Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Todos los hijos

Al filo del mediodía, bajo el sol tibio de septiembre, los ertzainas irrumpieron en el cementerio de Zarautz con un escándalo de infantería romana y una orden de la Audiencia Nacional. Tenían la misión de sofocar cualquier sospecha terrorista, pero en aquel paisaje de nichos y flores mortuorias solo encontraron los rostros perplejos de una gente demasiado acostumbrada a la perplejidad. Había familiares, amigos y vecinos dispuestos a hacer lo que hasta entonces todo el mundo había dado por sentado, honrar a un muerto y estrecharse alrededor de la madre, huérfana de hijo desde hacía ya 34 años. El hijo se llamaba Jon Paredes. La madre se llamaba Antonia María Manot.

Sobre la lápida había una ikurriña, una tricolor republicana y cinco claveles rojos, uno para cada uno de los fusilados en las últimas tapias del franquismo. A Jon Paredes, «Txiki», lo acabó un pelotón de guardias civiles junto al camposanto de Cerdanyola. En el penal de Villalón dieron muerte a Angel Otaegi. Los otros tres, hijos del FRAP, cayeron bajo las balas de un piquete policial en Hoyo de Manzanares. Eran Xosé Humberto Baena, Ramon García Sanz y José Luis Sánchez Bravo. Al alba, cantaba Eduardo Aute sintiendo que tras la noche vendría la noche más larga. Aquella noche de 1975 extendió su sombra hasta 2009 y oscureció los panteones del cementerio de Zarautz.

El mando de la Ertzaintza ordenó que despejaran la tumba de banderas y que se disolviera el acto. Nadie pidió disculpas. Hubo quejas, claro está, pero el consejero Rodolfo Ares objetó que las órdenes eran terminantes y venían de Madrid. La familia tuvo que esperar un mes para celebrar el desagravio. Con un revuelo de músicas y aplausos, las multitudes caminaron de nuevo hasta el cementerio y se demoraron entre ofrendas florales, bailes y expresiones de autoestima colectiva. Y ahí estaba Antonia María Manot, vestida de un rojo incandescente, con los ojos temblorosos y la sonrisa agradecida, acompañada una vez más de todos los hijos que nunca pudieron arrebatarle.

Decía el poeta Robert Desnos que el porvenir está escrito en el presente. Que vivimos rodeados de mensajes y advertencias sobre lo que habrá de llegar. Todo lo que hoy nos acontece ya latía de una forma oscura o embrionaria en los libros de historia, en el polvo de las hemerotecas, en las evocaciones nublosas de los supervivientes. José Saramago, sin embargo, propone una lógica inversa. Si es cierto que el pasado nos ayuda a entender el presente, cabe suponer que el presente nos permite descifrar con ojos más sabios el pasado. Quizá desde la distancia comprendamos con mejor claridad el hilo histórico que une Zarautz y Cerdanyola.

Dos meses antes de que mataran a Txiki, los hombres de Franco abatieron en Madrid a Josu Mujika, que tenía apenas veinticuatro años y andaba dando cobertura a la fuga de la cárcel de Segovia. Le clavaron una tormenta de disparos por la espalda en una emboscada con aroma a ejecución extrajudicial y delaciones. Ahora la familia del asesinado ha plantado una querella doble. Media para un delator y media para un comisario. Media para Mikel Lejarza, «el Lobo», y media para Jorge Cabezas. En 2010, la ministra Carme Chacón impuso a Lejarza la Cruz del Mérito Militar con Distintivo Blanco. Mujika, al contrario, no recibe en Madrid ningún honor de víctima.

Hay algo cruel y despótico en esa moral de doble fondo, pero nada queda al azar. Basta pensar por un instante en el Memorial de Gasteiz, que ha consolidado una narrativa partidista a cuenta del erario público. Que dignifica el nombre del inspector Melitón Manzanas pero llama terroristas a los muchachos que torturaba. Que exhibe con pundonor una reproducción del cuchitril donde estuvo encerrado José Antonio Ortega Lara pero no ha tenido la valentía de duplicar la bañera de Intxaurrondo donde murió ahogado Mikel Zabalza. Entretanto, las asociaciones memorialistas suspiran atónitas, atrapadas entre un futuro incierto y un pasado impredecible.

Hace apenas unas semanas, la alcaldesa de Gasteiz resolvió distinguir al Memorial con la Medalla de Oro de la ciudad. Por entonces, el PSE andaba regateando departamentos del Gobierno vasco junto a sus socios del PNV. Los de Eneko Andueza pidieron Justicia, Memoria y Derechos Humanos. Pidieron las cárceles. Pidieron Gogora. La nueva consejera, María Jesús San José, se estrenó con exigencias de arrepentimiento. Unos días antes, Marisol Garmendia había aterrizado en el Memorial para repudiar un secuestro de «los Comandos Autónomos Anticapitalistas de ETA». La mistificación historiográfica convertida en programa de gobierno.

De pronto, como arrancada de la tierra, se nos ha muerto Antonia María Manot, la mujer que en los tiempos viejos partió de Zalamea de la Serena y llegó a las orillas del Cantábrico con una maleta llena de sueños y esperanzas. En las paredes de su casa colgaba el retrato del hijo perdido, el militante que abre su sonrisa en blanco y negro desde todos los rincones de la posteridad. Txiki nos mira ya con los mismos ojos que Josu Mujika, jóvenes ambos para siempre, los dos caídos bajo el aguacero de las mismas balas e ignorados o vilipendiados por los escribanos de la historia oficial.

Cuatro días después de que mataran a Txiki, Franco se creció en las muchedumbres de la Plaza de Oriente y defendió los fusilamientos desde el balcón del Palacio Real. A su costado estaba el heredero Juan Carlos de Borbón. Hoy desde nuestro presente entendemos mejor ese pasado, esa imagen de continuidad de un orden político que nunca se resignó a morir. Hay memorias desmemoriadas que se imponen a golpe de talonario. Pero hay también memorias disidentes que cabalgan a hombros de los pulsos populares. Es por eso que el recuerdo de Antonia María Manot sigue vivo y aún palpita y crece y se multiplica en las voces de todos los hijos que nunca nadie ya podrá arrebatarle.

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