Iñaki Egaña
Historiador

Un 10 de noviembre

Desde 2010, la Comunidad Autónoma Vasca celebra el llamado “Día de la Memoria”, inaugurado por el exlehendakari Patxi López y fechado en el 10 de noviembre porque, al parecer, en ese día no hubo, a lo largo de las últimas décadas, víctima mortal alguna.

Entonces, el sector mayoritario de la izquierda abertzale estaba ilegalizado y la jornada fue declarada para recordar y homenajear a las «víctimas del terrorismo», es decir a las originadas por ETAm y ETApm, Comandos Autónomos e Iraultza. En los años siguientes se amplió el marco institucional de víctima, considerando como tales, siempre en la CAV, a las del Terrorismo de Estado (bajo el paraguas de víctimas de «abusos policiales» o de «ilícitos contraterroristas»), para llegar a 2015 con la presentación de los “Retratos Municipales de la Memoria”, con la intención de que fueran los municipios de la Comunidad Autónoma quienes se hicieran cargo del recuerdo institucional.

Como es sabido, España celebra su día de las «víctimas del terrorismo» el 27 de junio, también inaugurado en 2010. El Parlamento de Madrid eligió esta fecha porque en ese mismo día de 1960 una de las bombas incendiarias que colocó el DRIL en 1960 mató en Donostia a la niña Begoña Urroz. Contradiciendo a los archivos policiales, a las declaraciones y reivindicaciones del DRIL y a la propia policía belga, que detuvo a los autores, la bancada constitucionalista española forjó una gran mentira e imputó a ETA el atentado.

La Unión Europea recuerda a las «víctimas del terrorismo» el 11 de marzo, en memoria de las 191 víctimas mortales y 1.858 heridas que ocasionaron diez bombas yihadistas en Madrid, en aquella mañana de 2004. Como es sabido, el Gobierno del Partido Popular achacó inmediatamente la autoría a ETA, negando otra posibilidad y calificando de «intoxicadores» y «miserables» a quienes la sugirieran. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en su Resolución 1530, reprobó unánimemente a ETA por el atentado, tras propuesta conjunta de España y Francia. Fue una nueva gran mentira, made in Spain, aunque en esta ocasión de mayor repercusión.

Así que si usted es vecino de Sestao, Argandoña o Zumarraga, estará convocado en tres ocasiones al año para recordar a las «víctimas del terrorismo», con las matizaciones introducidas por el Gobierno de Gasteiz. Si reside en Caparroso, será llamado en un par de ocasiones anuales, por el mismo motivo, y si su vecindad coincide con la de Arrangoitze, sólo una. Hasta en estas cuestiones, seguimos viviendo en una nación dividida administrativamente.

No quiero, sin embargo, enfocarme en estas complicaciones, sino apuntar algunos desacuerdos con ese 10 de noviembre que se avecina. El concepto de «víctima» sigue matizado extraordinariamente por razones coyunturales, políticas. Y en ese escenario, la discrepancia es, obligatoriamente, notoria. Todavía falta mucho recorrido, no únicamente para elaborar una práctica común, sino para acercar impresiones y definiciones. No me refiero al hecho territorial, sino al conceptual. Partiendo de la mayor que, como afirmó el candidato a lehendakari Antonio Basagoiti: «La realidad es que ETA ha asesinado a 857 personas y los que defendemos la unidad de España, cero».

Aquella rotunda frase se la dirigió a Kofi Annan, ex secretario general de Naciones Unidas. Organización que a partir de 1949 comenzó a elaborar un extenso nomenclátor de violaciones de derechos humanos y, por extensión, acotando el concepto de «víctima». España ingresó en Naciones Unidas en 1955 e hizo valer su Carta de Derechos Humanos en el artículo 10.2 de su Constitución, en 1978. Con notable retraso. También ratificó en 1987 la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de 1984. Con retraso. Estas cuestiones no son baladíes. En la Querella Argentina contra el Franquismo, la defensa hispana se sustenta precisamente en que por aquellos años no estaban en vigor los «derechos humanos» auspiciados por Naciones Unidas. Y en el caso de la petición de extradición a Pinochet, otro tanto. La fiscalía de la Audiencia Nacional sostenía que los hechos del dictador chileno se referían a épocas en las que España aún no había firmado los tratados internacionales sobre la tortura.

El único medio para acercar y acotar con la mayor objetividad posible el concepto de víctima, de violaciones de derechos humanos, es el de las normativas emanadas precisamente de Naciones Unidas. Y ahí, las diferencias entre la teoría y la aplicación son sorprendentemente notorias. Incluso con los criterios aplicados por el Gobierno Vasco. La cuestión de si un militante de una organización armada, preso o no, en activo o no, tiene derechos humanos está en el centro de una falsa discusión. Los derechos humanos son universales. Pero parece que sigue en vigor aquel sintomático editorial, en 1981, de Diario 16: «No hay derechos humanos a la hora de cazar al tigre. Podrán cazar a 50 etarras en combate y las manos de España continuarán limpias de sangre humana». Quizás a esa idea se refería Basagoiti.

Si bajamos un peldaño, las diferencias son abismales. Es evidente, como dijo Naciones Unidas en el artículo 3º de su Carta, que «todo individuo tiene derecho a la vida». También «nadie podrá ser condenado a muerte ni ejecutado». ¿Cuántas ejecuciones extrajudiciales? Los archivos policiales, incluso para el Gobierno de Gasteiz, siguen cerrados a cal y canto. La muerte de Mikel Zabalza sigue siendo, oficialmente, la de un ahogado en el Bidasoa tras huir de sus captores. Bernardo Bidaola se «suicidó», con un tiro que le rozó el tobillo tras permanecer 45 días desaparecido desde su detención.

En esas cuentas «inferiores», las ausencias superan a las presencias. En los informes del Gobierno de Gasteiz, por poner un ejemplo, se citan 97 secuestrados en los últimos 50 años del conflicto. Un trabajo de la UPV, los rebajaba a 86. ¿En serio? He repasado una y otra vez la normativa del grupo de Desapariciones Forzadas de Naciones Unidas y para esa época mis números superan los 350, incluidos los de ETA y Comandos Autónomos, pero también los protagonizados por agentes del Estado, uniformados o no. ¿Recuerdan cómo el 23 de febrero de 1981 dos centenares de guardias civiles secuestraron en el Congreso de Madrid a 22 diputados vascos? ¿Recuerdan cómo en 1984 y 1989 cerca de un centenar de refugiados vascos desaparecieron según una disposición inexistente en los códigos penales de España y de Francia (la deportación), para “aparecer” semanas después en Cabo Verde, Panamá, Ecuador o Togo? ¿Saben que también hubo «black sites» (cárceles secretas) para ciudadanos vascos, en La Cumbre, en la «carpintería» de Intxaurrondo, en la Plaza de Toros de Vista Alegre?

Las listas de violaciones de derechos humanos tienen y deben seguir criterios universales. En la actualidad, la disposición institucional parte de una premisa con dos tendencias: los estados español y francés respondieron a la violencia política de ETA y otros grupos de manera, y ahí llegan los matices, «proporcionadamente» o «desproporcionadamente». Pero si ajustamos los contextos, las violaciones de derechos humanos serían escandalosas, aumentarían geométricamente y esa nueva visión tendría tantos matices que se convertirían en argumentos. Aunque fueran históricos. Es el meollo para desbrozar ese pasado cercano.

Un pasado donde, por cierto, el marco cronológico también ha sido asaltado. ¿Comienza la historia en 1960, cuando ETA embadurnaba paredes con la palabra “Askatasuna”? Hubo víctimas, vaya si las hubo, un 10 de noviembre de 1936. Ejecutados extrajudicialmente vecinos de Eskoriatza, de Bilbo, de Donostia. Y superando ese marco territorial que nos imponen, una saca de siete jóvenes de Carcar a los que les dieron el tiro de gracia en Peralta. También en 1937, 1938... y 1944, un vecino de Aretxabaleta. El 10 de noviembre, al margen de las consideraciones anteriores, no es un día sin víctimas mortales en nuestro calendario.

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