaron en 2007 en el automóvil de Unai Fano, negociador de Batasuna durante el alto el fuego de ETA. Rubalcaba era por entonces el ministro de Interior y no expresó ninguna repugnancia.

Estos días es inevitable recordar las escuchas del Cesid en la sede de HB en Bilbao. Mediante un complejo dispositivo de micrófonos y cámaras de televisión, los servicios secretos españoles monitorizaron a la coalición independentista al menos hasta 1995. Dice “El País” que había línea directa con Intxaurrondo. Después se descubrió que los teléfonos de la sede de HB en Gasteiz también estaban intervenidos. Los directores generales del Cesid Emilio Alonso Manglano y Javier Calderón se llevaron tres años de prisión por aquella travesura. El Tribunal Supremo no tardó en anular la condena.

Hace algún tiempo tuve la oportunidad de ver con mis propios ojos un sistema de micrófonos que alguien había instalado en una vivienda particular de Bruselas porque sus habitantes, pecado mortal, eran independentistas vascos. En una brecha de la pared brotaba un manojo de cables ya neutralizados y ahora que lo recuerdo me parece un sistema tan rudimentario que da vértigo pensar lo mucho que ha avanzado la tecnología. En apenas unos años de telefonía inteligente nos hemos habituado a llevar encima un dispositivo que incorpora micrófono, cámara de vídeo y geolocalizador al mismo tiempo.

En su cátedra de historia del pensamiento, Michel Foucault recurría a la metáfora cristiana del pastor y el rebaño para explicar una modalidad específica de relación de poder que se instituye en la Iglesia. El poder pastoral es esa forma de dominación que empuja al pecador, por ejemplo, a revelar sus desvíos a un sacerdote en un confesionario. En nuestros días, el teléfono móvil es ese confesionario portátil donde consignamos voluntariamente nuestros hábitos de consumo, nuestra ubicación geográfica, nuestros vínculos sociales y nuestras preferencias ideológicas. Y en ese confesionario de bolsillo, el confesor puede ser una gran corporación estadounidense o una agencia de seguridad estatal como en el caso del software Pegasus.

La liebre ha saltado esta semana en un reportaje de “The New Yorker” donde Citizen Lab confirma la infección de más de sesenta teléfonos de independentistas catalanes y vascos. El spyware Pegasus es un desarrollo de la empresa israelí NSO Group que solo se vende a agencias gubernamentales. Blanco y en botella. Sin embargo, las explicaciones del Gobierno español han sido pobres y atropelladas. Dice Fernando Grande-Marlaska que el Ministerio de Interior nunca ha comprado el software Pegasus. Dice Margarita Robles que el Gobierno y el CNI «siempre actúan conforme a la legalidad vigente».

El comisario Eugenio Pino, alma de la brigada política que actuó al servicio de Rajoy y que ha sido investigada en el caso Kitchen, dejó a la posteridad unas declaraciones un tanto inquietantes: «Hemos hecho operaciones que nos pondrían los pelos de punta. Por la seguridad ciudadana y por el interés de España». En esas dos frase se despejan muchas incógnitas pero sobre todo se condensa una fe y un modus operandi. Hasta entonces, los más ingenuos podían seguir sosteniendo que el lema «Todo por la patria» no es más que una hipérbole épica de cuartel y corneta. Con el tiempo ha quedado demostrada la literalidad del mensaje.

El espionaje de Pegasus es un asunto que trata «de la seguridad de todos nosotros», dice Isabel Rodríguez como portavoz del Gobierno. Desde la Patriot Act hasta nuestros días, la historia nos ha enseñado una moraleja inapelable: cuando hablan en nombre de la seguridad siempre somos los mismos los que empezamos a sentirnos inseguros.

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