Aster Navas

Truco o trato

Estamos prácticamente solos en el camposanto. Aquí tampoco acaba de llegar el otoño. No se ha encaramado aún a los álamos y la temperatura es inusual; casi veraniega.

A ama no le vamos a decir nada», le propongo a Luisma en el coche refiriéndome al reciente fallecimiento de nuestro hermano mayor. Veo que la frase le descoloca pero finalmente me sigue el juego y le da una vuelta de tuerca. «Nos lo acabará notando. Ya sabes cómo es», me responde con gesto de complicidad. «Además siempre veníamos los tres...», añade mientras sigue conduciendo.

A lo lejos ya se adivina un pueblo vacío –vaciado, si somos justos– y desolado de Zamora. Como todos los años a finales de octubre nos acercamos hasta su cementerio para visitar y limpiar las tumbas de nuestros padres.

Según el último recuento oficial, al menos 154 personas han fallecido y otras 133 han resultado heridas en la avalancha de la celebración de Halloween en Seúl.

Me desconciertan, este año especialmente, esas fiestas multitudinarias en que miles de jóvenes banalizan la muerte y cómo la muy puñetera se cuela sigilosamente entre el gentío y la lía parda organizando una estampida. Ya ocurrió hace diez años en el Madrid Arena –cinco chicas murieron aplastadas– y ocurre ahora, con una cifra desorbitada, en una calle angosta de la capital de Corea del Sur que se convirtió en una verdadera encerrona. Más reciente aún la de Music Sevilla; en esta ocasión los participantes han sido adolescentes.

Quizás la generación YOLO –You Only Live Once– puede creer que ha inventado la pólvora pero ese tipo de celebraciones se pierden en la oscuridad de la Edad Media, auspiciadas sin duda por la sucesión de epidemias que confirmaban una y otra vez la fugacidad de la vida. El carpe diem o el memento mori siempre han estado entre nosotros; motivos perfectos para la reflexión o el desmadre.

Enlazar la danza de la muerte con Halloween no resulta pues tan difícil. Lo que quizá sea más complicado de entender es que esta fiesta se haya convertido en un negocio detrás del que hay tanta peña sin escrúpulos, que año tras año no se respeten aforos o se bloqueen las salidas de emergencia; que tontee con la muerte de una manera tan estúpida gente que sólo la ha visto en las películas y para la que, en principio, es una posibilidad más bien remota. Que nos apuntemos a esta peli de zombies con la docilidad de las ovejas. Lo explica mucho mejor Alejandro Tuñón Alonso en “En esta noche de brujas y calaveras... el monstruo más grande es el consumo”, un breve artículo publicado en RFI.

No sé qué ocurrirá el día que ya no quede nadie para venir hasta aquí, hasta esta aldea de adobe. Objetivamente nada, por supuesto. Pero será tan evidente, tan elocuente el abandono, tan llamativo el olvido, que duele. que acojona pensarlo.

Por eso nunca faltamos a la cita. Adecentamos la lápida y antes de irnos escuchamos algún tema en el móvil: la de hoy es “The walls of the world” de Katie Melua pero aquí ha sonado la banda sonora de Malena y el oboe de La Misión. Estamos prácticamente solos en el camposanto. Aquí tampoco acaba de llegar el otoño. No se ha encaramado aún a los álamos y la temperatura es inusual; casi veraniega.

Llama especialmente la atención el nicho de un niño en el que sus familiares, además de flores, han dejado en equilibrio, sobre una estrecha repisa, unos pequeños coches de juguete. Está claro que no resistirán el viento del norte.

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